Establecer una simple cronología... parecería un ejercicio terriblemente tedioso y fútil. Desenredar la asombrosa confusión, la madeja de múltiples relaciones, unidas a la flexibilidad y una sorprendente fragilidad de las alianzas entre grupos políticos e individuos, entre pueblos o incluso entre poderes soberanos, sería una empresa monumental. El analista, movido al principio por los más nobles motivos, se siente al final invadido por un irresistible deseo de abreviar y simplificar... Toda presentación remotamente clara de los acontecimientos, ordenada, seleccionada, sujeta a causas bien definidas, motivada por una serie lógica de acontecimientos, acaba pareciendo, en cierta manera, una construcción artificial. 5
No era de extrañar, creía Heers, que los historiadores se hubieran refugiado en el relato de la historia de las instituciones, mucho más manejable, aunque no permitiera «captar las realidades de la vida política desde el punto de vista social». Como gran parte de los autores de su tiempo, y desde entonces, Heers pensó que las respuestas podían estar en la prosopografía –una biografía colectiva detallada de los actores políticos de la época y su miríada de interconexiones–. Este libro propone, en cambio, otra aproximación, una que remarca las consonancias y patrones compartidos –las estructuras– de la vida política europea y trata de reseguir sus interacciones y progresos. Comencemos con algunos ejemplos de comportamiento político estructurado.
El 12 julio de 1469, el duque de Clarence, el arzobispo de York y el conde de Warwick se amotinaron contra el gobierno del rey Eduardo IV de Inglaterra (1461-1483), indicando en una carta abierta que, por «el honor y el provecho de nuestro citado señor soberano y el bien común de todo su reino», proponían la unión con otros señores para presentar al rey una serie de protestas y peticiones que les habían sido entregadas por sus «verdaderos súbditos de diversas partes de su reino de Inglaterra». 6 Estas protestas enumeraban la manera en que ciertos reyes anteriores habían sido alejados del consejo de los grandes señores por hombres únicamente interesados en «el lucro singular y el enriquecimiento de sí mismos y de sus linajes». Así, dichos reyes se habían empobrecido y habían acabado imponiendo tributos extraordinarios y desorbitados sobre el pueblo, en especial sobre los enemigos de aquellas «personas sediciosas»; habían permitido a aquellos hombres suspender la acción de la ley y de la justicia, y habían favorecido a sus amigos y seguidores en las disputas. Como consecuencia de todo ello, el reino se había reducido al desorden, la división y la pobreza. También en aquellos momentos parecía que Eduardo IV estaba rodeado de un grupo de personas similares, que habían despojado al rey de sus tierras, le habían obligado a alterar la moneda, imponer impuestos desorbitados y exigir préstamos forzosos que no se devolvían, malgastar la tributación pontificia, suspender la ejecución de las leyes contra sus clientes y apartar a los verdaderos señores de su propia sangre del consejo. Teniendo esto en consideración, los «verdaderos y fieles súbditos y comunes de la citada tierra, por el gran bien y seguridad del rey, nuestro señor soberano, y el bien común de la tierra», pedían que dichos hombres fueran castigados y que el rey recuperara los bienes perdidos mediante el consejo de los señores espirituales y temporales, con el fin de liberar al pueblo de una tributación innecesaria, como había prometido en su último parlamento.
