Y ello se logra por la calidad y la forma del entretejido literario que se implica.
Quepa mencionar en este punto que algunos de los cuentos-poemas en prosa de Maya Lorena logran proyectar una mirada “infantil”, en el sentido en el que ello fue entendido o definido por Gilles Deleuze, cuando dijo que, “[con el tiempo], las personas mayores son atrapadas por el fondo, caen y ya no comprenden, porque son demasiado profundas”.
O, más explícitamente, como lo concibió Baudelaire en El pintor de la vida moderna , cuando dijo que “El niño ve una novedad en todas las cosas; nada se parece tanto a lo que se conoce como inspiración que la dicha con la que el niño absorbe la forma y el color. El hombre de genio tiene nervios templados; el niño los tiene débiles. En uno, la razón ocupa un lugar decisivo; en el otro, la sensibilidad abarca casi todo su ser. Pero el genio no es sino la infancia recuperada a voluntad”.
En fin. Digamos que el libro que el lector tiene en sus manos es una significativa aportación a la literatura moderna. A buena hora y en el mejor momento, justo cuando se viven transformaciones profundas en el vida y en el lenguaje, en México y en el mundo.
Considero que escribir literatura puede ser pensado como un hecho social total. ¿Por qué digo esto? Porque en “el escribir literatura” —y “el exponerse” al publicarla— se imbrica lo individual con lo colectivo, el pensar con el sentir, en una dimensión que liga al todo con la parte y la parte con el todo, la totalidad social y humana con la imaginación, el mito o la fantasía. Y ese “imaginar” abre muchas veces curso a la utopía.
¿Confronta esa cualidad de ser un “hecho social total” la perspectiva individual? De ninguna manera. Quien escribe y “se expone” teje su propia subjetividad con las multiplicadas ramificaciones del mundo, en un acto que se vuelve en ese trance un hecho de plena y gozosa libertad.
¿Qué queda en el registro? El grito desgarrado de la protesta, la airada necesidad de subvertir el orden, la lúdica expresión de la alegría, y el movimiento, en catarata, de los amores rebeldes o de la simple y liberadora rebeldía.
El tiempo, en esa forja, deja a un lado a “cronos” para volverse al mismo tiempo pasado, presente o algún posible futuro.
La colección de cuentos que aquí presento es un testimonio de más de veinte años de ese ejercicio de libertad, ni arbitrario ni sumiso, situado firmemente en lo que soy y aspiro.
Cuatro de los 20 cuentos de este libro tuvieron una versión pública en la colección Mujeres que Cuentan de la editorial Narratio Aspectabilis. Éstos son “El tren” (2017), “Amor con clase” (2018), “Destellos” (2019) y “Lucía” (2020); mismos que fueron retrabajados y aparecen aquí bajo los nombres “Terror en los vagones”, “Amor en rebeldía”, “Oscuridad insondable” y “Los fantasmas del alma”.
Cuando la llamaron bruja le pareció un insulto. Ahora, mientras se sujeta el pelo para que el viento no le impida ver, el apelativo se vuelve un halago compartido. Son varias las que navegan la noche.
La primera vez los destinatarios de su acoso las ignoraron, tan leve era el murmullo de su presencia, uno más de los que acompañan la nieve al caer.
Ahora aquellos que las escuchan huyen en busca de refugio.
Al día siguiente ninguno menciona a las mujeres que enlutan su virilidad y los hacen perdedores de su imperio. Al oscurecer un ahogo insondable se apodera de ellos.
No reconocen su terror.
Si no se habla de él no existe.
Juegan cartas, se embriagan, cantan, escriben, hasta que deben irse a dormir.
No logran conciliar el sueño. Han de permanecer alertas para escudriñar el silencio y detectar cuándo se acercan las mujeres en vuelo. Apenas un susurro. Un sollozo de ira oculto entre los sonidos de la noche.
Si fuesen previsibles se facilitaría la espera.
Nunca ocurre así.
