La protohistoria en la península Ibérica

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La Protohistoria en la España prerromana es una visión actual del Bronce Final y la Edad del Hierro en la península Ibérica, que es el Far West del Viejo Continente como última tierra de Eurasia. El manual se estructura en seis capítulos, escritos por un grupo de investigadores de diferentes universidades e instituciones, que abordan todos los aspectos de las diversas culturas y pueblos que conforman el complejo mosaico de la Protohistoria en la península Ibérica, desde los hallazgos arqueológicos más recientes a las últimas investigaciones sobre tecnología, economía, sociedad, religión, ideología, lingüística, tradiciones orales reflejadas en la iconografía y paleogenética. Todos los capítulos arrancan con un panorama general del Bronce Final de los respectivos territorios, que se estudian desde una perspectiva geocultural, es decir, analizando los elementos culturales comunes, pero incidiendo también en las peculiaridades de cada uno de ellos. En definitiva, se ilustra cómo procesos históricos y mitos actuales sobre nuestra complejidad cultural hunden sus raíces en estos lejanos tiempos.

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A modo de síntesis, debemos destacar en primer lugar que las estelas se pueden dividir en dos grupos bien diferenciados, las lo­sas y las estelas propiamente dichas. Las primeras, denominadas estelas básicas, se caracterizan por aparecer principalmente en las zonas más septentrionales del cuadrante suroccidental, ocupando zonas de la Beira portuguesa, la sierra de Gata y el valle del Tajo; son lajas de piedra con un tamaño siempre similar al del cuerpo humano, en torno a 1,70 metros, en las que se grabó en su centro un escudo caracterizado por su escotadura en forma de «V»; el escudo aparece flanqueado, invariablemente, por una lanza en la zona superior y una espada en la inferior. Estas losas probablemente estaban destinadas a tapar cistas de inhumación como las que se han documentado en toda esta amplia zona, ritual que hunde sus raíces en el Bronce Pleno. La losa representaría, por lo tanto, el propio cuerpo del guerrero, con la espada a la cintura y la lanza en posición de ser proyectada; por último, las losas no están rebajadas en la zona inferior y reservan sin decorar ambos extremos de la losa, lo que demuestra que no fueron utilizadas como estelas.

Sin duda, el elemento más interesante para el estudio de estos monumentos es el escudo, tanto por su forma como por el gran detalle con que fue grabado en estos primeros monumentos. Su característica forma se ha documentado en Irlanda, como ya se ha aludido, pero también en el centro y norte de Europa, en Chipre y en Grecia, por lo que buena parte de los autores los han hecho derivar de algunos de estos lugares dependiendo de sus tendencias filoculturales; sin embargo, los escudos recuperados en las turberas irlandesas están bien datados entre los siglos VII y VI a.C., mientras que los escandinavos y centroeuropeos, atendiendo a su técnica y morfología, no son anteriores al VIII. Por último, los ejemplares chipriotas y griegos, todos hallados en lugares relacionados con zonas de culto, tampoco han sido fechados con anterioridad al siglo VIII a.C., en este caso con la garantía de haber aparecido junto a otros objetos de fácil datación. La conclusión, por lo tanto, es que los escudos escotados de las estelas son anteriores a los que se han documentado fuera de la península Ibérica, por lo que no parece que haya muchos problemas en situar su origen en la propia península.

El segundo grupo es el más numeroso y complejo en cuanto a su composición escénica. Ahora se trata de auténticas estelas apuntadas en su zona inferior para ir hincadas en el suelo. Su tamaño también es muy variado y supera sólo en contadas ocasiones el 1,50 metros. Estos monumentos sólo aparecen en las zonas del entorno del Guadiana, Algarve y Guadalquivir, es decir, en las zonas más meridionales de la península. Su característica más importante es la introducción de la figura del guerrero rodeado de sus armas de clara adscripción atlántica, pero también de una serie de objetos de prestigio de origen mediterráneo, como los carros de dos ruedas, los espejos, las fíbulas de codo, los peines, las pinzas o los instrumentos musicales, entre los que destacan las liras. También es importante observar cómo a medida que las estelas aparecen en la zona más meridional, es decir, hacia los límites con Tarteso, incorporan un mayor número objetos de prestigio en detrimento de las armas, que en ocasiones llegan a desaparecer para dar paso a escenas de alto valor social, como la caza o el ritual funerario, donde destaca la estela cordobesa de Ategua. A su vez, aparecen otros elementos claramente relacionados con el comercio, caso de los conjuntos de ponderales detectados en varias de estas estelas más meridionales. Por último, ya en un momento coetáneo con la colonización oriental, las estelas se extienden hasta el mismo foco tartésico, si bien su perduración no parece que vaya más allá de principios del siglo VII en esta zona, mientras que es posible que aún mantengan su vigor durante al menos un siglo más en las zonas del interior, donde se mantendría un sistema social diferente al que ya regiría en el núcleo tartésico.

