Que la pobreza, fruto de una encarnación radical, sea la primera categoría queda confirmado por una frase emblemática de la teología cristiana: Et Verbum caro factum est (Jn 1,14). El Prólogo joánico no afirma, como sí hace el Símbolo de la fe, que el Verbo de Dios se hizo «hombre» (homo), sino que habla de «carne» (caro). La humanidad del Verbo encarnado es lo propio de la humanidad sufriente, débil, sometida al dolor y a la prueba, al rechazo y al desprecio, una humanidad descartada que se alinea con los descartados de este mundo. Por eso podemos decir, con el papa Francisco, que los pobres son «la carne sufriente de Cristo en el pueblo» (EG 24), carne que debe ser tocada, reverenciada y amada. Jesús, abajándose, asumió la carne de los más pequeños. Su «humanización» fue una «encarnación» –se hizo hombre haciéndose carne–, y su vida estuvo tan cerca de los pobres que se identificó con ellos (cf. Mt 25,40).
Pero si la salvación se hizo realidad por el camino histórico de la encarnación de Jesús y si el abajamiento fue la manera en la que el Cristo se encarnó, me pregunto si podemos hacer una interpretación extensiva del aforismo de Tertuliano: Caro salutis est cardo 24. La carne de Cristo fue el instrumento concreto de salvación, en la medida en la que esta no vino por una idea trascendental o por una enseñanza arcana, sino por una persona concreta, Jesús de Nazaret, hijo de María, que sufrió el suplicio de la cruz y resucitó por obra del Espíritu poderoso de Dios (cf. Rom 1,4). Pues bien, los pobres, que son la carne sufriente de Cristo, también participan de su carne salvadora y, por tanto, aunque no son los sujetos de la salvación, sí pueden ser sus instrumentos. La salvación pasa por ellos, ya que son reflejo vivo de Cristo, el pobre, y de su carne sufriente y gloriosa. Los pobres hacen presente a Jesús 25, y, como se deduce de Mt 25,40, son criterio de verdad.
Parece, pues, que hay razones teológicas y escriturísticas suficientes para considerar a los pobres un «lugar teológico» e incluirlos, como categoría teológica, en la serie de ámbitos de la fe cristiana que son fuente de conocimiento, aquellos ámbitos que la reflexión teológica debe tener en cuenta cuando trata las verdades de la fe. Según Melchor Cano, el primer lugar teológico es la autoridad de las Escrituras, y el último es la realidad histórica concreta 26. Los pobres, no obstante, forman parte inalienable de la historia y solo son excluidos de esta cuando se niega que son sus protagonistas. Los pobres forman parte integrante y primera de la realidad histórica, tal como se deduce del anuncio profético de Jesús: «Pobres tendréis siempre con vosotros» (Mc 14,7 y par.). Además, los pobres forman parte de la confesión de fe en Jesús, Hijo de Dios y pobre entre los pobres. Por consiguiente, en este momento eclesial que podríamos calificar de segundo posconcilio, no se puede hacer teología al margen de los pobres como destinatarios preferentes del Evangelio y sujetos activos de la realidad histórica. Ellos, los pobres, tienen «nombres y apellidos, espíritus y rostros» 27.
Podríamos apuntar algunas consecuencias teológicas y pastorales de lo que se ha dicho hasta aquí a la luz de las propuestas del papa Francisco. En primer lugar, el carácter universal y, por tanto, inclusivo de la salvación de Dios se aplica de manera preferente a los excluidos y a los descartados de la historia, a quienes no cuentan para nada y caen en el olvido. La justicia salvadora de Dios se manifiesta sobre todo en quienes necesitan su amparo: «El Señor defenderá al humilde, llevará la causa de los pobres» (Sal 140,13). El compromiso divino se mantendrá. Pero hace falta un compromiso humano que lo recoja y lo plasme: hay que defender «al débil y al huérfano» y hacer justicia «al humilde y al pobre» (Sal 82,3).
