Ken Bain - Lo que hacen los mejores estudiantes de universidad

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Diez años después de publicar el premiado libro «Lo que hacen los mejores profesores universitarios», Ken Bain realiza este nuevo trabajo que mereció en 2012 el Premio Virginia and Warren Stone de la Harvard University al libro más sobresaliente sobre educación y sociedad. Este volumen contiene una excelente investigación muy bien escrita, que examina el enigmático tema, mediante relatos fascinantes acerca de individuos creativos que han alcanzado el éxito y que pasaron por la universidad. El libro profundiza en las prácticas, en las formas de ver el mundo y la universidad, en los hábitos mentales y las maneras de aprender individualmente y en colaboración de otros estudiantes universitarios, que decidieron asumir el control y la responsabilidad de su propia formación y desarrollo en el marco de una carrera universitaria.

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Cada ejercicio ayudaba a los estudiantes a ver que el ingenio creativo comenzaba tanto en su interior como en su capacidad de reconocer las grandes obras de la mente de otros. «Me di cuenta –dijo años después uno de ellos– de que una parte importante de ser creativo era la capacidad de reconocer buenas ideas y bellas creaciones cuando te encontrabas con ellas y descubrías formas de apropiártelas. Pero eso también significaba –y esto era crucial– rechazar las primeras respuestas obvias que nos facilita lo convencional, y tomar impulso para poder ir más allá en la búsqueda de algo original».

En los ejercicios de Paul Baker los estudiantes cultivaban cierto sentido del asombro y del entusiasmo, cualidades que hemos encontrado repetidamente en las personas que entrevistamos. Estaban sencillamente embelesados por el mundo, por el aprendizaje, ante la posibilidad de alcanzar niveles nuevos de excelencia, de descubrir formas nuevas de comprender o de hacer. Y su entusiasmo no se extendía únicamente a un campo especializado de estudio o a una profesión, sino a cualquier conjunto de materias que combinara a menudo las artes y las ciencias, el latín y la medicina, la historia y la comedia o el periodismo y la justicia, por nombrar algunos de esos conjuntos. Con una fascinación prácticamente infantil, nuestros mejores y más creativos estudiantes abordaban lo desconocido, rechazaban lo banal e iban en busca de sus propias creaciones personales fruto de sus mentes. Encontraban la motivación para hacerlo en ellos mismos y asumían el control de su propio aprendizaje. Más adelante también exploraremos el poder de lo que los psicólogos denominan motivación intrínseca, eso que procede del fondo de uno mismo. Un poder así –y aquí reside el asunto– puede marchitarse y morir si permitimos que motivadores extrínsecos –calificaciones, recompensas, premios– nos abrumen y nos hagan sentir que somos manipulados.

Los mejores estudiantes aprenden también que no hay nada fácil. Crecer implica trabajar duro. El mundo es un lugar complejo. Todos nos convertimos en animales de costumbres en lo que concierne a las formas en que pensamos y actuamos. Aprender es arrancar esos hábitos mentales profundamente arraigados. Conseguirlo exige que nos esforcemos, que nos mantengamos construyendo y reconstruyendo, cuestionando, bregando y buscando.

De hecho, esta es una de las diferencias principales entre los estudiantes con mucho éxito y los mediocres: los estudiantes corrientes piensan que deben darse cuenta inmediatamente si van a ser buenos en algo. Si no, lo abandonan enseguida, bajan los brazos y se dicen: «No puedo hacerlo». Sus compañeros de clase más destacados muestran una actitud completamente diferente –y se trata sobre todo de un asunto de actitud, más que de capacidad–. Perseveran manteniéndose manos a la obra durante mucho más tiempo y siempre son reacios a abandonar. «Aún no lo he pillado», suelen decir, mientras que otros se desgañitan diciendo: «No valgo para» escribir, la historia, la música, las matemáticas, o lo que sea. La escolarización tradicional recompensa las respuestas rápidas –a quien primero levanta la mano–, pero un trabajo innovador de la mente, algo que perdura y que cambia el mundo, exige un progreso lento y firme. Requiere tiempo y devoción. No puedes saber qué podrás hacer hasta que te enfrentes a ello repetidas veces.

