Pilar inicia entonces una época unida a aquellas mujeres que pasaban el día entero sin nada que hacer, sin poder leer ni escribir y cada una con sus recuerdos de una guerra perdida. Pero a pesar de esa pérdida terrible, en Pilar continuaba firme el espíritu con el que había luchado. Es decir, que se seguía considerando una combatiente de aquello por lo que había sufrido su país. Y a falta de otra actividad, se pasaban el día hablando. También riñendo, porque había momentos en los que en ese estado de nulidad se riñe con la vecina por cualquier cosa.
Un día alguien les dijo que aquellos soldados que se paseaban por la cárcel haciendo la guardia habían sido prisioneros de los franquistas cuando se acabó la guerra porque pertenecían a un batallón disciplinario. Así que aquellas mujeres pensaron que esos soldados eran de los suyos y que podían hablar con ellos. Fue, claro está, una idea que se les ocurrió a Pilar y a Carmen Díaz, una compañera de Sevilla a la que fusilaron después. Sus compañeras de celda, asustadas, las tildaron de locas e intentaron disuadirlas. Pero las dos estaban muy decididas a llevar la idea a la práctica. Colocaron los petates uno encima de otro y se subieron a ellos hasta llegar a la ventana. Y, medio asomadas a esas ventanas, comenzaron a llamar a gritos a los guardias. Pero estos se hacían los distraídos. Uno pasaba, el otro giraba la cara y así todos. Hasta que pasó uno y se detuvo.
–Oye, ¿qué hay por la calle?
–Nada, no os preocupéis.
Entonces llegó otro soldado y entablaron una conversación. Ellas les contaron que eran muchas mujeres con niños y que el trato que recibían era muy malo. Al día siguiente volvieron a repetir la historia y cuando ya estaban subidas a los petates oyeron el runrún que producía la puerta de la celda al abrirse y apareció en ella una funcionaria a la que llamaban doña Manolita.
–Muy bonito. A ver, su nombre. No, el suyo, Pilar, ya lo sé, pero el de usted no.
–Soy Carmen Díaz.
–Muy bonito lo que han hecho ustedes. Mañana a las once de la mañana las quiero en mi despacho.
Aquella noche nadie pegó ojo. Aunque imprudentes, ni Pilar ni Carmen eran tontas y sabían que se habían jugado el pellejo y, lo que era casi peor, habían puesto en peligro a aquellos soldados, a los que podían juzgar y condenar por aquello. Ahora también comprendían que aquellos soldados tenían miedo, que obedecían una disciplina tremenda y que estaban siendo muy maltratados en el ejército. La madre de Pilar también estaba muy asustada y ella apenas podía consolarla. Se pasaron la noche mirando el reloj.
Al día siguiente a las once bajaron hasta el despacho de doña Manolita. Nada más llegar se dieron cuenta con horror de que aquel despacho daba justo debajo de su celda. Por tanto, estaba claro que doña Manolita lo había oído todo. Ella estaba de pie, muy seria, esperándolas.
–Ustedes ayer hicieron una barbaridad y no se dieron cuenta de que su celda está encima de este despacho. Han tenido la suerte de que yo estaba de servicio, porque si no esto se hubiera denunciado enseguida y los soldados hubieran ido a un juicio sumarísimo. Porque yo vi a los soldados y puedo enterarme de sus nombres.
Las dos se quedaron de una pieza pero doña Manolita no les dio tiempo a reaccionar.
–Que no se vuelva a repetir y esto se queda entre ustedes y yo. Pero ustedes me prometen que van a hablarlo con las compañeras suyas para que no salga de aquí.
El mal sabor de boca les duró varios días. Se rumoreaba que doña Manolita era una funcionaria de carrera y que durante la guerra había seguido siendo funcionaria de prisiones al servicio de la República. E incluso se decía que era de ideas republicanas. Desde luego se notaba que no era como la Zapatones. Y unos días más tarde Pilar tuvo constancia directa de que, efectivamente, doña Manolita había sido y era leal a la República. Fue un día en que la llamó y le preguntó:
–¿Usted tiene parientes en México?
