«No, señor –le replicó–. Soy escritora». Baker rio, pero no a modo de burla, sino sólo como reconocimiento y aprecio de la confianza mostrada por ella. «Yo no estaba intentando hacerme la estudiante sabelotodo ni nada parecido –declaró ella posteriormente–, sólo intentaba ser exacta. No fui yo la que escogió ser escritora; sencillamente es en lo que me había convertido».
Pero ¿cómo lograron Sherry y otros estudiantes que hicieron el curso convertirse en gente tan creativa? ¿Qué se puede aprender de sus experiencias sobre su yo creativo? Para Sherry y para cientos de estudiantes que pasaron por ese curso mágico, las ideas más poderosas surgieron de un nuevo vocabulario que Baker les había dado, de la validación de su propia singularidad y de los ejercicios que hicieron para explorar esas ideas. Compartiré contigo, lector, algunos de los detalles de esos ejercicios y conceptos para ayudarte a ver lo inusual que puede llegar a ser el camino que conduce al desarrollo creativo y para presentarte una sencilla pero poderosa forma de razonar sobre la creatividad. Lo que aprendieron los estudiantes en el curso de Baker resume algunas de las ideas principales con las que nos encontraremos a lo largo del libro.
Cada acto creativo, insistía Baker, trabaja con cinco elementos: espacio, tiempo (o ritmo), movimiento (dirección o línea), sonido (o silencio) y contorno (o color). «Estos cinco elementos siempre han formado parte de mi pensamiento en cualquier proyecto que desarrollo –comentaba–. Se convierten en un lenguaje universal para el proceso creativo». Veremos estos mismos elementos en el trabajo creativo de todas las demás personas que hemos estudiado, independientemente de que procedan de las artes, las empresas, las ingenierías, las ciencias o las leyes.
Para ayudar a las personas a explorar esos elementos y para comprenderse a sí mismas con respecto a ellos, el curso «Integración de capacidades» invitaba a los estudiantes a participar en una serie de ejercicios llevados a cabo durante un semestre de quince semanas, y en cada uno de los casos a escribir acerca de sus reacciones internas ante ellos. Para empezar, simplemente cruzaban andando el escenario dos veces, una vez expresando tragedia y la otra expresando comedia, utilizando los momentos de esa experiencia para reflexionar sobre cómo ellos mismos pensaban acerca de lo que estaban haciendo y cómo utilizaban el espacio. «No hay maneras correctas o incorrectas de hacerlo –informaba Baker–, y sólo fracasareis en el caso de que no utilicéis el ejercicio para aprender algo sobre vosotros mismos».
En segundo lugar, Baker daba a los estudiantes una palabra y solicitaba de ellos que escribieran cualquier cosa que les pasase por la cabeza: les pedía que dejaran fluir como una arroyada los pensamientos de su mente consciente y que recogieran esos pensamientos sin importarles las reglas de la escritura. También les mostraba un boceto muy simple y les decía que comenzasen a dibujar. «Haced ambas cosas todos los días –insistía–, y fechad las páginas de manera que podáis volver a ellas y estudiar vuestro patrón de razonamiento».
Para el tercer ejercicio, Baker pedía a los estudiantes que analizaran a alguien que conociesen desde hacía mucho tiempo. Los estudiantes debían examinar los antecedentes y orígenes de sus protagonistas, cómo vivían y cuál era su ritmo de vida y, por último, sus principios y filosofías básicas. ¿Procedían sus protagonistas de una ciudad o de una granja, de un pueblo grande o de uno pequeño? ¿Qué les hacía ser como eran? ¿Qué hacían para divertirse? ¿Cómo trabajaban, caminaban, se sentaban y hablaban? ¿Qué colores vestían? «Tomad todo lo que sepáis sobre esa persona –les pedía Baker– y reducidlo a un ritmo que podáis palmear con vuestras manos. La capacidad de comprender el ritmo ya la tenéis», recordaba a la clase. «Habéis estado haciéndolo toda vuestra vida; desde que estabais en la cuna, por el ritmo de cada persona ya sabíais cuál era la que acabaría cogiéndoos en brazos».
