Los varéniques de Peumayén allanaron el camino para que el hotel se hiciera conocido y el sueño de Liliana y Tito creciera. La ruta 33, que pasa a doscientos metros del hotel, fue una vidriera por la cual el salón comedor tuvo vida propia. “La gente nos acompañó siempre, el hotel también nació por necesidad, porque acá se hace la Fiesta de la Carbonada y los músicos no tenían dónde dormir”. Tito, que ha recorrido el mundo en auto y sabe mucho de caminos, pero más de la importancia de un hospedaje cuando uno está viajando y debe parar a descansar, comprendió que era el momento de apostar por el hotel. “Al principio nos trataron de locos, pero siempre, cuando tenés una idea de estas en un pueblo, es igual. Después las cosas cambiaron”. Tito es todo un personaje en el sudoeste de la provincia. Espartillar pronto tuvo un cambio favorable: las familias, al conocer que había un lugar donde hospedarse, comenzaron a regresar al pueblo a visitar parientes.
El hotel rutero, que está a pocos kilómetros de Pigüé, con su prestigioso comedor, que huele a sabores alemanes y a esencias truferas, invita a recorrer el pueblo, buscando la típica plaza donde se desarrolla la vida social, el almacén, la carnicería, el paso del tren de carga, la panadería donde elaboran la galleta y el silencio propio de estas localidades olvidadas en el mapa.
“Para el pueblo fue un servicio muy importante: muchos vuelven a visitar a sus familiares porque está el hotel. A nosotros nos gusta porque nos llenan de recuerdos. Gente que hacía mucho que no veíamos, volvió. El hotel reunió, fue un encuentro, promovió eso”, cuenta Tito, dando una lección de cómo el trabajo se puede generar desde el propio pueblo para la comunidad. La comida hizo lo suyo. El sabor aquerenció y, como una máquina del tiempo, trasladó a los comensales a los años en que las familias cocinaban por horas y los encuentros formaban recuerdos que luego duraban toda la vida.
“Consejo: todo el que tenga un proyecto, que lo haga; si no, siempre va a estar con la duda; después si sale bien o mal, es otro tema. Gente vive en todo el mundo y en todo el mundo se mueve, come y duerme”, alecciona Tito. Su ladera, Liliana, asegura: “Que sean locos como nosotros y que se arriesguen. Te podés caer, pero también te podés levantar”.
En el pueblo existe un tesoro: el mayor campo trufero del país. ¿Qué es la trufa? Es un hongo, el Tuber melanosporum , conocido como el diamante negro de la gastronomía. Exclusivo y de sabor indescriptible. De mayo a septiembre se cosechan las trufas y Peumayén ofrece platos trufados. También es posible visitar el campo y salir a la caza de las trufas, que crecen bajo tierra y solo perros entrenados pueden captar su aroma. Una aventura genial. + info:@trufasar / www.trufasdelnuevomundo.com
Una de las manifestaciones más extrañas y bellas de la naturaleza sucede en la orilla del lago Epecuén, en Carhué. Con las primeras heladas, el sulfato de sodio (presente en la composición del agua) se concentra y se cristaliza, produciéndose un manto blanco de pequeños cristales salados, similar a la nieve. La postal es surrealista. A 15 minutos de la localidad están las ruinas de la villa turística Epecuén, que en 1985 quedó bajo las hipersalinas aguas del lago. Con los años, se retiraron y dejaron al descubierto las ruinas cenicientas de la ciudadela. Es uno de los puntos más sorprendentes del país. + info:Carhué está a 30 kilómetros de Espartillar.