La centralidad del tema de los pobres en el pensamiento del papa invita a leer la historia de la salvación en categorías menos genéricas y más concretas: Dios se fija en los más pequeños, los elige y los salva, de acuerdo con la teología que hay detrás del Magnificat, pieza clave del mensaje cristiano (Lc 1,46-55). Así lo recalca la carta de Santiago: «¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que le aman?» (2,5). El designio salvador de Dios pasa por los pobres. La luz de la salvación empieza por ellos, los periféricos, y por ellos se extiende a los demás. La opción preferente por los pobres tiene una raíz teologal.
En segundo lugar, la sensibilidad hacia los pobres –no abandonarles (Is 58,7)– impregna la Ley y los Profetas, y queda asociada al Ungido del Señor, su Mesías. Su misión, respaldada por el Espíritu, tiene como primera finalidad «anunciar la buena nueva a los pobres» (Is 61,1). Jesús utilizó este texto, único en el Primer Testamento, para interpretar su misión mesiánica. En efecto, cuando los enviados por Juan le preguntan a Jesús si es el Mesías o no, él contesta con una retahíla de acciones salvadoras que se resumen en la última: «Se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Mt 11,5 par.; Lc 7,22). Esta frase es fundamental en la mesianidad de Jesús, como se puede apreciar en el episodio paradigmático de la sinagoga de Nazaret (Lc 4,18, donde se cita Is 61,1-2a).
Así pues, la mesianidad de Jesús es inseparable de los pobres y de los enfermos, de los niños y de los extranjeros, de los excluidos y de los marginados. Su condición de Mesías de los pobres constituye su ministerio y culmina con su definición final de Mesías sufriente. Su camino con los pobres termina en la cruz, que es signo de la máxima pobreza, del más absoluto desnudarse, el lugar en el que confluyen el camino de los pobres y el camino de Jesús. Él, Jesús, salva a los pobres y los pobres son salvados con él, como sucede con el ladrón condenado a muerte al que Jesús garantiza el paraíso. Jesús es, pues, «instrumento de propiciación» (Rom 3,25), el «mediador de una nueva alianza» (Heb 12,24), quien salva «a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Y, en este pueblo, los pobres ocupan el lugar central. Como consecuencia, como dice el papa, «estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos» (EG 198). Escribe Andrea Riccardi: «Quien encuentra al pobre encuentra al mismo Cristo. Esta es la raíz de aquel humanismo espiritual que crece con la oración y, al mismo tiempo, con el amor a los pobres» 28.
En tercer lugar, la salvación de Dios pasa a través de los pobres, sus vidas rezuman el Evangelio de Jesús hasta el punto de que son nuestros evangelizadores. Pero el papa Francisco va más allá y habla de «reconocer la fuerza salvífica» de su existencia (EG 198). Los pobres son actores, con Jesús, de la salvación de Dios, ya que su vida contiene tantas semillas de paz, de paciencia, de alegría, de fortaleza en la adversidad, de esperanza, de generosidad, de solidaridad, que pueden considerarse portadores de una buena noticia, la que Jesús comunica como Evangelio del Reino. Por eso el papa invita a poner las vidas de los pobres «en el centro del camino de la Iglesia» (EG 198). En este momento de la historia, entre la crisis y las oportunidades, entre las dificultades y las indecisiones del presente y el futuro que empieza a adivinarse, la Iglesia debe saber discernir su hora y emprender un camino de conversión misionera en el que los pobres tengan un papel nuclear 29. El encuentro con los pobres no es una estrategia, es una realidad teologal y cristológica que la Iglesia debe vivir con aquella fuerza que aparece en los evangelios y que la visión del papa Francisco, sobre todo en Evangelii gaudium, ha puesto como objetivo común. Haciendo una paráfrasis de las conocidas palabras de Benedicto XVI al inicio de su encíclica Deus caritas est, sobre el cristianismo como «encuentro con una Persona», se podría afirmar que el cristianismo es un encuentro con Dios, con su Cristo, con el Espíritu, en la persona de los pobres, los amigos de Dios.
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