Cinco años antes, el 28 el septiembre de 1464, el marqués de Villena, el arzobispo de Toledo, el almirante de Castilla y otros señores se habían amotinado de manera similar contra el gobierno del rey Enrique IV de Castilla (1454-1474), expresando su preocupación por el «bien de la cosa pública de vuestros regnos e señoríos», afirmando hablar «en voz é en nombre de los tres estados». 7 En una larga carta, dichos señores recordaban el buen consejo que los magnates habían dado al rey al inicio de su reinado, instándole a regirse a sí mismo y a su pueblo conforme a las leyes y las costumbres, de la misma manera que habían hecho sus gloriosos ancestros y como, de hecho, tenía la obligación de hacer. El rey, alegaban, no había seguido este consejo y, por el contrario, se había rodeado de enemigos de la fe católica y de hombres de fe sospechosa, a quienes había recompensado de manera abundante, prefiriendo su consejo al de los grandes señores. Como consecuencia, la Iglesia y el pueblo habían sido castigados con impuestos y extorsiones. La tributación pontificia para las cruzadas se había aplicado de forma inapropiada y la moneda se había alterado y devaluado. Como la ley solo actuaba en favor de los hombres que rodeaban al rey, los súbditos no se atrevían a poner demandas ante sus tribunales y grandes zonas del reino habían quedado destruidas por la falta de justicia. El rey no recibía las peticiones que se realizaban por su propio bien, sino que las respondía violentamente, como si las hicieran sus enemigos. Y aún se recontaría mucho más cuando el rey estuviera dispuesto a escuchar las quejas del pueblo, pero en aquellos momentos lo importante era acudir a la raíz de los problemas: «la opresión de vuestra real persona en poder del conde de Ledesma, pues parece que vuestra señoría non es señor de faser de sí lo que la razon natural vos enseña». Enfatizando su lealtad al rey, su preocupación por su honor y su alma, y su deseo de responder a las quejas del pueblo, los confederados pedían que Ledesma y sus «parciales» fueran llevados a prisión y que el rey convocara Cortes para ordenar el buen gobierno de sus reinos.
Cuando los historiadores han debatido estos dos episodios, más bien similares, lo han hecho en relación con la situación política nacional de cada caso: las tensiones emergentes entre Warwick el Hacedor de Reyes y el usurpador de los York, por una parte, y las discordias entre facciones que rodeaban al «impotente» rey Enrique IV, por otra. También han tendido a relacionar las pretensiones públicas de dichos opositores como espurias y les han asignado motivos personales; de hecho, esencialmente los mismos motivos personales: tanto Warwick como Villena habían sido anteriormente consejeros cercanos y aliados de sus reyes respectivos, pero tras el inicio del reinado habían sido desplazados por otras figuras pujantes y, supuestamente, se habrían mostrado resentidos por ello. Se han destacado ciertos patrones –al fin y al cabo lo que Warwick estaba haciendo en 1469 ya lo había hecho Ricardo de York en 1450, mientras que las maniobras de Villena y sus aliados reproducían más o menos las palabras y acciones de las ligas de nobles que habían acechado el poder de Juan II de Castilla con anterioridad–, pero dicha posición se ha tomado generalmente para socavar la credibilidad de las protestas, aunque se reconozca que tanto en la Inglaterra como en la Castilla de mediados del siglo XV existían muchas razones para protestar. Estos paralelos historiográficos son bastante interesantes y volveremos sobre ellos, pero antes debemos tratar otro paralelo histórico , uno que, además, normalmente se obvia. Como resulta claro de los pasajes citados, los formatos de aquellas dos rebeliones fueron sorprendentemente similares. En ambos casos los magnates afirmaban actuar por el pueblo –y no solo por el pueblo, sino por el pueblo como comunidad política: los comunes o los «tres estados»–. Dichos magnates redactaron, o hicieron circular, manifiestos en vernáculo y reprodujeron una letanía más o menos similar de protestas sobre los malvados consejeros del rey, que habían ascendido de la nada y estaban alterando, por su control interesado de la persona real, el desarrollo político de la justicia, los consejos y la fiscalidad. Eran casi exactamente las mismas quejas que el duque de Borgoña y otros príncipes de la llamada Liga del Bien Public realizaron contra Luis XI en 1465, y las hicieron también de la misma manera –con cartas públicas escritas en lengua vernácula, reconociendo su lealtad y apelando a reunir la asamblea tradicional representativa, es decir, los Estados Generales–. Asimismo, las familias dirigentes que se rebelaron contra los Medici en Florencia en 1466 también anunciaron sus pretensiones en cartas públicas, que clamaban para que la ciudad fuera gobernada por sus magistrados tradicionales y no por la voluntad de unos pocos hombres, cuya avaricia había llevado a la ruina general a causa de unos impuestos excesivos y cuya corrupción había generado un desorden que había destruido la confianza en las leyes.
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