Bernardino Salinas,
profesor de la Facultad de Magisterio de la Universidad de Valencia.
1. What the Best Teachers College Do , Harvard University Press, 2004. La Universitat de València publicó las traducciones al catalán y al castellano ( El que fan els millors professors d’universitat , Publicacions de la Universitat de València, 2005 y Lo que hacen los mejores profesores de universidad , Publicacions de la Universitat de València, 1.ª ed. 2005, 2.ª ed. 2007), y la Universidade de Vigo publicó la traducción al gallego ( O que fan os mellores profesores universitarios , 2007)
Sherry Kafka procedía de un pueblo pequeño de las montañas Ozark de Arkansas. Su pequeña comunidad rústica, perdida en un remoto lugar de ese estado básicamente rural, carecía por completo de los recursos artísticos que más tarde definirían su vida y harían de ella una de las más celebradas diseñadoras y urbanistas del país. De hecho, contó con posterioridad que en su pueblo ni siquiera había un cine. Semanalmente llegaba «un señor» con una tienda, la plantaba en la plaza y pasaba una película, «si es que esa semana no se emborrachaba».
Su familia no tenía mucho dinero, y a menudo cambiaba de residencia para buscarse el sustento. En doce años fue a dieciséis escuelas y, a mitad de su último curso, se cambió de un instituto bastante grande en Hot Springs a un caserío minúsculo que sólo tenía seis estudiantes a punto de graduarse. «Creo que al final únicamente cinco de nosotros lo conseguimos», contó más tarde. «Fui incluso a escuelas que ya ni existen, pues eran tan pequeñas que fueron incapaces de retener profesores suficientes». Pero todo ese ajetreo no la desalentó. «Hizo que me forjara mis propios métodos para poder aprovechar lo que las escuelas me ofrecían», concluyó. «Entendí muy pronto que cada escuela es una cultura, y que mi trabajo era entrar en esa escuela y comprender cómo funcionaba esa cultura».
Nadie de su familia había ido a la universidad 1 directamente desde el instituto, si bien su padre sí que asistió ulteriormente a un seminario baptista. Rara vez leían algo distinto de la Biblia y, a excepción de las sagradas escrituras, en las casas en las que se crio no había libros –sólo relatos–. Cuando tenía cuatro o cinco años, su bisabuelo le contaba historias que él había escuchado de sus padres, o algunas que iba ideando directamente sobre la marcha. Tras inventarse una historia que dejaba encantada a la niña, la señalaba con su dedo y le decía: «Ahora cuéntame tú un cuento». Y ella empezaba. El anciano le hacía preguntas sobre los personajes y los animales que aparecían en sus cuentos, obligándola así a inventar más detalles acerca de ellos. Cuando Sherry estaba en octavo, 2 algunos años después de que muriese su bisabuelo, decidió que ella era un «personaje del cuento» y que quería ser escritora. Se dio cuenta de que tenía que aprender más para llegar a ser escritora, y eso quería decir que finalmente tendría que ir a la universidad.
Como su familia era pobre, sabía que no sería fácil, y empezó a buscar la manera de poder pagarse su educación superior. En su último año de instituto ganó un concurso nacional de escritura que prometía correr con todos los gastos de su primer año de universidad. Cuando preguntó a sus padres a qué universidad podría ir con la beca, le dijeron que podría acudir a una universidad de Texas porque conocían allí al director de una residencia que cuidaría de ella si caía enferma.
Ese otoño se presentó en el campus, eufórica por su nueva aventura en esa distante ciudad, y le dieron una lista con las asignaturas obligatorias. No obstante, antes de irse de casa se había prometido a sí misma que cada semestre haría al menos una asignatura «sólo para mí», algo con lo que disfrutara. Cuando vio la lista de obligatorias encontró una feliz coincidencia, una asignatura que parecía interesante y que además era un requisito para los estudios de Bellas Artes.
