Al contrario. Sentía que había traicionado, durante más tiempo del que hubiera deseado, la suya propia al no darle el espacio y el tiempo que le demandaba. No es que no hubiera accedido a su llamada. Una consecuencia de su percepción al respecto de su celosa privacidad era que, en el fondo, temía por la reacción que pudieran tener sus padres a su emancipación, ahora ya, a una edad quizás, más necesitados de él.
Se equivocaba de nuevo. Asier comprendió, demasiado tarde según cómo lo veía él, que la reacción de cualquier persona, tenga el lazo que tenga con él, varía en función de las circunstancias y del tiempo. Y mucho más en su caso del cual desconocía sus inéditas particularidades.
No solo bendijeron su decisión; le empujaron a ella. Ellos estaban encantados de oír sus planes. La esperaban. Era el momento justo. Su particular programa impedía que fuera antes o después. Así pues, le animaron y le confesaron que habían hablado entre ellos sobre la cuestión. Jamás le hubieran invitado a ello bajo ninguna circunstancia no fuera que le hirieran y los malinterpretara… pero deseaban por su bien que se decidiera a dar el paso que acababa de anunciar. Su plan de emancipación, pues, no tenía ningún motivo para más retraso. En cuanto acabara este curso aprovecharía el verano para mudarse a su nuevo domicilio cuya búsqueda dejó a cuenta de profesionales, y que a mitad de curso le indicaron que habían encontrado para él un lugar perfecto según sus anunciadas preferencias. Un ático en alquiler en la calle Londres en el barrio La Guindalera, uno de los pequeños barrios del de Salamanca. Tras visitar el ático dio de inmediato su aprobación.
Sí. Encontraron lo que él buscaba, y el precio del alquiler se lo podía permitir con desahogo.
Los recuerdos que Asier tenía de su infancia estaban, todos ellos, presididos por un halo de felicidad, opulencia, amor, amigos, amigas, fiestas, viajes. Eran recuerdos de un todo del que, hasta hoy, se sentía enormemente agradecido a quienes lo hicieron posible. Recuerda que toda su familia, además de sus padres, lo colmaban de todos sus caprichosos deseos que, sin darse cuenta, o sí, hacía partícipes a toda la familia en cuanto tenía algún miembro de la misma cerca de él. Bien es cierto que no frecuentaban su casa. Su familia se contaba con los dedos de la mano y vivían dispersos por la geografía española.
A pesar de todo, Asier no era un niño que se percibiera, desde el exterior, repelente. Quizás fuera porque se movía siempre entre ambientes propios de su condición social, o simplemente porque él mismo sabía poner el límite de lo permisible en el punto justo. Jamás, recuerda, tuvo ningún roce negativo con nadie ni en casa ni en el colegio. Pero solo eran sus recuerdos… La labor de sus padres, en este sentido, era muy equilibrada. No dejarían que nada le faltase, pero no permitirían que creciera con soberbia e irrespetuosidad frente a nadie.
Eso era imprescindible para llevar a cabo, sin problemas ajenos a los conocidos, su minuciosa preparación.
Con el paso de los años, Asier seguía siendo fruto del ambiente en el que vivía y de su entorno prefabricado por Jesús y Abantza. Se llevaba perfectamente bien con la asistenta de la casa a la que respetó con suma educación desde que supo que Josefina no era un miembro más de la familia sanguínea pero que servía a sus padres desde muy poco antes de que él naciera y a la que le profesaban una estimación indisimulada.
Josefina entró en su casa a través de una agencia especializada. Fue tal la connivencia entre ellos y tan rápida, que le prepararon una habitación de su ático para que dejara el piso de alquiler donde vivía sola. Por aquel entonces, Josefina tenía casi 22 años quedando huérfana de padre un año antes, después de no poder superar un cáncer de estómago. De su madre nunca supo nada. Ni ella preguntó jamás ni su padre tuvo tampoco ninguna gana de contarle nada sobre ella. No hubiera podido decir la verdad…
Josefina, cuando Asier estaba ya en su primer curso como estudiante en Filosofía y Humanidades, se marchó tras encontrar un alma gemela de la que no se separó jamás, y no tardaron en hacer planes de una vida en común y propia. Asier supo por sus padres que Josefina era feliz y dichosa en su nuevo hogar. Casi diecinueve años daban paso a una nueva vida para la buena de Josefina.