Pero no os limitéis a seguir el ritmo, advertía a la clase. Cualquiera puede dar palmas con sus manos de alguna forma. Eso es fácil. En lugar de ello, utilizad el estudio para explorar vuestra propia forma de pensar. ¿Cómo reaccionáis ante las personas, y cómo se integran todos los elementos que habéis descubierto en la vida de un individuo? Y lo más importante, ¿cómo creasteis algo original? Para poder avanzar en este cometido, debéis dejar de preocuparos por los resultados. Sumergíos en el proceso y construid mediante esta tarea una vida completamente nueva.
En el cuarto ejercicio, los estudiantes elegían un objeto natural inanimado y comenzaban a escribir adjetivos descriptivos sobre él –sobre su color, textura, líneas, masa y puede que hasta su ritmo–. Lo observaban desde diferentes ángulos y con estados de ánimo distintos, y escribían tantas palabras como podían imaginar. Desde ahí, empezaban a darle un ritmo y a partir de ese ritmo creaban un personaje, una persona que comenzaba a actuar. Escribían un diálogo para su personaje y creaban una escena con texto, un espacio que era reflejo de la naturaleza del personaje. «Después de someterlo quince o veinte veces a un proceso de destilación –les decía Baker– conseguiréis tener listo un resultado. Cada vez que lo proceséis, escribidlo, y retroceded obligándoos a empezarlo de nuevo». Les recordaba de nuevo que tenían que dejar de preocuparse por los resultados y comprometerse con el proceso. «Cuando se está construyendo una clase de vida nueva para uno mismo, este proceso de descubrimiento es la clave del crecimiento. No tengáis prisa por obtener una respuesta rápida o un resultado», concluía.
En el quinto y culminante ejercicio, los estudiantes descubrían un objeto que contenía muchas clases diferentes de líneas, y dibujaban en papel las que les gustaban; una rama de árbol, una piedra irregular o una flor, cualquier cosa con líneas complejas servía. Después empezaban a abandonar las líneas y a sentir el ritmo con el que se encontraban, y los colores y sonidos que eran capaces de asignar a los diferentes trazos. Comenzaban a descubrir qué líneas les complacían y cuáles podrían descartar. Puede que remarcaran algunas dependiendo de la respuesta de sus músculos a las líneas, y que abandonaran otras, las menos atractivas. Baker pedía a los estudiantes que prestasen atención a sus músculos, que dejasen que sus respuestas físicas a las líneas y al ritmo dominasen sus reacciones y que evitasen por completo cualquier tipo de intelección. Este ejercicio final duraba varias semanas, durante las cuales los estudiantes producían diversas obras de arte que eran derivaciones de esas líneas que ellos habían conservado y sobre las que hacían sus desarrollos. Unos escribían música, otros pintaban y otros esculpían. Pero no importaban los productos. «Es un ejercicio en el que vais a escuchar a vuestros propios músculos», les decía Baker.
En todos estos ejercicios, Sherry y sus compañeros de clase encontraron recompensas, no en los resultados que produjeron, sino en la oportunidad que cada ejercicio les proporcionó para explorar su propio pensamiento y la manera en que respondían al espacio, al tiempo, al color, al sonido y al contorno. A ninguno le importó lo que representaban sus ejercicios, pues sólo los utilizaban para mantener consigo una conversación interior. Gracias a estas actividades extravagantes, poco a poco se fueron dando cuenta de las cualidades únicas que podían aportar a cualquiera de estas dimensiones. Empezaron a valorar el proceso creativo como el núcleo central de su propia educación y a considerar que si bien puede expresarse mediante las artes, también puede aparecer en una fórmula química, en una nueva forma de contemplar la historia, en un método novedoso de proporcionar servicios médicos, en una nueva técnica quirúrgica, en una cura para el cáncer, en un parque bien diseñado, en un plato creativo e incluso en lo que haces con tu dinero.
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