Sin embargo, las lecciones que aprendieron en la universidad sobre ellos mismos y la creatividad que desarrollaron en un curso que les «abrió a un mundo completamente nuevo» alcanzaron su máxima expresión no en la cantidad de dólares que vertieron a raudales sobre la sociedad, sino en las personas en que se convirtieron, en los principios y actitudes que desarrollaron, en la humildad con la que accedieron a su riqueza y buena estrella y en la creativa manera mediante la que hicieron llegar el poder y la belleza de las artes a otras personas. Desde sus días sentados en esas butacas giratorias del Studio One Theater (Teatro Estudio Uno), Ernest y Sarah habían aprendido a integrar las artes en todos los aspectos de su ser y a sentir la armonía entre diversas formas artísticas, sus propias vidas y su entorno social. Cuando le pregunté a Sarah si tenía una gran colección de obras de arte en su casa, ella respondió con suavidad: «Oh, no. Eso no ocurrirá nunca. Hemos vivido en el mismo modesto adosado desde hace muchos años, y allí no podría contemplar una gran colección un número elevado de personas. Nosotros queríamos compartir el arte con todos. La pusimos en un museo y así pudo pasar a formar parte de la comunidad».
GENIO IDENTIFICADO
Un día, mientras Will Allen cosechaba lechugas en su jardín, sonó el teléfono. Cuando el espigado horticultor urbano y antiguo jugador profesional de baloncesto contestó, al otro extremo del hilo un hombre le formuló la siguiente pregunta: «¿Ha oído hablar usted del Premio “Genius” MacArthur?». Will le confesó que no. «Hemos estado siguiéndole desde hace unos tres años –continuó diciendo el hombre– y usted es uno de los ganadores de este año. Recibirá a lo largo de los próximos cinco años medio millón de dólares; y podrá hacer con él lo que desee». Bastantes años después, Will admitió que estuvo a punto de colgarle el teléfono. No sabía que la MacArthur Foundation seleccionaba anualmente a unas cuantas personas que habían estado llevando a cabo trabajos altamente creativos, que los llamaba sin previo aviso y que les ofrecía 500.000 dólares.
Will, al igual que Liz, procedía también de una tierra determinada y una familia determinada, y utilizó sus raíces en esa tierra para crear uno de los más ingeniosos y prometedores experimentos urbanos del mundo. Sus padres habían sido aparceros en Carolina del Sur pero se mudaron al sur de Maryland, a las afueras de Washington, D.C., donde se las arreglaron modestamente en una pequeña finca agrícola. «No teníamos mucho dinero –nos dijo– y no podíamos comprar cosas, pero siempre teníamos abundancia de las sabrosas y nutritivas hortalizas que cultivábamos». Cuando tenía trece años, aprendió a jugar al baloncesto lanzando a una caja de melocotones que colgó de un viejo roble. El larguirucho adolescente de un metro y noventa y ocho centímetros mejoró muy rápido en el deporte, y se convirtió pronto en uno de los mejores jugadores juveniles del país, elegido durante tres años para participar en el High School All-American Game. 9 Con ofertas de más de cien universidades del país para jugar en las ligas universitarias, eligió la University of Miami. Fue el primer afroestadounidense que jugó en un equipo de baloncesto universitario por la South Florida School.
Una vecina le había enseñado a leer incluso antes de que fuera a la escuela. Años después, todavía recordaba haber ido con ella a una representación del Otelo de Shakespeare, y todavía le conmovía el poder de esa historia. Hasta que llegó a sexto, asistió a escuelas segregadas del condado de Montgomery, Maryland. «Teníamos libros usados de las escuelas de blancos», recordó. «Faltaban algunas de las páginas y otras muchas tenían marcas. No se podían leer demasiado bien». Cuando llegó a la University of Miami, unas «cuantas personas del Klan 10 se opusieron, pero la mayoría fue muy diplomática». Obtuvo su título en Educación Física y Sociología, pero también hizo más asignaturas de historia de las requeridas sólo porque descubrió que le encantaban. «Cuando jugué profesionalmente al baloncesto en Bélgica –comentó– ese conocimiento de la historia de Europa me vino muy bien».
Tras abandonar la finca familiar de sus padres para acudir a la universidad, se juramentó que jamás volvería a hacer esa clase de trabajo. De joven, todos los días, antes de poder irse a practicar cualquier deporte, tenía siempre tareas que hacer –cortar leña, arrancar malas hierbas– y esperaba librarse de esa clase de vida al marcharse a la universidad. Pero tuvo que aprender a hacer uso de su herencia labriega para encontrarse con la actividad creativa por la que acabarían galardonándole con los premios MacArthur Fellowship Award y Theodore Roosevelt Award, el «máximo honor» que confiere la National Collegiate Athletic Association (NCAA) (Asociación Atlética Universitaria Nacional). Cuatro presidentes de Estados Unidos han recibido este último premio, conocido popularmente como «Teddy», así como también senadores, secretarios de Estado, astronautas y un famoso cirujano cardiaco; su primer receptor fue el presidente Dwight D. Eisenhower; Will Allen lo obtuvo por ser un horticultor urbano.
Mientras jugaba profesionalmente al baloncesto en Bélgica, fue con un compañero de equipo a una granja familiar para ayudar a plantar patatas, y allí descubrió «una pasión oculta por cultivar». Después de volver a Estados Unidos y pasar algún tiempo haciendo negocios con una compañía de Cincinnati, comenzó a cultivar en las afueras de Milwaukee, donde se había criado su esposa, y finalmente se quedó con la última finca disponible en los alrededores de esa ciudad del Medio Oeste de Estados Unidos. En ese terreno de dos acres desencadenó una revolución que afloró de su propia historia y de sus principios.
Will fundó Growing Power (Poder de crecimiento) y se convirtió en su director ejecutivo, una empresa sin ánimo de lucro dirigida a resolver uno de los principales problemas de la vida urbana. En las grandes ciudades de todo el mundo, las personas no saben cómo cultivar su propio alimento, y lo normal es que crean que son incapaces de hacerlo. Dependen de grandes empresas que les proveen de los alimentos que comen, cultivados muchas veces en condiciones que no son sostenibles debido a que producen daños en el medio ambiente. Con un sistema así, la gente que vive en las ciudades se alimenta de productos sintéticos, que resultan ser más mezcolanza química que nutrición orgánica. Por si fuera poco, en un área urbana las personas sin trabajo carecen de medios para su sustento. La compañía sin ánimo de lucro de Will les enseña cómo producir su propia comida, incluso en una gran ciudad.
Con sus oficinas principales en el centro de Milwaukee, ese terreno de dos acres acabaría conteniendo el primero de una serie de centros de alimentación comunitarios. Estos centros experimentaron con nuevas formas de cultivar alimentos y de conseguir asociar a la gente local para ayudarla a producir los suyos. «En un espacio no mayor que un supermercado pequeño –proclama la página web– viven unas 20.000 plantas y hortalizas, miles de peces y un inventario ganadero que incluye pollos, cabras, patos, conejos y abejas». Tanto en Milwaukee como en Chicago, Growing Power forma a las personas para que cultiven su propia comida, y para ello utiliza tanto métodos transmitidos durante generaciones como enfoques de tecnología punta adaptados a un entorno urbano. Se han creado centros satélite de formación en varios estados del Sur y de Nueva Inglaterra. «Estos sistemas –afirma la organización– proporcionan alimentos de alta calidad, seguros, saludables y asequibles para todos los residentes de la comunidad». Los proyectos actuales se centran en la creación de un innovador huerto vertical de cinco alturas.
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