Las estelas del sudoeste corroboran, pues, esos contactos previos con el Mediterráneo oriental, en un primer momento a través del interior peninsular, aunque pronto sería la zona tartésica la que protagonizaría estos contactos. La decadencia de estos monumentos significaría un cambio brusco no sólo en la escenificación de las jefaturas de estos territorios del interior, sino también en la organización social, ahora alentada definitivamente por la cultura tartésica. Así, un elemento de enorme importancia como es el antropomorfo tocado con cuernos, sólo presente en las estelas más complejas, parece conducirnos a representaciones inspiradas en divinidades de origen oriental, lo que podría significar que hay una divinización de los personajes grabados.

Fig 5 Evolución formal de las estelas tartésicas En definitiva la aparición - фото 6

Fig. 5. Evolución formal de las estelas tartésicas.

En definitiva, la aparición en los últimos años de nuevas estelas en zonas del interior nos permite unir territorios que antes se dibujaban aislados, mientras que otros ejemplares como los recientemente hallados en Castrelo do Val (Orense) o Montalegre (Vila Real, Portugal), en el límite fronterizo con Orense, nos obligan a ampliar hacia toda la fachada occidental la zona donde se desarrolló el fenómeno de las estelas, pues rebasa con creces el área geográfica hasta ahora establecido y que se ceñía al cuadrante sudoccidental de la península Ibérica. Además, disponemos de un dato irrefutable para entender el origen y la evolución tipológica de las estelas, y es que entre los valles del Tajo y el Duero sólo existen «estelas básicas», es decir, sin la figura del guerrero, aunque algunas ya muestran algún elemento de importación como el carro, el espejo o el peine de marfil. Por otra parte, las estelas más conocidas por su número y complejidad compositiva son las que aparecen en el entorno del Guadiana, en concreto entre las comarcas de La Serena extremeña, los Pedroches cordobeses y la zona occidental de La Mancha, donde se han encontrado más del 50 por 100 de las estelas conocidas; una extensa área de enorme interés geográfico que domina el eje de comunicación sur-norte (Guadalquivir-Guadiana-Tajo) que tanta repercusión tuvo en el inicio del periodo tartésico y que justificaría la aparición de los primeros yacimientos tartésicos de la periferia, donde destaca especialmente Medellín, pero también otros sitios que jalonan tanto el Guadiana como el curso medio del Tajo. Estas estelas ya incorporan la figura del guerrero con las armas y los objetos de adorno que las caracterizan, mientras que pierde protagonismo el escudo, un auténtico símbolo gentilicio de las comunidades representadas en las estelas más antiguas, en favor de nuevos elementos de clara raigambre mediterránea que proceden del comercio cada vez más intenso con el foco tartésico. Además, la aparición de estelas con figuras femeninas o diademadas, ya sea de forma individualizada o compartiendo escena con el guerrero, la introducción de los cascos de cuernos en las estelas más meridionales, la atención a los objetos de claro significado económico como los ponderales o la profusión de escenas de caza o de rituales funerarios, suponen un giro revelador en el simbolismo de las estelas, ya muy alejadas de su significado e incluso de su función original.

Las primeras estelas, en forma de losa, debieron surgir en torno al siglo X a.C., manteniéndose su composición básica y su distribución geográfica por el interior de Portugal y norte de Extremadura hasta al menos el siglo VIII a.C. aproximadamente. Tras la colonización fenicia y el impacto que supuso para las estructuras socioeconómicas del sudoeste, las estelas alteraron significativamente su composición escénica, primero introduciendo la figura del guerrero, que se convierte en el protagonista absoluto de la composición decorativa, y, paulatinamente, añadiendo elementos exógenos de gran valor simbólico y de prestigio social para las jefaturas de estos territorios periféricos, quienes jugarían un papel primordial en la colonización fenicia como parece avalar la distribución geográfica de las estelas que, en los últimos momentos de su existencia, hacia mediados del siglo VII a.C., se hacen presentes en el mismo valle del Guadalquivir, cuando se las puede denominar como tartésicas. No obstante, como se apuntaba anteriormente, es posible que el fenómeno continúe de forma puntual en algunas zonas del interior, tal vez incluso hasta mediados del siglo VI a.C., momento que coincidiría con la aparición de las estelas con inscripción que, a su vez, marcan el final del periodo tartésico (fig. 5).

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