La protohistoria en la península Ibérica

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La Protohistoria en la España prerromana es una visión actual del Bronce Final y la Edad del Hierro en la península Ibérica, que es el Far West del Viejo Continente como última tierra de Eurasia. El manual se estructura en seis capítulos, escritos por un grupo de investigadores de diferentes universidades e instituciones, que abordan todos los aspectos de las diversas culturas y pueblos que conforman el complejo mosaico de la Protohistoria en la península Ibérica, desde los hallazgos arqueológicos más recientes a las últimas investigaciones sobre tecnología, economía, sociedad, religión, ideología, lingüística, tradiciones orales reflejadas en la iconografía y paleogenética. Todos los capítulos arrancan con un panorama general del Bronce Final de los respectivos territorios, que se estudian desde una perspectiva geocultural, es decir, analizando los elementos culturales comunes, pero incidiendo también en las peculiaridades de cada uno de ellos. En definitiva, se ilustra cómo procesos históricos y mitos actuales sobre nuestra complejidad cultural hunden sus raíces en estos lejanos tiempos.

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III. La llegada de los fenicios a la península Ibérica

Por lo general, Tarteso se ha entendido como una cultura indígena influida y transformada por la presencia de los fenicios, quienes inmediatamente crearían una corriente orientalizante en las formas de vida de las comunidades que habitaban el sudoeste peninsular. Estos indígenas del sur peninsular estaban imbuidos por la cultura atlántica, lo que significa que con la llegada de los fenicios el choque de mentalidades debió ser drástico, pues se enfrentaban dos concepciones del mundo muy diferentes. No hay duda de que la aventura iniciada por los fenicios tenía un alto componente económico, pero ¿qué les impulsó a recorrer todo el Mediterráneo para no sólo abastecerse de los productos de los que eran deficitarios, sino para instalarse en colonias que suponía, a la larga, desconectarse de sus lugares de origen? El establecimiento en tierras tan alejadas física y culturalmente de sus metrópolis obedeció también a componentes políticos y sociales que de otro modo no entenderíamos; como tampoco comprenderíamos la rápida adaptación de los fenicios al medio, la decisiva implicación en la dinámica indígena o la hibridación que se produjo con los indígenas en un corto espacio de tiempo y que, a la postre, configuró Tarteso. Debemos reparar pues, y aunque sea brevemente, en cuál era el panorama del Próximo Oriente antes de la colonización fenicia y cuáles fueron las causas que la propiciaron.

Una vez finalizada la Guerra de Troya, hacia el 1200 a.C., se produjeron profundas modificaciones en buena parte del Próximo Oriente, sobre todo en el levante, que repercutieron en todo el Mediterráneo. Mientras los dorios propiciaban la caída de Micenas y acababan con su dominio comercial, los continuos y contundentes ataques de los Pueblos del Mar lograron terminar con el poderoso Imperio hitita y destruir Ugarit, la ciudad-estado más importante del Mediterráneo oriental. A pesar de ello, las otras ciudades de la franja levantina, la denominada franja siriopalestina y conocida por los griegos como Fenicia, parece que resistieron la invasión o al menos no fueron objetivo de los conquistadores, probablemente por hallarse bajo la protección del poderoso Imperio asirio, lo que sin duda debió persuadir a los conquistadores. Algunos de estos Pueblos del Mar optaron por asentarse en la franja conquistada, como los arameos, otros prosiguieron sus razias hasta hacer tambalear el Imperio egipcio, aunque finalmente fueron rechazados, propiciando su dispersión por buena parte del Mediterráneo. Es el inicio de lo que conocemos como Época Oscura, una etapa de más de trescientos años que aún resulta complicado reconstruir históricamente. Así, no será hasta los inicios del siglo IX a.C. cuando volvamos a tener noticias fehacientes de la zona gracias a la documentación que conocemos del reinado de Asurbanipal II, por lo tanto, en los momentos previos a la colonización fenicia del Mediterráneo. Pero también disponemos de noticias a través de la Biblia, fechadas hacia mediados del siglo X, donde se nos habla de Hiram I de Tiro y de su contemporáneo el rey Salomón de Israel, quienes parece que compartieron intereses comerciales; el primero aportando mano de obra y madera de cedro procedente de los famosos bosques del Líbano para la construcción del templo de Jerusalén, mientras que los israelíes se ocuparían de abastecer de cereales a los tirios. Los fenicios, que seguían bajo la tutela de los asirios, tenían necesidad de acrecentar sus transacciones comerciales con otros reinos de la zona para aumentar sus beneficios para así contribuir a las arcas asirias, necesitadas de ingentes fondos para construir sus nuevas y opulentas ciudades, mantener la maquinaria de guerra y salvaguardar así su propia soberanía.

