Las excavaciones de Bonsor en necrópolis tartésicas como Alcantarilla, Bencarrón, Acebuchal o la Cruz del Negro, además de la de Setefilla, supusieron un paso de gigante en la arqueología protohistórica del sur peninsular, en aquellos años muy influenciada por el dominio céltico gracias a las menciones de Plinio en su Historia Natural, y según la cual estos habrían invadido todo el sur peninsular coincidiendo con la conquista púnica, por lo que el arqueólogo británico adjudicó los enterramientos a elementos celtopúnicos, sin reconocer un sustrato indígena propio de la zona. Bonsor se adentró muy pronto en la búsqueda de la ciudad de Tarteso, elaborando mapas y realizando intensas prospecciones en la costa onubense siguiendo para ello el Periplo de Avieno, lo que le llevó a centrar sus investigaciones en el parque de Doñana, donde años más tarde realizaría excavaciones en el Cerro del Trigo, junto a A. Schulten, y cuyos resultados fueron negativos.
La entrada de Schulten en el panorama arqueológico del sur peninsular tenía también como objetivo la búsqueda de la ciudad, lo que llegó a convertirse en una auténtica obsesión. El filólogo alemán, también guiado por el Periplo de Avieno, defendía sin paliativos el origen griego e indoeuropeo de Tarteso, despreciando cualquier influencia fenicia. Así, con la financiación del káiser alemán Guillermo II y el libro de Avieno como guía, emprendió una búsqueda desesperada de la ciudad de Tarteso, pero con el inconveniente de carecer de conocimientos arqueológicos que le permitieran emprender excavaciones en los lugares que él creía más idóneos, por lo que tuvo que contar con la participación del propio Bonsor, a quien terminó por relegar de la investigación. Su contrariedad ante la imposibilidad de encontrar la ciudad le condujo a esbozar algunas ideas que han hecho mucho daño a la arqueología española y que, por el contrario, han servido para alentar la fábula de muchos aficionados; en concreto, y apoyándose en los Diálogos de Kritias y Timeo de Platón, lanzó la hipótesis de que Tarteso se debía identificar con la ciudad perdida de la Atlántida, todo un despropósito que aún hoy en día tiene seguidores fuera del ámbito científico.
En paralelo a estos trabajos, el ingeniero y geólogo Juan Gavala, realizó a finales de los años veinte del pasado siglo una intenso estudio sobre Doñana; la conclusión a la que llegó fue que había que descartar cualquier tipo de ocupación en época tartésica de la zona que ocupaba la desembocadura del Guadalquivir, donde se habría formado un gran estuario comunicado con el denominado Golfo Tartésico. Con el paso del tiempo, y siempre según Gavala, el golfo se habría ido rellenando por los sedimentos del Guadalquivir, formándose un cordón de dunas y flechas litorales que los romanos denominaron lago Ligustino, hoy ocupado por el actual parque de Doñana. No obstante, esta teoría, que aún se mantiene prácticamente inalterable entre los arqueólogos, está siendo revisada por los geomorfólogos toda vez que Gavala no pudo tener en cuenta ni las fluctuaciones climáticas del Holoceno ni la teoría de la Tectónica de Placas, surgida a comienzo de los años sesenta del pasado siglo. Según estas nuevas revisiones, se ha llegado a la conclusión de que sí fue posible que hubiera existido ocupación humana en Doñana en época tartésica, si bien en las zonas más elevadas. No obstante, los trabajos arqueológicos allí realizados en los últimos años solo han detectado ocupación humana en la Edad del Bronce y en época romana, si bien yacimientos como La Algaida abren la posibilidad de que existieran otros asentamientos tartésicos junto a la costa que complementarían los ya conocidos, donde destaca especialmente el de Mesas de Asta, elevado sobre la marisma actual y sobre el que nos detendremos más adelante.