Sí. Había sido educado, en casa, para un comportamiento intachable y respetuoso por y para todo el mundo, sin distinción de clases. No era suficiente poder ir al mejor colegio del barrio de Salamanca ni al mejor instituto. La función que debían hacer para con él, Jesús y Abantza, nunca quedó rezagada a un segundo término. Para el futuro de Asier era tan o más importante su formación académica como su formación personal, íntima… la que le daría derecho a formar parte del «clan familiar» a través de la desconocida y privada fuerza familiar y de la que él tardaría aún años en conocer en profundidad. Esa responsabilidad era única y exclusivamente de Jesús y Abantza.
Ahora, a punto de mudarse, Asier repasaba con suma rapidez todas las vivencias regaladas que obtuvo, todos los consejos y enseñanzas que le repetían sus progenitores para que el árbol jamás creciera torcido.
Siempre les estaría agradecido de que no permitieran que las facilidades materiales dominaran su escala de valores. A raíz de ello Asier siempre fue en cada etapa de su vida una persona responsable, empática, amable, respetuosa y de formas y fondo que estuvieran a la altura de una persona respetada y respetable.
* * *
Cuando Asier cumplió la mayoría de edad no tuvo que recordarles a sus padres nada que pudiera poner en cuestión su privacidad. Era consciente que había sido educado por y para su privacidad.
Recordaba el celo que pusieron Jesús y Abantza en ello, y no fueron contradictorios. Jamás le preguntaron nada sobre posibles amistades especiales. Se sintió siempre liberado de ello. Aunque bien es cierto que mantuvo una breve relación con una chica de su clase en el bachillerato y que residía cerca, nada trascendió en casa. Y pudo haberlo hecho, porque significó la primera prueba para su bien tratada alma desprovista de disgusto alguno hasta aquel momento. Supo sufrir a solas el descubrimiento de que otro chico se interpuso entre ellos.
Aunque jamás se propuso cerrar la posibilidad a un nuevo encuentro con otra chica, era verdad que la experiencia le supuso un exceso de desconfianza que le alejaba de cualquier posibilidad seria. Era su vida, y solo suya… supuestamente.
Su dedicación a los estudios era plena. Tanto es así que incluso se alejó algo de sus mejores amigos que arrastraba de niño y que, como él, cada año iniciaban un nuevo curso en el mismo colegio y después instituto.
Cuando empezó sus estudios universitarios se volcó por completo a ello. Por fin llegaba la hora de dar cuenta a su vocación que anidaba en él desde su adolescencia. La Filosofía. Esa era su vocación… de la que siempre dudó de su procedencia. Quedaban resquicios en el tiempo para amistades, para salir de vez en cuando con su grupo y los aprovechaba. Pero su prioridad era llegar a ser algún día profesor de universidad de Filosofía y Humanidades en la misma universidad donde había elegido hacer méritos para ello: Universidad Pontificia Comillas. Universidad privada, católica y dirigida por la Compañía de Jesús. El lema de la misma, «El valor de la excelencia», resumía perfectamente, y así lo entendió él siempre, su objetivo y la trascendencia del mismo… para él y para todo lo que surgiera en el futuro en su vida privada no profesional.
* * *
Alto y corpulento, Asier adoptó la costumbre de ir al gimnasio de la facultad cuando ya ejercía el primer año como profesor. Nada esclavo de su cuerpo, algún compañero de la docencia le aconsejó que se dejara ver por las instalaciones deportivas y que las utilizara. Le vendría bien para la desconexión, y su fortaleza no solo descansaría en un cuerpo joven si no que, quizás lo más importante, también en su mente.
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