Cansado de anotar y reflexionar, decidió darse un descanso, pero ganaba en su mente la decisión de no hacer nada de momento. Con su silencio, se preguntaba qué pensarán ellos. Le sorprendió, al hacerse esa pregunta, que él mismo se respondiera; que le daba igual. Ahora, y utilizando su forma de hacer las cosas, de las más banales a las más complicadas, desde que se sintió mayor y que no le había ido nada mal sobre todo en su etapa universitaria, sería él y solo él quien llevaría la iniciativa. « Me deben una explicación, muchas explicaciones» — se decía.
De repente surgió en su pensamiento una duda no menos trascendente: « ¿Quiénes son mis padres biológicos, o quiénes fueron?»
Calaba en su interior que toda su vida anterior, la más lejana y la más reciente, incluso la actual, pasaban a un segundo plano. En milésimas de segundo recibió un mensaje en su cansada mente que recogió al instante: «Paralízalo todo hasta encontrar todas las respuestas. Todas».
Significaba que comprendía que su vida académica sería incompatible con su ignorada nueva situación . Por alguna razón le era muy fácil deducir que nada sería coser y cantar. Sin saber qué sabía el cómo, y ese pasaba porque el tiempo correría más que él. No se equivocaba en absoluto.
Se abandonó en el sillón, terminó su copa y se dispuso a tomar otra.
Quería aprovechar una rara sensación de tranquilidad y de paz.
Sensación muy distinta a la que tuvo cuando tropezó con el contenido de… la carpeta roja. A partir de ahora la llamaría la ventana, concepto que repetía a sus alumnos cuando les animaba a ver más allá de lo conocido.
«Mirad por la ventana. Por la ventana de vuestra alma. Haced como los grandes sabios de la gran sabiduría griega. Mirad hacia fuera para encontrar respuestas y guardadlas en vuestro interior».
Asier dejó pasar una semana como si nada hubiera ocurrido. Estaba convencido que esta actitud por su parte dejaría descolocados a sus padres que, con toda seguridad, se estarían preguntando si de veras era posible que su hijo no hubiera encontrado aquella carpeta. Sabían lo ordenado que era y se les haría imposible aceptar que aún no hubiera dado cuenta de las cajas con sus pertenencias. Daría lo que fuera para ver a través de una rendija las caras de Jesús y Abantza en estos momentos. Su madre se preguntaría, «¿ cómo es posible que ni tan siquiera haya llamado para decirnos que estaba bien?» Más difícil era imaginarse lo que estaría pensando su padre, más frio y calculador que ella. Deberían, lógicamente, estar preparados desde hacía tiempo para responder todas y cada una de las preguntas que, seguro, él les haría una vez descubiertos todos aquellos papeles que confirmaban el proceso de una adopción normal en el que él, era el adoptado.
Transcurrida esa semana ya no se planteaba otra opción. Era absurdo buscar otra explicación que le conviniese más. Debía aceptar lo que parecía más evidente. Cualquier circunstancia que justificara aquella situación, de existir tal circunstancia, conseguiría saberla. Y entonces ya vería qué reacción tendría.
Mientras se imaginaba la situación en casa, no dejaba de sonreír estuviera donde estuviera. En la compra, cocinando, paseando o en una pizzería. Sin embargo y a pesar de todo, no dejaba de sorprenderse a sí mismo. Jamás se hubiera imaginado esa frialdad en él. Era consciente, eso sí, que tarde o temprano debería dar algún paso , de lo contrario Jesús y Abantza podrían sospechar cualquier cosa que en nada le beneficiaría, aunque a ellos se los imaginara impertérritos y siempre preparados a su llamada o visita.
Aquella noche de sábado sonó su móvil. Quien fuera que le llamara no le tenía en su agenda. Solo aparecía un número. Dudó durante unos segundos, pero finalmente contestó.
—Sí. Dígame. ¿Quién es?
—¡Asier!, cariño… ¿no me reconoces?» —Una voz de mujer demostraba una alegría casi contagiosa en su voz. No, no la reconocía. Y le sabía mal, porque parecía muy sincera en su expresión alegre, como de quien se reencuentra con un ser querido después de mucho tiempo sin verse y no saber nada de él.
