Nada más llegar las hicieron pasar a una sala y no les dijeron nada más, solamente que ya vendría alguien a hablar con ellas en cuanto se supiera algo. Tocaba esperar.
Caridad, la madre de Alba, se derrumbó en una de las sillas de la sala. Gemía, porque los ruidos que emitía no se podían denominar llanto. Se tapaba la cara con las manos y seguía con su lamento.
—Ya le dije hoy a tu padre que tenía un mal presentimiento y ¡mira ahora! —Se sonó la nariz—. No me creyó. Y ya sabes que yo para estas cosas tengo un sexto sentido. ¡Si al menos tu hermano estuviera aquí…! —le dijo mirándola de reojo.
Alba suspiró. Ella nunca se había sentido querida por su madre. No tenían lo que suele decirse una buena relación y no entendía por qué. Jamás hizo algo para disgustarla. Bueno, a ojos de su madre sí…, pero era su vida. Aun así, su hermano, Jesús (aunque para ella siempre sería Pitu), era el ojito derecho de su madre; no lo ocultaba ni lo negaba y desde que se marchó a trabajar a Argentina, hacía ya más de cuatro años, las pullas que le dedicaba su madre iban a peor. Cuando su hermano estaba en Madrid tenía un apoyo (aparte del de su padre, claro). Por eso decidió comprarse su propia casa e independizarse. Aguantar a diario los comentarios dañinos de su madre la tenía hundida de moral.
—Mamá, Jesús está muy lejos. Voy a intentar localizarle, pero dudo mucho que pueda venir de inmediato, por lo que te pido paciencia.
—Paciencia… Dios sabe que tengo mucha paciencia, pero para lo que me sirve contigo… —respondió sin levantar la mirada del suelo.
—Mamá, déjalo. No vas a conseguir hacerme sentir mal. —Alba se levantó con gesto cansado y antes de empezar a discutir con su madre salió, dejándola sola en la sala.
Llamó a su hermano al móvil. No sabía qué hora podría ser allí, supuso que más o menos la hora de comer. Al ver que no contestaba la llamada le dejó un mensaje en el buzón de voz:
—Pitu, soy Alba. Verás, ha pasado algo… Papá ha tenido un accidente de coche. Aún no sabemos nada, está en el quirófano. Llámame en cuanto escuches el mensaje, por favor. Es muy urgente.
Colgó y se quedó un momento en el pasillo, apoyada en la pared y con los ojos cerrados, intentando tranquilizarse y buscar fuerzas para enfrentarse a la lengua de su madre.
Las horas pasaban con una lentitud pasmosa y nadie acudía a informarles de nada. No sabían qué era lo que había pasado, cómo estaba su padre ni la gravedad de las lesiones, solo que allí nadie venía para intentar explicarles algo. Las veces que Alba preguntó a las enfermeras recibió la misma contestación:
—Aún está en quirófano, hay que esperar.
El silencio en la sala donde esperaban solo lo rompía la madre de Alba con suspiros y sollozos. Alba, en el otro lado de la habitación, no se atrevía ni a acercarse. Le dolía ver a su madre así, pero ella no era su hermano y su madre no aceptaría ni su consuelo ni su apoyo. Le dolió, pero ya estaba acostumbrada.
«Por favor, que no le haya pasado nada grave a mi padre. Por favor, que no le haya pasado nada grave, que sea solo un susto», se decía Alba para sí misma. Pero seguían pasando las horas y no tenían noticias.
Alba se imaginaba mil cosas y ninguna de ellas la tranquilizaba. Necesitaba un café, pero no se atrevía a moverse de esa sala por si venían a informarles. Sentada en una punta de la sala, miraba a la puerta deseando que se abriera de una vez para saber. Necesitaba saber, la angustia la estaba matando.
Anochecía cuando por fin se abrió la puerta de la sala y entraron dos hombres jóvenes con bata. Alba supuso que serían los doctores que habrían operado a su padre y de un salto se puso de pie y se colocó al lado de su madre. Esta, al ver a su hija cerca, en un impulso le cogió la mano.
—Buenas tardes. ¿Son los familiares de Antonio Pascual? —El primer médico que entró por la puerta fue el primero en hablar. Era rubio, con el pelo rizado, alto, con los ojos marrones. Un guaperas.
—Sí, doctor. Yo soy su mujer, Caridad, y ella es mi hija —se presentó la madre a la vez que levantaba la mano de Alba como si estuvieran en un ring y ella fuera la vencedora del combate—. ¿Cómo está mi marido?