Cada ciudad fenicia era independiente, lo que favorecía su control por parte de los asirios, y aunque compartían una misma lengua y una estructura política similar, las ciudades fenicias tenían sus propios dioses y explotaban sus correspondientes rutas comerciales. Y en este sentido, fue Tiro la que desplegó una política sistemática de fundaciones de colonias por el Mediterráneo aprovechando el vacío que habían dejado Micenas y Ugarit. Por ello, es posible que Tiro se beneficiara de las rutas ya trazadas por los micénicos, que abarcaban al menos todo el Mediterráneo central, y que los fenicios fueron consolidando y ampliando a partir del siglo IX a.C. (fig. 6).

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Fig. 6. El Mediterráneo en tiempos de la colonización fenicia.

Por lo tanto, la apertura de rutas comerciales de la mano de los fenicios comenzó hacia el siglo X a.C., primero hacia los puertos del mar Rojo e, inmediatamente después, hacia Chipre, Creta, Rodas y Eubea, donde algunos investigadores creen que surgió el alfabeto griego bajo la influencia del fenicio. Pero estas rutas comerciales nunca estuvieron orientadas a la colonización de los lugares visitados, una circunstancia que sólo se produjo años más tarde, hacia mediados del siglo IX, en la propia Chipre, siendo Kitión el primer emplazamiento que se considera como una auténtica colonia fenicia, en concreto de origen tirio, gracias al interés que despertaría tanto la abundancia de cobre de la isla como su posición estratégica en el Mediterráneo, una puerta ineludible hacia las islas del Mediterráneo central. Quizá, aunque es un tema de debate intenso, esta sea la justificación de la temprana presencia de los objetos chipriotas aparecidos en la península Ibérica, que no serían sino una consecuencia de los tanteos comerciales fenicios en nuestra península a través del interior. Sea como fuere, lo cierto es que a finales del siglo IX los fenicios se instalaron en Nora, al sudeste de Cerdeña, para poco después fundar la que sería su colonia más importante, Sulci. Pero probablemente anteriores son las fundaciones coloniales fenicias del Extremo Occidente, donde destacan especialmente Útica, Cartago y Gadir, gracias, en gran medida, a la navegación de cabotaje por el norte de África, más fácil que atravesar el Mediterráneo hasta recalar en los puertos del Mediterráneo central, donde hasta mediados del siglo VIII no se documentan colonias significativas como Mothia, en Sicilia, o Malta. Una vez consolidadas las colonias del Mediterráneo occidental, hacia principios del siglo VIII a.C., los fenicios afianzaron su presencia colonial al otro lado del estrecho de Gibraltar, aunque hoy sabemos que ya mantuvieron intensos contactos previos con esas zonas, fundando así Mogador, en Marruecos u Olissipo en la actual Lisboa. Reseñar en este sentido que estas fundaciones coinciden en el tiempo con la toma por parte de Senaquerib de las ciudades-estado fenicias, además de otras zonas del área sirio-palestina, como Babilonia o el propio Egipto, donde consigue conquistar su capital de entonces, Menfis. Por consiguiente, la intensificación de las fundaciones coloniales tenía como objetivo aportar la obligada tributación al imperio, pero también debió suponer una emigración masiva de gentes procedentes del Próximo Oriente hacia otros puntos del Mediterráneo para sacudirse el dominio asirio; de hecho, conocemos el exilio del propio rey de Tiro, Luli, y de toda su corte gracias a los relieves del palacio de Nínive, lo que a la vez hace pensar en que se trataría de una emigración dirigida por la nobleza tiria, capacitada e interesada en reproducir sus propias reglas y organización sociopolítica en las colonias levantadas.

El primer contacto de los fenicios con las comunidades indígenas parece que se limitó a intercambios comerciales que algunos han calificado como desiguales, aunque es difícil ponderar este asunto por cuanto no sabemos la capacidad de excedentes que manejaban los indígenas ni el esfuerzo económico que tuvieron que hacer los fenicios hasta fondear en los puertos del Extremo Occidente. Una vez regulado ese comercio, los fenicios procedieron a levantar pequeños templos y factorías en islas o pequeñas penínsulas junto al continente que servirían como referente en sus sucesivos viajes y como lugar de encuentro para los intercambios comerciales. Algunos de estos pequeños enclaves se convertirían a partir del siglo VIII en auténticas colonias desde las que se desarrollaría una política tendente a ocupar los territorios circundantes para asegurarse un área agrícola suficiente como para poder abastecerse de alimentos. El siguiente paso consistió en levantar ciudades amuralladas con templos, palacios y santuarios extraurbanos que servirían para marcar un territorio en el que ya estarían integrados los indígenas de la zona. El desarrollo urbano de estos lugares se completó con la construcción de puertos y caminos que favorecieran el transporte desde los lugares donde captaban las materias primas que necesitaban para su explotación comercial, por lo general ubicados en el interior. También se han podido documentar arqueológicamente zonas industriales de importancia, donde los alfares debieron jugar un papel significativo a tenor del elenco cerámico de tradición fenicia hallado en todo el sur peninsular; pero no menos importantes serían los talleres de orfebres, ebanistas, broncistas, etcétera.

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