Las personas de mucho éxito que hemos estudiado aprendieron que para perseverar con lo que se proponían debían creer que podían conseguirlo –incluso se visualizaban a ellos mismos haciéndolo– y que debían comprenderse a sí mismos. ¿Cómo se trabaja mejor?, se preguntaban. ¿Cómo puede uno motivarse? Todos conocían el poder de la motivación intrínseca, muy superior al de trabajar para conseguir recompensas como calificaciones o títulos. «Los títulos nunca importaron», nos dijeron. Todo procedía de un deseo interior por aprender, por crear y por crecer. «Según mi experiencia en la vida –apuntó Neil deGrasse Tyson– la ambición y la innovación están siempre por encima de los títulos».

Sherry y sus compañeros de clase comenzaron a darse cuenta de que eran responsables de su propia educación. No lo hagas por el profesor, aprendieron, hazlo por ti mismo. Hazlo porque sirve para lo que tú necesitas, crecer. Años después ella nos dijo: «Salí de esa clase comprendiendo que no iba a la facultad por mis profesores. Ellos no vivían mi vida. Yo era la única responsable de aquello en lo que acabaría por convertirme».

CULTIVAR LA VIDA CREATIVA

Podemos comenzar a ver el desarrollo de esta vida creativa en personas que nunca asistieron al curso de Baker, pero que en última instancia experimentaron algo similar. Liz Lerman se convirtió en una de las más célebres e innovadoras coreógrafas del teatro estadounidense al combinar política y ciencias, introspección y construcción personal de significados, lo experimental y lo onírico. En miles de actuaciones de danza por todo el mundo, el Dance Exchange (Intercambio de Danza) borró las fronteras que separan las artes y las ciencias, el público y los intérpretes, el aprendizaje y el entretenimiento. Hasta hace poco ella no había oído hablar nunca de Paul Baker, pero ha desarrollado de manera independiente ejercicios parecidos para desatar la imaginación y la creatividad de líderes empresariales, políticos, educadores, etc. En el contexto de los ejercicios de Liz, tal y como lo expresó el premio Nobel de Economía Paul Samuelson, «las buenas preguntas tienen un rango muy superior al de las respuestas sencillas».

Liz procedía de un hogar determinado y de una tierra determinada, de una familia determinada y de una época determinada. Creció en Milwaukee, donde su padre le infundió el afán por ir en pos de la justicia, y donde aprendió danza y quedó fascinada por la historia de la política y por sus interminables disputas entre privilegios e igualdad. De niña, construyó un rico mundo de fantasía con muñecas y más tarde con personajes de novelas históricas. «Leía todos esos libros –nos dijo–, biografías y novelas históricas, y por la noche, antes de dormir, recreaba historias increíbles con sus personajes».

En ese mundo a lo largo de las orillas del lago Michigan, donde se amontona la nieve en invierno como el glaseado en un pastelillo, y donde también los niños juguetean en plena calle con los chorros de agua en un tórrido mediodía de agosto, Liz se esforzaba por encontrar sentido y propósito a la vida, por forjar sus propios principios y por encontrar un sitio y una forma de pensar que terminarían por llenar su vida de significado. Sus líneas vitales fueron casi siempre rectas, como la cuadrícula formada por las calles que se entrecruzan en Milwaukee, si bien en ocasiones se cortan en ángulos extraños, como en Muskego Avenue, o se curvan suavemente siguiendo las orillas de la bahía de Milwaukee. Sus ritmos procedían de las estaciones, del grupo de políticos del distrito electoral que mantenía ocupado a su padre, de los sonidos de la ciudad, de las clases de danza y de los ritos antiguos de preceptos religiosos.

Liz fue a la universidad con una beca de danza para el Bennington College en Vermont, donde las líneas corren colinas arriba, no como en el paisaje liso como una tabla de tierra y agua que acogió su juventud. Milwaukee y el lago habían sido como un escenario en el que los actores de su vida real y de la de fantasía bailaban al son de la política y la religión, donde Liz se había esforzado por averiguar cómo podría bailar a la vez que «hacer todas las cosas que mi padre esperaba que yo hiciera en este mundo, como combatir los problemas sociales o hacer justicia», donde había estado forcejeando durante «bastantes años» con «todo el asunto de Dios». En el Bennington College, las líneas y las pautas cambiaron, al igual que el espacio y el contorno, los sonidos y los ritmos.

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