La búsqueda de la ciudad de Tarteso no cesó hasta mediados de los años cincuenta del siglo XX, cuando Maluquer de Motes lo concibe como una cultura indígena enriquecida gracias a las aportaciones mediterráneas, principalmente griegas y, más concretamente, chipriotas. A partir de ese momento, los investigadores, sin dejar de lado las fuentes grecolatinas, comienzan a mirar a la arqueología como la disciplina capaz de despejar las incógnitas de una cultura que, paulatinamente, empieza a aportar algunas piezas para entender su estructura; de hecho, algunos objetos comienzan a ser adscritos a Tarteso, introduciéndose el término «orientalizante» para clasificarlas, un avance significativo que debemos a los trabajos de Blanco Freijeiro y García y Bellido. Pero el paso más significativo se produjo en 1958 con la aparición del tesoro de El Carambolo y las posteriores excavaciones en el cerro perteneciente a la ciudad de Camas, junto a Sevilla, de la mano de Juan de Mata Carriazo. Las evidencias constructivas exhumadas fueron interpretadas como fondos de cabañas del Bronce Final, mientras que los objetos documentados en las excavaciones dieron una dimensión material a Tarteso. Entre estos materiales destacan especialmente los vasos pintados con motivos geométricos que pasaron a denominarse «tipo Carambolo» y que aún hoy en día siguen siendo un referente de la cultura material tartésica y una guía para identificar sus yacimientos.
Tras el hallazgo de El Carambolo y la adscripción de otros descubrimientos a la cultura tartésica, se comenzó a configurar una base crítica sobre la formación de su cultura que ahora basculaba claramente hacia la arqueología, mientras que las fuentes escritas pasaron a segundo plano por la confusión que generaban. En este sentido, es fundamental el Simposio Internacional de Prehistoria Peninsular que Maluquer de Motes organizó en Jerez de la Frontera en 1968 bajo el título «Tarteso y sus problemas», donde se sentaron las bases para caracterizar la cultura tartésica. Es a partir de este momento cuando se comienzan a realizar un importante número de intervenciones arqueológicas en Andalucía que dieron como resultado un amplio conocimiento tanto de la colonización fenicia como del mundo indígena del sudoeste peninsular. Y ante la variedad de objetos que se recuperaban, ya fueran cerámicas, bronces, marfiles u objetos de orfebrería, se optó por el término «orientalizante» para definirlo ante las prevenciones que aún existían para decantarse por el término tartésico; de esta forma, y en muchos casos hasta nuestros días, el orientalizante se sigue utilizando como sinónimo de tartésico, lo que no deja de ser un error como se argumentará más adelante.
Por lo tanto, es a partir de los años setenta del pasado siglo, y especialmente en la década posterior, cuando comienza a sistematizarse la cultura tartésica a través de los objetos que la caracterizan, destacando las clasificaciones de sus cerámicas por parte de Ruiz Mata, o de sus bronces y otros objetos de prestigio de la mano de Blanco Freijeiro, García y Bellido o Blázquez; pero también de sus rituales funerarios gracias a las excavaciones en La Joya de Huelva, a las que se unen ahora las estudiadas por Bonsor en la zona de Carmona, ya consideradas como genuinamente tartésicas. Muy pronto, se implanta en la arqueología tartésica el determinismo tecnológico derivado del materialismo histórico, cuyo objetivo es justificar el cambio cultural de la sociedad que se estudia; de esta forma, surgen los trabajos de Aubet, quien a través de las excavaciones y análisis estratigráfico de los yacimientos hasta ese momento conocidos, logra exponer una nueva línea de trabajo que trata de dar explicación a la economía y a la estratificación social de la sociedad tartésica. Además, introduce el término «aculturación», con el que quiere justificar la influencia fenicia en las sociedades indígenas, mientras que emplea el término «orientalizante» para describir las manifestaciones culturales que solo afectarían a las clases dirigentes indígenas. Tarteso pasa a concebirse ahora en una sociedad protourbana de base aristocrática que estaba relativamente preparada para asumir la colonización fenicia.
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