Ellas juegan con la veleidad de su acecho. Disfrutan la sorpresa. Los vuelos ralentí con que los engañan y soplan detrás de sus orejas como sollozos muertos.
“¡Las brujas están aquí!” grita algún horrorizado.
Lo secundan los demás. Nadie enciende la luz para no delatar el lugar donde pernoctan.
Se levantan de sus camastros. Los pantalones a medio poner. El pelo revuelto. Los ojos ciegos incapaces de guiarlos en el pavor con que corren.
Los muebles dificultan la huida. Se tropiezan. Caen. Se arrastran.
Intentan ponerse de pie. Unos jalan a otros sin solidaridad, con la ambición de ser ellos quienes han de salvarse. Atropellan a quienes suplican auxilio. Los que logran levantarse, liberándose de aquellos que los sujetan por las piernas, corren a esconderse.
Los que no pueden, con los pies rotos, las cabezas sangrantes, se rinden ante el terror, y por la mañana los delatarán sus cuerpos destrozados.
Katia se viste con la ropa burda y holgada con que ha de volar. Mira de nuevo su imagen en el espejo. Un mechón rubio, rebelde, se asoma por su frente. Lo regresa a su sitio y con garbo sacude la cabeza.
Una vez conforme con su atuendo sale a la noche y con pasos largos y confiados se monta en su frágil, leve, casi invisible artefacto.
Lleva la cabeza cubierta por un gorro de piel. Una bufanda de seda blanca la protege del frío.
El viento fustiga su cara mientras vuela.
Ella lo ignora.
Se concentra en la tenue iluminación de las estrellas que la guían.
La curvatura del cielo se dibuja azul, casi negro, en ligero contraste con el horizonte blanquecino del paisaje nevado. En algunos sitios observa manchones umbrosos que delatan a los árboles del bosque.
Faltan dos horas para el amanecer.
Vislumbra la urbe.
La descubre por una lucecilla frágil, un parpadeo sutil, perceptible sólo para la mirada diestra. Nunca falta una luz que traiciona a la ciudad precavida en su pretensión de confundirse con otros borrones densos desperdigados en la noche.
Sonríe.
Aspira el viento frío.
Contempla el vaporcillo leve de su aliento cálido y confiado.
Ya tiene abajo la ciudad.
La observa.
Se orienta.
Astuta su mano busca en el piso de su biplano de madera y lona. Por allí está el rústico mecanismo que le permitirá soltar las bombas.
Van sujetas con orlas de algodón. Un proyectil por debajo de cada ala.
Se inclina levemente.
Tantea con la mano derecha.
Con la izquierda controla el equilibrio.
Encuentra el sujetador.
Con agilidad suelta los amarres.
Satisfecha escucha los silbidos.
Sin el lastre se aligera el vuelo.
Siente subir ligeramente su biplano.
Abajo, el resplandor del primer estallido.
De inmediato prorrumpe el segundo.
Ha dado en el blanco.
Quiebra su vuelo para retornar.
Voltea para confirmar el horror del infierno provocado.
Sonríe otra vez.
Katia está orgullosa de pertenecer al Regimiento 588º de bombardeo nocturno, el de las Brujas de la Noche que combate a los nazis en el sitio de Stalingrado.
En la estación, decenas de familias con niños, canastos y pesados bultos forman una convulsa marea de túnicas, velos y turbantes de colores sobrios. Carmen y María violentan la monotonía del bullicio con su pelo rubio y su atuendo de turistas. Una ajusta el lente de su cámara sin atreverse a enfocar abiertamente los rostros huraños del entorno, que la atraen por su hermosa y solemne ajenidad; la otra revisa, aburrida, un cuaderno de notas. Todos aguardan el viejo tren que los trasladará a la ciudad próxima y cosmopolita, que de antaño entreteje el destino de cristianos, coptos, judíos y musulmanes. Los empleados del ferrocarril tratan inútilmente de poner orden al tráfico humano que, oloroso, incontenible, desborda sus posibilidades de control.
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