Según Ireneo, la regla es el criterio que sirve para probar la doctrina y para desenmascarar a los herejes. «He aquí la regla de nuestra fe, el fundamento del edificio y el sostén de nuestra conducta»[3].
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La vida de Ireneo coincidió en el tiempo con la de Tertuliano, un converso que escribía desde Cartago, en el norte de África: ambos hombres mostraban intereses semejantes; ambos redactaron varios volúmenes de obras antiheréticas; y ambos apelaron explícitamente a la regla de fe. Tertuliano se sintió obligado a explicar la regla en términos explícitos, unos términos que se parecen cada vez más a los que acabarán abriéndose un hueco en los credos.
Su declaración más concisa de la regla se encuentra en el tratado Sobre el velo que han de llevar las vírgenes. Al igual que Ireneo, Tertuliano se refiere a la regla como algo distinto de cualquier intento de expresarla verbalmente, del mismo modo que el Evangelio es distinto (aunque no independiente) de los evangelios escritos.
La regla de la fe es en todo tiempo inmutable e irreformable: consiste en creer en un solo Dios todopoderoso, Creador del mundo; en Jesucristo, su Hijo, nacido de la Virgen María, crucificado bajo Poncio Pilato, resucitado de entre los muertos al tercer día, recibido en los cielos, que está sentado ahora a la diestra del Padre, de donde vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos por la resurrección de la carne[4].
La regla de fe no es la totalidad de la fe, sino la enseñanza más fundamental y esencial en la jerarquía de las verdades de fe (ver CCC 234).
Y en la antigüedad su expresión, pese a contar con la aceptación general, nunca estuvo codificada. La forma verbal que adopta en las obras de autores tan distintos y tan dispersos geográficamente como Ireneo de Lyon, Tertuliano de Cartago, Clemente de Alejandría, Hipólito de Roma y muchos otros, es semejante pero no idéntica.
Normalmente la expresión que tomaba se confeccionaba a la medida de las exigencias planteadas por las circunstancias. Si un autor se enfrentaba a alguna herejía en concreto, hacía hincapié en la doctrina amenazada por los herejes. Por eso Ireneo insistió en la bondad de la creación, Tertuliano en la divinidad una y trina y Clemente de Alejandría en la necesidad de la Iglesia.
Tertuliano reconocía que la doctrina cristiana se desarrolla a medida que la Iglesia va profundizando gradualmente en su comprensión de la verdad. Pero todo desarrollo legítimo está supeditado a la regla de fe y nunca debe contradecirla. «Conservando esta ley de la fe, todos los demás aspectos de la disciplina y la conducta admiten novedad en la corrección, creciendo hasta el fin la gracia de Dios». La regla es la salvaguardia contra los excesos de la especulación teológica: «Esta regla fue enseñada por Cristo, y no suscita entre nosotros otras preguntas que aquellas que presentan las herejías y que convierten a los hombres en herejes»[5].
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A medida que la fe iba afrontando desafíos y disensiones venidos tanto de sus perseguidores como de los herejes, las Iglesias se vieron en la necesidad de concretar la regla de fe con mayor detalle y precisión. En el Egipto del siglo III Orígenes estableció las siete categorías generales de la regla que consideraba esenciales: (1) la unidad de Dios y su papel como Creador; (2) la divinidad del Verbo, hecho carne en Jesucristo; (3) el culto al Espíritu Santo; (4) la inmortalidad del alma y la realidad del juicio; (5) la existencia del demonio y los ángeles; (6) el hecho de la creación en el tiempo; y (7) la autoría divina de las Escrituras[6].
No parece que nadie secundara las «reglas de la regla» de Orígenes: ni siquiera él, cuyos —casi— resúmenes de la fe presentan variaciones de contenido.
No obstante, a lo largo de esas primeras generaciones de la vida de la Iglesia se puede observar un movimiento hacia la estandarización; o, cuando menos, un vivo deseo de contar con un estándar fijo. Los Padres emplearon fórmulas distintas —con matices y énfasis distintos— para cada circunstancia histórica distinta. Aun así, no cabe duda de que fueron suficientes dos siglos para constatar patrones recurrentes de provocación y respuesta.
Si «Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y por los siglos» (Hb 13, 8), el objeto del culto verdadero será siempre, en palabras de Tertuliano, inmutable e irreformable. Ya en los albores de la era cristiana exclamaba san Pablo: «¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué incomprensibles son sus juicios y qué inescrutables sus caminos!» (Rm 11, 33): unas palabras que no eran menos ciertas en el siglo III.
En la llamada de la Iglesia a la regla de fe no se descubre sino el reflejo del misterio de Dios y del asombro de su pueblo. Ninguna fórmula era capaz de contener a un Dios infinito y eterno. Lo que los cristianos pretendían proteger con su búsqueda de una profesión de fe más precisa era el misterio mismo de Dios. No se trataba de una mera cuestión de lógica, sino de amor: un amor divino y sin límites que los herejes del siglo IV quisieron ligar al tiempo.
Estaba en juego el vínculo familiar. La regla de fe transmitía la verdad de la alianza, su historia y su doctrina, contenida en un sobrio resumen.
[1]San Ireneo de Lyon, Contra los herejes 1.9.4.
[2]Ibid., 1.22.1.
[3]San Ireneo de Lyon, Demostración de la predicación apostólica 5.
[4]Tertuliano, Sobre el velo que han de llevar las vírgenes 1. Ver también otras fórmulas contenidas en Sobre la prescripción de los herejes 1.3 y Contra Práxeas 2.
[5]Tertuliano, Sobre la prescripción de los herejes 13.
[6]Orígenes, Sobre los principios, prólogo 3-8.
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