Se trataba de una asignatura del Departamento de Teatro llamada «Integración de capacidades». Su nombre le traía a la memoria un recuerdo de la infancia. Cuando era pequeña, su padre le había dicho que la gente con más éxito, las personas «más interesantes», las personas que «logran más de la vida», son las «personas que están mejor integradas». Él le había dicho que debía establecer vínculos entre todas las asignaturas que cursase y que debía encontrar en qué coinciden, así como las maneras en que se solapan. «Cuando estudiaba», concluyó ella, «solía pensar en lo que pasaba en biología y cómo eso se podía aplicar en inglés o en música».
Decidió matricularse en ella, lo que cambiaría su vida.
Sus clases tenían lugar en un extraño teatro con escenarios en los cuatro costados y sillas que podían girarse en todas las direcciones. El primer día de clase, nada más sentase en una de esas sillas de respaldo alto, entró en la sala un hombre de pelo oscuro y rizado y se sentó en el borde de uno de los escenarios. Comenzó a hablar sobre creatividad y personas. «Esta es una asignatura para descubrir vuestra propia capacidad creativa –dijo a los estudiantes–, y toda la ayuda que tendréis en vuestro descubrimiento será vosotros mismos y lo que consigáis saber sobre cómo trabajáis». 3
Sherry contó después que jamás se había encontrado con nada parecido a este hombre extraño que se sentó en el borde del escenario con su chaqueta y su corbata. «Vamos a plantearos algunos problemas –comentó–, y algunos de ellos son bastante disparatados, pero todos funcionan». Mientras Sherry se retorcía un tanto en su silla giratoria, él continuó: «Lo que traéis a esta clase es a vosotros mismos y vuestros deseos de participar, y lo que aquí haréis dependerá en última instancia de ello».
En ese primer encuentro y en los días que vendrían, su profesor, Paul Baker, invitó a Sherry y a todos los demás estudiantes a participar en una nueva clase de aprendizaje. «Para algunos –decía–, crecer consiste casi exclusivamente» en mejorar la memoria, nada más. Para otros, «es lo que hay detrás de cómo funcionan las cosas –cómo montar un motor, ajustar cañerías, combinar fórmulas, resolver problemas, etc.–». El propósito de ese tipo de crecimiento, seguía apuntando, «nunca es desarrollar un método nuevo sino convertirse en un gran experto en los métodos antiguos». Para un tercer grupo crecer significa desarrollar «cultos» y «sistemas» mediante los cuales se pueda apreciar «lo lejos que otros se encuentran de los niveles que ellos mismos establecen». «Se reúnen, dan órdenes, palmaditas en la espalda, fuman puros en trastiendas, pertenecen a comités importantes, se convierten en una especie de artistas, músicos, actores, profetas, predicadores, políticos... Dejan caer nombres de personajes importantes y se cubren a sí mismos de estatus».
Sólo para unos pocos, concluía Baker, «crecer es el descubrimiento del poder dinámico de la mente». Es descubrirse a uno mismo, quién eres y cómo puedes hacer uso de ti. Ese es todo tu bagaje personal. Baker enfatizaba que en toda la historia humana nadie ha tenido nunca tu conjunto de químicas corporales y experiencias vitales. Nadie ha tenido nunca un cerebro exactamente como el tuyo. Tú eres único en tu clase. Puedes contemplar los problemas desde un ángulo desde el que nadie más puede verlos. Pero debes descubrir quién eres y cómo trabajas si confías en poder liberar las facultades de tu propia mente.
Sherry Kafka seguía sentada en esa silla giratoria, escuchando muy atentamente, mientras su profesor la invitaba a penetrar en ese nivel de crecimiento, el más alto. «Todos sois únicos», seguía diciendo, y tenéis mucho que ofrecer a este mundo. «Cada uno de vosotros tiene su propia filosofía, su propio punto de vista, sus propias presiones materiales y su propia formación», enfatizaba. «Procedéis de un lugar determinado, de una familia concreta con o sin antecedentes religiosos; habéis nacido en un determinado hogar de una familia determinada en una determinada época. Nadie más en el mundo ha hecho eso mismo». «Podéis –aseguraba Baker–, crear de una manera como nadie más puede hacerlo».
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