Peter Linebaugh - Roja esfera ardiente

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El 21 de febrero de 1803, el coronel Ed­ward (Ned) Marcus Despard fue ahorca­do y decapitado en Londres ante una mul­titud de 20.000 personas por organizar una conspiración revolucionaria para de­rrocar al rey Jorge III. Catherine (Kate), su esposa de origen caribeño y raza negra, le ayudó a escribir el discurso que pronun­ció desde el patíbulo, en el que se procla­maba amigo de los pobres y los oprimidos. En él expresó también su confianza en que «los principios de la libertad, la humani­dad y la justicia triunfarán finalmente so­bre la falsedad, la tiranía y el engaño».Y sin embargo el mundo giró.
Desde los sucesos de las revoluciones estadouni­dense, francesa y haitiana, y la fallida re­volución irlandesa, conectadas entre sí, al nacimiento del Antropoceno en medio de los cercamientos, el belicoso capitalis­mo global, las plantaciones con trabajo esclavo y la producción con máquinas en las fábricas, Roja esfera ardiente introduce a los lectores en el momento crucial de los dos últimos milenios. Esta historia mo­numental ofrece, con gran riqueza de de­talle, una crónica extensa de la resistencia a la desaparición de los regímenes comu­nales.
El extraordinario relato de Peter Linebaugh recupera el heroísmo de redes extensas de resistentes soterrados que, de­safiando a la muerte, lucharon contra la privatización de lo común impuesta por dos entidades políticas nuevas, Estados Unidos y Reino Unido, que, ahora sabe­mos, seguirían desposeyendo a personas de todo el mundo hasta la actualidad. Roja esfera ardiente es la culminación de toda una vida dedicada a la investigación, condensada en un épico relato de amor.

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[14]R. O’Donnell, cit., p. 169.

B

TANATOCRACIA

3. Despard en la horca

El lunes, 21 de febrero de 1803, con la soga del verdugo alrededor del cuello, Edward Marcus Despard subió al borde del patíbulo, en el tejado de la cárcel de Horsemonger, al sur del río Támesis, en Surrey. Se dirigió a la multitud, estimada en unos veinte mil asistentes, que habían ido llegando de todo Londres desde primera hora de la mañana. A las cuatro en punto, los tambores llamaron a reunirse a la guardia montada; vigilaban los puentes y las carreteras principales. A las cinco en punto, la campana de St. George empezó a sonar y a dar la hora. Sir Richard Ford, magistrado jefe de Londres, tuvo un sueño incómodo junto a la cárcel. Habían circulado panfletos llamando al levantamiento para impedir las ejecuciones. Había sido difícil encontrar carpinteros dispuestos a erigir el cadalso. Los agentes policiales recibieron orden de vigilar «todas las tabernas y otros lugares a los que acuden los desafectos» [1]. Al carcelero se le había entregado un cohete que debía lanzar para advertir al ejército en caso de que se presentaran problemas. Fue un momento tenso cuando Despard se adelantó para hablar:

Conciudadanos, me encuentro aquí, como veis, después de haber prestado a mi país un servicio fiel, honorable y útil, durante más de treinta años, para sufrir la muerte en el patíbulo por un delito del que niego ser culpable. Declaro solemnemente que no soy más culpable de él que cualquiera de quienes ahora me estáis escuchando. Mas aunque los ministros de Su Majestad saben tan bien como yo que no soy culpable, se valen de un pretexto judicial para destruir a un hombre por haber sido amigo de la verdad, la libertad y la justicia;

[murmullos aprobatorios de la multitud]

por haber sido amigo de los pobres y los oprimidos. Pero, ciudadanos, espero y confío, a pesar de mi destino, y el destino de quienes sin duda me seguirán, que los principios de la libertad, la humanidad y la justicia triunfarán finalmente sobre la falsedad, la tiranía y el engaño, y sobre cualquier principio enemigo de los intereses de la raza humana.

[advertencia del sheriff]

Poco más tengo que añadir, excepto desearos a todos salud, felicidad y libertad, todas las cuales me he esforzado, en la medida de mis posibilidades, en procuraros a vosotros y a la humanidad en general [2].

El discurso lo redactó en colaboración con Catherine, que llevaba días entrando y saliendo de su celda, llevando documentos y ayudándole a redactar la petición de clemencia. Despard pasaba su tiempo escribiendo, y en un momento pidió un amanuense. El fiscal general, Percival (futuro primer ministro), le escribió a lord Pelham, secretario de Interior, que «una correspondencia tan intensa y voluminosa no puede tratar de sus propios asuntos privados». Despard debería haber sabido, escribió Percival, que «no puede estar seguro de que no vayan a cachear a su esposa cualquier día y que no vayan a incautarle los papeles». Y concluyó: «Los pasados hábitos del preso han sido tales como para justificar plenamente cualquier sospecha de intención maliciosa o conjura por su parte, y por lo tanto… no se le permitirá enviar más papeles fuera de la prisión a través de su esposa o de cualquier otro a no ser que los someta a la inspección de alguna persona de confianza». Sir Richard Ford, la tarde anterior a las ejecuciones, escribió a Pelham que «la multitud está ahora dispersa, pero he ordenado a todos mis hombres, que ascienden a cien, mantenerse alerta toda la noche. La señora Despard ha sido muy fastidiosa, pero al final se ha ido» [3].

El Gobierno temía la «igualación». Para impedir oratoria a favor de esta, el sheriff interrumpió el discurso, exigiendo que no se usaran palabras inflamadas. ¿Qué más podría haber dicho? Este es el vínculo con el aspecto revolucionario de lo común. Es la combinación de la famosa tríada de dos de sus elementos, igualdad y fraternidad, que componen un significado de lo común.