–Pues no lo sé. Es posible que sí. Probablemente mi hermana, que salió de España, puede ser que esté en México pero no lo sé seguro, porque no he sabido nada de ella en todo este tiempo.
–Pues le voy a dar una cosa a usted pero tiene que prometerme que no se lo va a enseñar a nadie más que a su madre, porque esto se sale de mi servicio. Usted sabe que el correo está controlado por sor Pilar y me ha llamado la atención que en su mesa hubiese un sobre de avión. Así que lo he cogido cuando he comprobado que iba dirigido a ustedes, a su madre y a usted, y aquí está. ¿Me promete que esto se queda entre usted y yo?, porque yo a usted la tengo por una persona de bien y creo que me va a cumplir.
En el sobre figuraba el remite de su hermana. Así se enteró de que cuando Angelita se marchó de España pasó a Francia y de ahí a la Unión Soviética y luego a México, según contaba en la carta. Pues bien, una vez instalada en México se había preocupado de escribir a todas las cárceles de España preguntando por su madre y su hermana. Pilar le entregó la carta a su madre y lloraron juntas. En cuanto pudieron le contestaron contándole todos los avatares que habían pasado. Cuando mucho después su hermana volvió a escribirles, entonces ya les dieron la carta. Esta vez fue por medio del conducto oficial. La monja encargada del correo lo juntaba y con otra monja iban al patio y allí gritaban los nombres de las que tenían carta. Por aquel entonces a doña Manolita ya la habían expedientado. Como funcionaria de prisiones al servicio de la República le llegó el expediente de depuración. No supieron qué pasó con ella, simplemente desapareció y nunca la volvieron a ver ni supieron más de ella.
Pero antes de desaparecer, doña Manolita se acercaba de vez en cuando al grupo de Pilar y así supieron que antes de ser enviada a la cárcel de Valencia estuvo destinada en Madrid. Ella misma le contó a Pilar que estaba en la cárcel de las Ventas, en agosto de 1939, cuando se celebró el proceso de lo que se llamó las 13 rosas , aquellas trece chavalas de las Juventudes Socialistas Unificadas que, tras una pamplina de juicio, fueron fusiladas vilmente. Doña Manolita vivió todo el proceso y le contó a Pilar cómo la víspera de la ejecución las chicas fueron a la peluquería de la cárcel y pidieron a sus familias que les trajeran la mejor ropa que tenían porque querían estar bien arregladas.
III. LA MADAMA, TAMBIÉN EN LA CÁRCEL
Después de haber superado su enfermedad y ya sin su hija, poco a poco Pilar fue incorporándose a la vida cotidiana de la cárcel. Y fue ocupándose de cosas poco importantes pero que la entretuvieran para no pensar ni en su hija, ni en su marido, ni en la guerra perdida, ni en su familia dispersa. Algo había que hacer en aquella maldita cárcel durante las 24 horas del día para no enloquecer.
Una de esas distracciones eran los cigarrillos. Pilar era una fumadora empedernida y pronto se dio cuenta de que había varias formas de obtener cigarrillos. Pero también supo que era peligroso que las mujeres fumasen en la cárcel porque estaba estrictamente prohibido. Sin embargo, a los hombres se les permitía como un pasatiempo y sus familias les traían los cigarrillos en las visitas con toda naturalidad. En cambio, si a una mujer la pillaban fumando, la castigaban inmediatamente. Sin embargo, a pesar de los peligros, Pilar buscó enseguida formas de conseguir los escasos cigarrillos. Una de ellas era por medio de las prostitutas que entraban y salían de la cárcel continuamente. Una de aquellas mujeres con la que Pilar hizo alguna amistad solía estar una semana en la cárcel y a la semana siguiente salía. Luego, a las dos semanas, volvía a entrar y así siempre. Esta mujer entraba los cigarrillos a escondidas. Tan a escondidas que nunca nadie se los vio. La monja la desnudaba completamente y se lo registraba todo, pero jamás le pilló los cigarrillos. Pilar un día le preguntó asustada que dónde se los escondía, a lo que ella le contestó riendo.
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