—Solo me faltaría una cosa para que todo estuviera perfecto —le indicó Sonia a Alba, mirándola directamente.
—¿El qué? No me digas que se te ha pasado algo por alto porque no me lo creo. Con las vueltas que le has dado a todo, no me vengas ahora con esas.
—No, petarda. ¿Sabes qué falta? —Al ver que Alba negaba con la cabeza le dijo—: Tu acompañante para mañana.
—¡Vamos, Sonia, no me jodas! Sabes que no quiero hablar de ese tema. —Alba se separó de su amiga y se puso al otro lado de la barra. Sonia siempre estaba igual y a Alba no le gustaba que la presionara tanto con eso.
—No te mosquees, anda, pero deberías salir más, conocer gente nueva, airearte. —Sonia le hablaba sin levantar la cabeza mientras doblaba unos paños dentro de la barra—. Dale a tu cuerpo alegría, Macarena —le aconsejó mirándola de reojo y reprimiendo una sonrisa.
—Si ya salgo —se defendió Alba, evitando mirar a su amiga.
—Sí, ya sé con quién sales, con los rancios de tu oficina. Vamos, no me digas que te lo pasas bien con esa gente porque no te creo.
—Bueno, no son la alegría de la huerta, pero para tomar una copa y charlar no están mal —volvió a defenderse Alba—. Además, también salgo con los del gimnasio.
—No están mal, no están mal… Tú sí que estás mal. —Y suspirando dijo—: Cuando inaugure nos vamos a ir de juerga, a celebrarlo. Y cuando digo a celebrarlo ya sabes a qué me refiero. —Le guiñó un ojo con una mirada pícara.
—¿Y qué vas a hacer con Óscar? El pobre no se merece eso. —le preguntó Alba entre risas. Bien pensado, sí que le hacía falta una salida con su amiga; hacía mucho que no se lo pasaba bien.
Últimamente, con tanto ajetreo, no había tenido tiempo para sí misma. Entre su trabajo como administrativo en el bufete en el que llevaba varios años, las clases que daba en el gimnasio tres tardes por semana y los extras en el restaurante cada vez que la llamaban algún que otro sábado no tenía ni tiempo ni ganas de desmelenarse, pero Sonia tenía razón: de vez en cuando hay que darle marcha al cuerpo, aunque luego ese cuerpo tardara días en recuperarse, que ya no tenía veinte años. Iba camino de los treinta y todo pasaba factura.
—¡Bah! Óscar se puede venir. Así nos vigila los bolsos. —Estallaron en carcajadas de nuevo.
«Esta Sonia no tiene remedio», se dijo Alba. Pobre su chico, lo que tenía que aguantar…
Óscar, desde fuera, estaba encantado de volver a oír la risa de Sonia. Hacía mucho que no la escuchaba reírse así. Por eso se paró un momento y echó un vistazo dentro del local, asomando la cabeza desde lo alto de la escalera en una postura un tanto cómica. Desde luego, esas dos no podían estar tramando nada bueno.
—¿Qué es tan gracioso? —les preguntó subido en la escalera y asomando la cabeza por la puerta del local.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja! Nada, cariño. Tú a lo tuyo. Ya te contaré, ya. —Y volvieron a estallar en carcajadas.
Pasadas las nueve, Alba se despidió de sus amigos y se dirigió a su coche para llegar a su casa. Le encantaba su coche, había sido su última adquisición. Después de darle muchas vueltas y harta de perder el tiempo entre autobuses y transbordos de metro, se decidió y se compró su Citröen C4. Le encantaba salir de su trabajo y meterse en su coche sin preocuparse de la huelga de metro o de que el billete de autobús hubiera subido, la libertad de circular por Madrid con su música a todo trapo, canturreando mientras llegaba a su garaje y aparcaba en su plaza. Desde que se independizó no paraba, pero le encantaba su pequeño apartamento y la libertad que tenía. El no tener que dar explicaciones a nadie era un sentimiento maravilloso. Despidiéndose de sus amigos con una mano, se marchó a su casa con una gran sonrisa en la cara. Aún le quedaban cosas por hacer.
