Al “Hola” y la carita sonriente con un brevísimo corazón a un costado, él respondió con el enunciado del trabajo que esa noche debían abordar, y lo que siguió fue su acostumbrado intercambio estrictamente laboral. Aunque al concluirlo cada quien se recluyó en su discreta intimidad para saborear el placer, obstinadamente sin rostro, que la presencia del otro provocaba, y disfrutarlo antes de su desvanecimiento con la luminosa racionalidad del día; como si la magia de la seducción letrada necesitara del misterio de la noche para suceder.
El intercambio de mensajes continuó y continuó creciendo en intensidad y lujuria clandestinas, que comprendía el irse a dormir con esa voluptuosa presencia del otro en el cuerpo, para juntos habitar templos y laberintos ancestrales repletos de lumínicos misterios y evocativos placeres que, desde la acumulación sensitiva del pasado, venían al presente a través de la tecnología; como si ellos, con sus cuerpos enlazados, fuesen seres mitológicos infractores del tiempo.
En ese refugio de ensueño acumulado, cada uno construyó para sí la imagen del otro, de la otra, que había añorado como la mejor utopía para su vida; y esos sueños, y sus imágenes transfiguradas, podían leerlos y disfrutarlos en las pequeñas letras tecleadas en el teléfono celular como portadoras de los mejores sentimientos del amor y la alegría. Diana se abandonó al enamoramiento clandestino, como si fuese el regalo por la perseverancia juiciosa de su encierro; mientras que Efraín, igualmente apasionado, se engolosinó con el amor virtual como premio por los tantos años que tenía de haberlo aderezado. Y todo eso nunca dicho, sino a través del lacónico lenguaje empresarial.
El encierro estricto por la pandemia duró doce meses, tiempo que ellos vivieron con pasión letrada su peculiar amorío.
Todo aquello desapareció al final del confinamiento, cuando el home office se acabó y ellos nuevamente se encontraron, en las mañanas, en los elevadores, y, por las tardes, en el estacionamiento del edificio de siete pisos con paredes de cristal; y a ella le pareció ridículo el bigote de Efraín, mientras que a él le molestó el desaliño del portafolios de Diana.
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