WeimannHaus,
protege los sabores del Volga
Coronel Suárez recibió un impulso extra que le facilitó ser hoy uno de los distritos productivos más importantes de la provincia de Buenos Aires. Eduardo Casey, el fundador del distrito, les ofreció tierras a los alemanes del Volga que venían escapando del Imperio ruso, fue así como se afincaron aquí y crearon tres colonias agrícolas: Santa Trinidad, San José y Santa María. Los alemanes le dieron a Coronel Suárez orden, limpieza y trabajo, pilares que se asentaron en la fe y en la conservación de sus costumbres. Construyendo sus casas con piedras, de la nada, forjaron pueblos; arando la tierra, hallaron sustento y sobre el horizonte curtido, las familias se fueron desarrollando y creciendo. Un descendiente de aquellos alemanes hoy ha repetido la epopeya: Javier Graff, quien entiende perfectamente que la cocina es el medio ideal para materializar las tradiciones. Él mismo restauró una antigua casa en el pueblo Santa María. Le costó dos años. Ladrillo sobre ladrillo, con sus manos, una carretilla y un puñado de herramientas, transformó una casona en ruinas en uno de los más concurridos y sofisticados restaurantes de comida alemana del país. Cocinero y obrero, el esfuerzo rindió frutos. Su cocina es sencilla: recuerda las recetas de su abuela, y las hace con el mismo amor y respeto por los procedimientos, usando materia prima de gran calidad, en gran parte local. La cocina alemana es generosa, potente y con sabores muy definidos; hija de la necesidad, usa elementos simples, productos del territorio, que necesitan manos nobles. Uniendo todo esto, nació WeimannHaus, un restaurante que devolvió a estas colonias alemanas los platos que comían sus abuelos.
Javier Graff nació en Santa María, o la “colonia tres”, como la llaman; es la más alejada de la ciudad cabecera y donde las raíces germanas se conservan con más pureza. Fue la última que fundaron los alemanes, y en un principio se llamó “Kamika”, en recuerdo del lugar desde donde habían venido. Su capacidad de trabajo es infinita, como interminables son sus cualidades. Comenzó de abajo, trabajó en los mejores hoteles y restaurantes de la Ciudad de Buenos Aires, siempre enfocándose en la cocina. Pero su curiosidad por conocer los secretos del trabajo lo llevó a ser aprendiz de todo: fue camarero, supervisor, personal de limpieza y llegó a hacer las camas del hotel Sofitel. Este aprendizaje le dio una idea global y le amplió el horizonte.
WeimannHaus es el centro de la movida gastronómica en Santa María, el lugar ha ganado prestigio a nivel nacional. Los clientes recorren enormes distancias solo para probar un plato de wickel nudel . Saben que Javier forma parte de una corriente en la cocina que hoy es minoritaria y que se distingue por servir platos abundantes. “Veo dos corrientes, la gourmet, que es discriminativa y ficticia, que te hace comer en lugares sin alma donde abundan los chefs, y el chef es un puesto que se gana. Es todo una cuestión comercial, de imagen. Uno se siente incómodo en un lugar así. Y la otra corriente es más popular, la que hacemos nosotros”. Acá se viene a comer, cualquier lugar para la mezquindad, queda afuera.
Sobria y muy bien restaurada, la casona tiene una galería que contiene un patio, en cuyo centro se destaca una fuente. La tradición alemana domina el lugar. Javier se encarga de gran parte de las actividades. “Acá hago las recetas de los abuelos, la cocina tradicional tiene que ver con nuestros orígenes, con nuestra cultura. No perder los valores que uno tiene. Nosotros no tenemos cuscús o caviar, tenemos nuestra comida alemana. Preservar esas recetas sirve para entender y comprender quiénes somos, y somos lo que comemos”, reflexiona. Maultasche , kartoffel und klees y apfelstrudel son algunos de los platos que están en el menú.
Los ejes de la comida alemana son la pasta, la papa, la harina y la carne de cerdo. Comer para el alemán es una fiesta que podría durar días. La familia entera se unía alrededor de la mesa, Javier lo recuerda: “En casa nos encontrábamos en mesas grandes, se reunía toda la familia, cada cual traía un plato de carne, otro de pasta, el chucrut. El postre, nosotros tenemos uno que se hace con las costras de pan seco que quedan, se humedecen en leche y se les agrega azúcar, y esto va al horno. Son comidas simples las que come el pueblo, muy calóricas”. Uno de los platos que más le piden es el wickel nudel : se trata de un espiral de masa acompañada de carne, papas y salsa. El resultado es delicioso, el sabor penetra en el rincón del corazón que acuna los sentimientos relacionados con los momentos inolvidables.
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