—Lo siento de veras. No la reconozco. —En segundos pensó en la universidad, en sus compañeras de clase. Incluso pasó como un rayo, por su cabeza, la imagen de alguna chica en su etapa del instituto.
Pero… ¿cómo sabía su número de teléfono?, aunque ¿y por qué no?
—Me lo imaginaba. Han pasado muchos años, aunque en su día nos veíamos cada día en tu casa.
Le dejó esa pista . Aquella voz, « nos veíamos cada día», «en mi casa». ¡Claro!
—¡Josefina! —gritó Asier.
Era Josefina. Sí. Estaba seguro. La chica que en su día acogieron en su casa Jesús y Abantza, muy poco antes de que él naciera. Eso le habían contado sus padres y ella misma. Contratada a través de una agencia, no tardaron mucho en acomodarle una habitación para ella, que hasta aquel momento residía en un piso de alquiler. Era una más de la familia. Se ocupaba de todo lo concerniente a la vivienda y estaba al cuidado de él. Era una pieza fundamental. Sí. Cuidó de él durante años, liberando a Abantza de unas horas que se le hacían muy difícil de conciliar con sus obligaciones en el hospital. Jesús… Bueno, Jesús había jurado que en cuanto Asier se hiciera mayor se ocuparía de él muchas más horas. Así que… ¿cómo olvidarse de Josefina?
—¡Qué alegría Josefina! ¿Cómo estás? ¿Dónde estás? —De repente se dio cuenta que estaba ametrallando a preguntas sin dar ningún resquicio a respuesta alguna.
—Bien, Asier. Estoy bien, gracias a Dios. Soy madre de una preciosa pareja de gemelos. —Josefina no podía disimular su alegría.
Josefina se fue para empezar una nueva vida con su pareja Raúl. A Raúl lo recordaba muy vagamente. En alguna ocasión fue invitado a almorzar o cenar en casa. Era taxista y lo recordaba como una muy buena persona. Quería a Josefina. Incluso a los jóvenes ojos de Asier esa evidencia era innegable.
Cuando él tenía dieciocho años, Josefina ya había cumplido los cuarenta. Y aunque recordaba que le entristeció mucho su marcha, comprendía que algún día ella encontraría a un alma que la quisiera igual. En cualquier caso su marcha no significó jamás romper ningún tipo de lazo. Recordaba que llamaba a casa con frecuencia, e incluso era Abantza quien en ocasiones lo hacía.
—He llamado a tu casa y tu madre me ha contado dónde vivías desde hace unos días. Le he pedido el número de tu teléfono y no he tardado en llamarte, ya ves…
—Me haces muy dichoso, Josefina. ¿Por qué no venís a mi casa algún día? Tú, Raúl y por supuesto vuestra parejita . ¿Qué edad tienen? —se interesó.
—A punto de cumplir los 16. ¡Cómo pasa el tiempo Asier! Él se llama como su padre, Raúl. Ella María. Gracias a Dios nacieron sanos y así siguen. Son muy buena gente. Él trabajará pronto de mozo de almacén de una gran superficie. El estudio no se le daba muy bien, y su padre me convenció que no había que forzar la situación. Así que… buscó trabajo y tuvo la suerte de encontrarlo. Ella, María, quiere seguir estudiando. Si todo va bien quiere hacer Farmacia. Veremos cómo le va —afirmó orgullosa.
—Pues ¿cómo le va a ir? Bien Josefina, bien. Seguro que sí… —se dio un respiro. Josefina se dio cuenta de ello.
—Aún estás recuperándote de la sorpresa… —le ayudó Josefina.
—Sí, verás. Puede parecerte que soy oportunista. Pero te prometo que he pensado mucho en ti, en vosotros. Reconozco que no recuerdo haber sabido nada del nacimiento de tus hijos. Y estoy seguro que en casa, después de que tú les dieras la noticia me lo contaron, pero… —reconoció Asier.
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