—De momento, estable, que es mucho decir dado el estado en el que llegó —les explicó el médico guaperas sonriendo a las dos mujeres—. Mi colega y yo le hemos operado y, de momento, no les podemos decir nada más.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Alba con un hilo de voz, mirándole a los ojos y tragando saliva, esperando ver su reacción al contestarle.
—Esperamos que así sea. —El médico rubio la recorrió con la mirada y, con una sonrisa de medio lado, contestó sin dejar de repasarla con la vista—. De momento, solo nos cabe esperar. Las próximas veinticuatro horas son cruciales. Si para entonces no hay cambios, podremos confirmar que sí se recuperará. —Le dedicó una sonrisa a Alba que hizo que se sonrojara—. Lo único que queremos es que sepan que le hemos inducido un coma.
—¿En coma? —Caridad se llevó las manos al pecho y se tambaleó. Con cuidado y como pudo, Alba la sujetó y la ayudó a sentarse en una silla.
—Mamá, ¿estás bien? ¿Te traigo agua? —Alba le habló en voz baja y Caridad hizo un gesto con la mano derecha negando y se llevó las manos al pecho.
—Un coma inducido, señora. Tiene un coágulo en el cerebro a causa del accidente y para estos casos es lo mejor. Esperamos que con los medicamentos se reabsorba sin tener que volver a abrir. — Esta vez fue el otro médico el que habló. Se agachó junto a Caridad para intentar tranquilizarla. Era moreno, con el pelo un poco largo y ondulado, ojos muy verdes, alto, muy atractivo, treinta y pocos años.
—Pero un coma… —Caridad seguía con las manos pegadas al pecho, sollozando como una niña.
—No se preocupe, está controlado. Pero como les ha dicho mi colega, el doctor Aguirre, hasta que no pasen veinticuatro horas no podemos asegurarles nada más. Está en la UCI. Allí estará vigilado.
—¿Podemos verle? —preguntó Alba casi en un susurro.
—Me temo que no. Váyanse a casa, intenten descansar. Mañana a las ocho podrán verle si todo ha ido bien esta noche. —Su voz era muy dulce y al mirar a Alba esta se quedó sin respiración. Tenía una mirada muy profunda.
—De acuerdo, pero, por favor, si hay cualquier cambio…
El médico moreno no la dejó terminar.
—No se preocupen, les avisaremos con lo que sea, pero esperemos que no haga falta. Ahora váyanse a casa a descansar. Imaginamos que ha sido un día muy duro.
—Gracias, doctores, eso haremos. —Caridad se puso de pie; parecía más tranquila—. Vamos, hija, llévame a mi casa.
—Sí, mamá, te llevo a casa.
Se despidieron de los dos médicos y se marcharon del hospital. Alba miró su reloj; era ya de noche, las nueve y media pasadas. Dudó si quedarse en casa de sus padres con su madre o dejarla e irse a su apartamento. Por una parte, su deber era acompañar a su madre; pero, por otra, necesitaba la soledad de su casa.
Durante el trayecto ninguna habló. Caridad miraba por la ventanilla y Alba se dedicó simplemente a conducir, intentando no pensar en nada. Solo le preocupaba lo que el médico les había dicho. Un coma inducido era algo serio y un poco delicado. Tendría que confiar y esperar. Necesitaba ver a su padre para comprobar que estaba bien; era lo único que tenía, aparte de su madre, pero el apoyo de su padre para ella era lo más valioso que poseía en estos momentos.
Su hermano no estaba allí, así que desde entonces la relación con su padre fue mucho más estrecha que nunca. Él sabía de las disputas entre su mujer y su hija, pero nada podía hacer y tampoco entendía los motivos que tenía Caridad para comportarse así con su propia hija. Para Alba, que su padre estuviera siempre cerca, la escuchara, la animara y la aconsejara era muy importante. «Se va a poner bien, se va a poner bien», se repetía Alba mentalmente mientras conducía en silencio. Con la ventanilla bajada, dejaba que el aire entrara en sus pulmones mientras llevaba a su madre hasta casa. No dejaba de repetirse que lo de su padre se quedaría en un susto. Su padre era muy fuerte, saldría de esa y ella estaría con él. Respiró el aire que entraba por la ventanilla. Era principios de mayo y ya se notaban las primeras bocanadas de calor.
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