Al fin, el discurso fue rápidamente reproducido: en The Times al día siguiente, que es una cosa, pero también en forma de panfleto en Wolverhampton, que es otra muy distinta. Su impresor, un irlandés llamado John English, fue detenido. El de Despard es un discurso cuidadosamente trabajado, en una tradición desarrollada por los Irlandeses Unidos, que siempre que les era posible les daban la réplica a sus fiscales.

The Gentleman’s Magazine publicó una versión distinta, incluida una declaración que rayaba en una afirmación de inocencia: «Sé que, por haber sido enemigo de las medidas sangrientas, crueles, coercitivas e inconstitucionales de los ministros, estos han determinado sacrificarme bajo lo que se complacen en denominar un pretexto judicial». La conclusión es también distinta: «Aunque no viviré para experimentar las bendiciones de este cambio divino, estad seguros, ciudadanos, de que llegará el momento, y eso rápidamente, en el que la causa gloriosa de la libertad triunfará de hecho».

Podemos hacer cuatro observaciones sobre el discurso. En primer lugar, es una continuación de la lucha, con participación activa de las multitudes, que atestaron sendas avenidas para dar fe. Segundo, se dirige dos veces a la multitud como «ciudadanos», el modo de apelación igualitario y revolucionario que nivela las distinciones de «señor», «milady», «vuestra majestad», «señora», «vuestra excelencia», etcétera. A esas alturas, la palabra, surgida entre los jacobinos franceses, se había internacionalizado. Es igualitaria y democrática en el aspecto de que también se atribuye el autogobierno. La ciudadanía no significaba lealtad al Estado en sí mismo; tenía otros dos significados: lealtad a la humanidad y al proyecto revolucionario. En tercer lugar, es una producción retórica que descansa profundamente en tríadas: una tríada de logros («haber prestado a mi país un servicio fiel, honorable y útil»), una de vicios («triunfo sobre la falsedad, la tiranía y el engaño»), y tres tríadas de virtudes («los principios de la libertad, la humanidad y la justicia», «amigo de la verdad, la libertad y la justicia» y «salud, felicidad y libertad»). Estas últimas nos recuerdan a la tríada que sonaba la era que comenzó en 1789, a saber, fraternité, égalité y liberté. Constantin Volney explicó en su manifiesto revolucionario, Las ruinas de Palmira (1790) que égalité debería preceder a liberté, ya que la primera es la base de la segunda, y de «las más diminutas y más remotas ramas del Gobierno [la égalité] deberían avanzar en una serie ininterrumpida de inferen­cias» [4]. Estas tríadas de conocimiento oral eran sugerencias para el debate y la discusión. Años después, cuando Friedrich Engels determinó que ese era el año en el que, desde su punto de vista, se había producido la división entre socialismo utópico y científico, cayó en una tríada similar. Para él, amor, libertad y lealtad eran una tríada que implicaba ausencia de clases y bienes comunales mutuos.

Durante la mayor parte de su trayectoria militar, Despard había disfrutado de una vida sana al aire libre. Había conocido momentos de felicidad y libertad: durante una niñez en Irlanda, en las colinas del Slieve Bloom con su próspera familia, durante una expedición al río San Juan, Nicaragua, y sin duda con Catherine en Jamaica o Belize. En 1803, sin embargo, a los cincuenta y dos años, la salud de Despard se había quebrantado debido a las frecuentes estancias en muchas cárceles inglesas, incluida la Cold Bath Fields de Clerkenwell, donde mantenían a los presos en condiciones deliberadamente terribles y que era conocida como la «Steel», o «Bastille», en la jerga política de la gente del común.

Había prestado a la Corona un servicio útil en Irlanda, Jamaica, Roatán y Honduras; fiel, al no caer en el motín o la desobediencia y mantenerse leal a los grandes plantadores, en lugar de inclinarse ante dinero de los armadores de barcos o amedrentarse ante los «bahianos»; y honorable, en el sentido de sobriedad y cordura mental. Francis Place, su compañero entre los demócratas revolucionarios de Londres durante la década de 1790, recordaba que «el coronel Despard era una persona singularmente amable y caballerosa, un hombre con un corazón singularmente bueno, como yo bien sé» [5]. Es importante resaltar esto, porque poco después de su muerte se hizo circular la idea de que estaba loco, una opinión que se mantuvo durante cien años [6]. Solo dos años antes, el padre de la psiquiatría, Philippe Pinel, el hombre que, como es bien sabido, les quitó los grilletes a los internos de los asilos psiquiátricos, publicó un tratado sobre la enajenación mental que adoptaba el método novedoso de escuchar, consolar y tranquilizar para explorar la confusión que surge, en tiempos de revolución, entre perder la cabeza por decapitación y perder la mente por enfermedad [7]. En Inglaterra, mientras tanto, el intento de asesinato, en 1800, del rey Jorge III por parte de James Hadfield, un veterano herido en la campaña de Flandes, de la que guardaba terribles cicatrices, y admirador de Derechos del hombre de Tom Paine, llevó a la aprobación de la Ley de Lunáticos Criminales, que permitía confinar indefinidamente a una persona sin necesidad de someterla juicio. En 1802, Hadfield huyó, pero lo volvieron a capturar y pasó los siguientes veinticinco años en una celda de piedra en Newgate, pintando acuarelas, escribiendo poesía y profetizando [8]. De ese modo, la calumnia que tachaba a Despard de loco era una consecuencia estructural de la contrarrevolución, que dictaba cadenas perpetuas sin derecho a juicio.

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