Las reformas borbónicas repercutieron fuertemente en las colonias americanas. Desde la perspectiva de la educación superior, el hecho más significativo fue la expulsión de los jesuitas, en el año 1766. A inicios de abril de ese año, la Compañía de Jesús tuvo que cerrar sus numerosas casas y abandonar sus escuelas y universidades, varias de las cuales pasaron a depender del Estado. Por otra parte, las universidades restantes fueron intervenidas mediante una serie de medidas que aumentaron el control externo, así como la censura docente, lo que redujo la capacidad de autogobierno y provocó, en muchas instituciones, una pérdida de vitalidad intelectual. A su vez, esto redundó en menor prestigio y relevancia social (Tünnermann, 1991).
Por otra parte, a causa de restricciones económicas, durante el período borbónico las universidades pertenecientes a órdenes religiosas perdieron profesores de prestigio y experimentaron mermas en el número de estudiantes. Hasta el clero diocesano comenzó a preferir a las universidades reales para su formación académica, puesto que eran consideradas de mejor calidad. Por esta causa se vieron obligadas a ir cerrando sus puertas, al punto que, a inicios del siglo XIX, cuando comenzaron los movimientos independentistas latinoamericanos, casi todas ellas habían desaparecido (Tünnermann, 1996).
2. La etapa republicana hasta fines del siglo XIX
El ideario de muchos de los próceres de la independencia latinoamericana estaba fuertemente influido por ideas iluministas y por aquellas emanadas de la Revolución Francesa. En el campo de la educación, les resultaba atractivo el modelo francés de educación pública universal y gratuita, controlada por el Estado. La irradiación de estos principios fue tal que incluso influyeron en acuerdos de las Cortes de Cádiz, que contaban con un contingente significativo de representantes americanos (O’Phelan y Lomné, 2014). Posteriormente, algunos de ellos fueron grandes impulsores del modelo educativo francés en las nuevas repúblicas y promovieron las reformas consiguientes, incluyendo la adopción del “modelo napoleónico”, que aún perdura en las universidades de toda la región (Tünnermann, 1996).
Junto con perder su carácter de “reales”, la gran mayoría de las universidades de las nuevas repúblicas también dejaron de ser “pontificias”. En ellas las corrientes de pensamiento liberal y materialista prontamente multiplicaron sus adeptos, lo que se tradujo en un rápido incremento del número de catedráticos “librepensadores” y anticlericales, muchos de ellos miembros de una floreciente masonería. Paralelamente, en los ateneos fue disminuyendo la presencia de clérigos en cargos docentes y directivos. A consecuencia de estos factores, en el lapso de las tres décadas que siguieron a las proclamaciones de independencia, las universidades regentadas por los estados experimentaron una fuerte secularización. No obstante, dado que no existía separación Iglesia-Estado y la religión oficial era la católica, la mayoría conservó sus facultades de teología por un largo tiempo.
Algo similar aconteció en el ámbito de la actividad política. En pocos años, los partidarios del liberalismo, e incluso algunas corrientes de raíz jacobina, ganaron adherentes y se hicieron políticamente fuertes. Muchos de los tribunos que compartían esas ideologías consideraban que el clero y la religión católica eran un obstáculo para el progreso de los pueblos americanos y, por todos los medios, buscaron disminuir la presencia pública e influencia de la Iglesia Católica en la sociedad. Hacia mediados del siglo XIX este nuevo orden de cosas provocó grandes tensiones políticas. Uno de los temas más debatidos fue la separación de Iglesia y Estado, objetivo al cual la Iglesia se oponía tenazmente. Otro tema que provocó un largo conflicto fue el proyecto liberal de entregar al Estado el derecho a ser el único proveedor de educación escolar y universitaria. Esto habría permitido minimizar, si es que no erradicar, la enseñanza formal de la religión (Tünnermann, 1991; Krebs, 2002).