La inauguración del café de Sonia fue un éxito, estuvo lleno la mayor parte del día. Después de tanto tiempo de obras, la gente sentía curiosidad por ver cómo había quedado el local. Alba ayudó a su amiga a preparar cafés e infusiones, sirvió pastas, recogió mesas. Había reservado ese fin de semana para su amiga. Estaba agotada pero feliz, y más viendo a Sonia conseguir su sueño, tener su propio negocio.
Ella estaba feliz con los suyos. Había ido consiguiendo todo lo que tenía con mucho esfuerzo y trabajo, aunque a su madre no le hiciera ni pizca de gracia. Arrugó el ceño. La relación que Alba tenía con su madre no era mala, pero tampoco como a Alba le gustaría. Para Caridad, todo lo que hacía su hija no era suficiente y a Alba eso le dolía.
Las semanas pasaban y poco a poco todo volvía a la rutina de siempre. Alba iba a ver a Sonia cuando podía y de pasada, después de salir de la oficina, antes de meterse en el gimnasio donde daba clases de baile y zumba y si no tenía que ir a hacer extras los sábados por la noche. A Sonia su pequeña cafetería le iba bien, había tenido muy buena acogida, siempre había clientes que atender. Era un sitio tranquilo donde poder tomarse un buen café y un lugar de reunión para charlar con amigos. No paraba y eso le encantaba. Había contratado a una chica que la ayudaba en todo lo que podía; así Sonia disponía de algo de tiempo libre para seguir con su baile y Alba tampoco tenía que preocuparse de ayudarle tanto. Óscar también colaboraba en el pequeño negocio, sobre todo los fines de semana. Las dos se partían de risa viéndole con un pequeño delantal y tomando nota de los pedidos de los clientes que acudían a la cafetería. Era un tipo enorme, fuerte, con la cabeza rapada, ojos muy verdes y una eterna sonrisa, pero todo ternura.
Una mañana, en la oficina, mientras Alba estaba de papeleo hasta el cuello, sonó su móvil. Era su madre. Miró el reloj: las doce y media de la mañana. «¡Qué raro! —pensó Alba—. ¿Qué querrá?». Refunfuñando y poniendo los ojos en blanco lo cogió.
—¿Qué pasa, mamá? ¿Algún problema? —preguntó en un tono lo más neutral posible. No se oía nada en el otro lado de la línea—. Mamá, ¿estás ahí? Mamá, contesta. —De pronto escuchó algo parecido a un gemido—. Mamá, ¿qué pasa? Me estás asustando.
—Hija, es tu padre…
—¿Qué ha pasado? —Alba tenía una relación muy especial con su padre. Se puso en tensión al momento. El estómago se le encogió de miedo.
—Un accidente terrible. Alba, tienes que venir. —De pronto su madre rompió a llorar y Alba no se enteraba de nada, la cabeza le daba vueltas. Su padre no, por favor. Se puso de pie a la vez que iba apagando su ordenador y recogiendo las cosas de su mesa.
—Mamá, cálmate, por favor. Dime dónde estás y no te muevas has-ta que yo llegue. ¿Has avisado a Jesús? —Jesús era su único hermano y trabajaba en Argentina.
—No, no he podido. —De nuevo llanto.
—Vale, yo me ocupo. Ahora tranquila, mamá. Y espérame, que voy para allá. —Colgó y salió disparada del despacho, gritándole a Beatriz que se iba, que era una emergencia, que avisara a los jefes.
Llegó a casa de sus padres en menos de quince minutos y se encontró a su madre llorando a moco tendido en el comedor. Llegó hasta ella y se arrodilló delante.
—Mamá, ¿qué ha pasado? —le preguntó bajito.
—Ha tenido un accidente, Alba. Está muy mal, me han avisado desde el hospital. Por lo visto, le han arrollado y el golpe ha sido muy fuerte. —Su madre la miraba a través de las lágrimas mientras sorbía por la nariz.
—¿En qué hospital está? —logró preguntarle con un hilo de voz, temiéndose lo peor.
—En el central.
—Vamos. Vamos, mamá, muévete.
Tirando de su madre salieron a la calle y Alba cogió su coche. No se paró a pensar en si era una buena idea coger el coche según su estado de nervios; solo quería llegar al hospital y poder ver a su padre.
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