En ese contexto de permanentes tensiones y rencillas ideológicas, habiendo perdido la Iglesia presencia e influencia en la educación superior, comenzaron a surgir las universidades católicas de la era republicana. La primera de ellas fue la Academia Pontificia de Guadalajara, fundada en 1872, pero forzada a cerrar en 1895; la Universidad Pontificia de Yucatán, creada en 1885, a partir del Seminario de San Ildefonso, extinta poco después; la Universidad Católica de Chile, creada en 1888, que ha funcionado sin interrupciones significativas; y la Universidad Pontificia de México, que abrió sus puertas en 1895 como una continuadora espiritual de la Real y Pontificia Universidad de México, erigida por Cédula del Príncipe Felipe el 21 de septiembre de 1551 y fundada el 25 de enero de 1553 (Fundación Santa María, 1994).
La historia de la Universidad Pontificia de México es un buen ejemplo de las presiones políticas que sufrió la Iglesia y las instituciones de educación vinculadas a ella durante gran parte del siglo XIX e inicios del XX (Universidad Pontificia de México, 2021). Esta universidad comenzó a declinar a partir del año 1810, sufriendo una serie de clausuras y reaperturas condicionadas por las circunstancias políticas del país, pero entró en una fase de franco deterioro después de 1821, año en que México obtuvo su independencia, y, finalmente, dejó de funcionar en 1867. Fue nuevamente erigida por la Santa Sede en 1895. A partir de fines de 1910 tuvo que enfrentar las consecuencias de la revolución, lo que le significó continuas y graves dificultades, hasta que, en 1932, nuevamente tuvo que cerrar sus puertas. Permaneció clausurada hasta 1967, año en que abrió como Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos. Mantuvo esa denominación hasta 1982, cuando pudo recuperar el derecho a usar su nombre original de Universidad Pontificia de México.
La principal motivación de la Iglesia para crear universidades católicas fue el deseo de contar con instituciones de estudios superiores que promovieran los valores del cristianismo y sirvieran como ámbitos de encuentro de fe y ciencia. Sus fundadores pensaban que en un ambiente educativo libre de las ideologías que imperaban en las instituciones del Estado, las universidades católicas serían el taller donde se formarían los futuros líderes cristianos.
En Brasil los eventos que culminaron con la declaración de independencia política fueron más graduales e incruentos que los de Hispanoamérica. Se iniciaron en 1808, con el traslado de la familia real portuguesa y su corte a Brasil, huyendo del ejército napoleónico. Este episodio originó la creación del Reino de Brasil, Portugal y Algarve, cuya capital fue Río de Janeiro. En 1821, el rey Juan VI y parte de la familia real regresaron a Portugal, dejando en Brasil, como príncipe regente, al infante Pedro. Un año más tarde, en medio de tensiones provocadas por quienes anhelaban la total independencia, el príncipe Pedro fue coronado Emperador, lo que significó la secesión de Brasil del imperio portugués. Le sucedió en el trono su hijo Pedro II, cuyo reinado terminó en 1889, con un golpe militar que proclamó la creación de un Estado republicano, la llamada República Velha (Gomes, Machado-Taylor y Saraiva, 2018).
La primera institución de educación superior brasileña denominada “universidad” fue la Escuela Universitaria Libre de Manaus, creada en 1909 en la ciudad del mismo nombre y actual capital del Estado de Amazonas. Plagada de problemas económicos y administrativos se vio obligada a cerrar en la década de 1940, pero resurgió, posteriormente, como la Universidad Federal de Amazonas, que continúa vigente. A esa primera fundación siguió aquella de la Universidad Federal de Paraná, en 1912; la Universidad Federal Rural de Río de Janeiro en 1913; y la Universidad Federal de Río de Janeiro, en 1920. La Universidad de São Paulo, que actualmente es la institución brasileña de educación superior más reconocida internacionalmente, fue fundada en 1934. Las universidades católicas brasileñas comenzaron a surgir algunos años más tarde, siendo la primera de ellas la Universidad Católica de Río de Janeiro, fundada en 1941. A esta fundación siguieron aquellas de las universidades católicas de São Paulo, en 1946; Porto Alegre, en 1948; y Campinas, en 1955 (Gomes, Machado-Taylor y Saraiva, 2018).
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