El credo señala el camino hacia la conversión a una Iglesia peregrina en la tierra y a cada uno de sus miembros.
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De ahí que los credos hayan sido siempre una parte esencial del rito del bautismo, uno de los medios utilizados por la Iglesia primitiva para garantizar el cumplimiento del mandato de Jesús: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). Algunos de los credos más antiguos que conocemos son meras afirmaciones con las que se confiesa la fe en cada una de las Personas de la Santísima Trinidad. A lo sumo, añaden alguna afirmación de que Jesús es Dios y hombre, que fundó la Iglesia y que los muertos resucitarán.
En sus inicios la Iglesia carecía de Biblias, misales y libros de himnos. Los apóstoles solían resumir los acontecimientos salvíficos de la vida de Jesús en breves y escuetos sermones —resúmenes del Evangelio— que acabaron conociéndose como la «regla de fe». En el capítulo 2 de los Hechos de los Apóstoles observamos el desarrollo de ese proceso. Pedro predica un resumen de la vida y la misión de Cristo (ver sobre todo 2, 29-36) y el corazón de la gente experimenta un cambio (v. 37): «Aceptaron su palabra», «fueron bautizados» (v. 41) y recibieron la Eucaristía (v. 42).
El credo fue para ellos la puerta de entrada a la transformación por la gracia materializada en los sacramentos de iniciación.
Se trata de un patrón que encontramos repetidamente en el Nuevo Testamento y, más adelante, en las obras de los primeros Padres de la Iglesia.
Aunque la regla de fe adoptó distintas formas, siempre afirmó una serie de misterios: Dios es uno; Dios se ha hecho hombre en Jesucristo; Cristo ha muerto; Cristo ha resucitado; Cristo ha sido glorificado y vendrá de nuevo. Con el tiempo estas declaraciones se hicieron más detalladas y más estandarizadas, y fueron universalmente aceptadas como sellos de la fe. En Oriente las conocían como «vara de medir».
Desde muy pronto existieron dos tipos de credo: los dialogados en forma de preguntas y respuestas y los de forma declaratoria.
La Iglesia emplea la forma dialogada en el bautismo y durante la Vigilia Pascual. Es un credo que expresa en términos dramáticos el movimiento de conversión, que va de la renuncia al pecado y al mal («¿Renunciáis a Satanás?»: «Sí, renuncio») a la afirmación del Dios verdadero («¿Creéis en Dios Padre Todopoderoso?»: «Sí, creo»).
Esos dos «síes» resuenan potentes, exultantes y con la firmeza del compromiso, como los votos esponsales y los solemnes juramentos que se prestan ante los tribunales. Al igual que el matrimonio, el credo nos cambia. Señala un hito en la historia de nuestro proceso de conversión. Nos «va haciendo».
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El «credo declaratorio» nos resulta más familiar: lo recitamos en una u otra de sus formas en la misa dominical. Está compuesto de una serie de frases que proclaman nuestra fe en muchos misterios individuales (pero relacionados entre sí): la paternidad de Dios, la filiación divina de Jesús, la divinidad del Espíritu Santo, la misión de la Iglesia.
La mayoría de los misales contienen el Credo Niceno y el Credo de los Apóstoles. El credo niceno recoge la fe explicitada en los dos primeros concilios ecuménicos de la Iglesia celebrados en el siglo iv: el concilio de Nicea (325 d.C.) y el de Constantinopla (381 d.C.). El credo de los apóstoles, bastante más breve y menos detallado, se basa en la fórmula más antigua empleada por la Iglesia de Roma y lo encontramos en distintas formas ya desde el siglo III.
Durante los últimos siglos, en la misa dominical las Iglesias de Occidente han utilizado por lo general el credo niceno. El credo de los apóstoles, más breve y sencillo, es un buen sustituto en las misas de niños.
Recitamos el credo después de la homilía y lo hacemos de pie. Cuando pronunciamos las palabras «y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre», se suele hacer una inclinación.
El credo es la culminación de la liturgia de la Palabra. Hemos escuchado las palabras de los profetas y cantado las alabanzas de los salmos. Hemos recibido el Evangelio de un modo tan real como lo recibió la asamblea de san Pedro en aquel primer Pentecostés. Y ahora, mientras recitamos el credo, pronunciamos nuestro «sí», nuestro credo, igual que el padre implorante del evangelio, igual que el ciego de nacimiento, igual que Marta. Alimentamos lo que hemos recibido.
El hecho de que en nuestra liturgia el credo siga a las lecturas de la Biblia es significativo, ya que resume la historia de la salvación. Y no deja de ser útil que siga a la homilía: así, aunque nuestro párroco tenga un mal día y su sermón no haya sido demasiado coherente, siempre se le pone un buen broche con la regla de fe.
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Nuestros credos, que surgieron a partir de esas formas más simples y más antiguas, se desarrollaron con el tiempo. A medida que la Iglesia se iba enfrentando a interpretaciones erróneas, disensiones y amenazas, hubo que responder con una enseñanza cada vez más clara. La doctrina de la Iglesia no sustituía ni sustituye las palabras de la Escritura; al contrario: el dogma es la explicación infalible que la Iglesia hace de la Escritura. Porque la Biblia no es un texto de libre interpretación: así lo afirma incluso la propia Biblia.
Pensemos en ese pasaje de los Hechos de los Apóstoles en el que san Felipe encuentra al etíope leyendo al profeta Isaías. «¿Entiendes lo que lees?», le pregunta Felipe; y el hombre replica: «¿Cómo lo voy a entender si no me lo explica alguien?». Y Felipe le contesta predicando la regla de fe (Hch 8, 31).
Dos mil años después, no estamos tan avanzados tecnológicamente como para poder prescindir de esa ayuda.
Lo que está claro es que los cristianos sí se sirvieron de ella en el siglo IV, cuando algunos empezaron a afirmar que Jesús no era «Dios» del mismo modo que el Padre era Dios. Decían que Dios no es coeterno ni coigual con el Padre. El movimiento arriano —que tomó el nombre de Arrio, su defensor más célebre— se difundió rápidamente por la Iglesia. Unas décadas después otro movimiento amenazó la fe cristiana tradicional en la divinidad del Espíritu Santo.
Para dar respuesta a ese desacuerdo la Iglesia convocó concilios y elaboró credos más detallados. No hubo más remedio que hacerlo así, porque el riesgo era alto. El blanco de los ataques era la verdad acerca de Dios: la verdad acerca de nuestra salvación. Y para «probar» su falsa doctrina los herejes presentaban argumentos persuasivos basándose en las páginas de las Escrituras. La historia fue demostrando que existían formas correctas e incorrectas de leer la Biblia. Los arrianos y los católicos sostenían doctrinas mutuamente excluyentes. Una tenía que ser cierta y la otra falsa.
Los concilios dejaron claro que la interpretación de los herejes no casaba con la forma en que los cristianos habían entendido siempre la Biblia: esa forma proclamada en el mundo entero en la regla de fe, en la liturgia del bautismo y de la misa y en los primeros credos.
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En el concilio de Nicea la Iglesia empleó en el credo una palabra que no aparece en la Biblia. El término griego es homoousion, que en castellano se traduce como «consustancial». Pese a estar ausente en la Escritura, resume todo el significado que esta contiene.
Homoousion expresa el significado esencial de la filiación. La experiencia de nuestra familia terrenal nos demuestra que los hijos y las hijas comparten la naturaleza de sus padres. Un padre humano no puede engendrar un perro o un gato, ni puede adoptarlos y reconocerlos legalmente como hijos suyos.
Cuando decimos que Cristo es «consustancial con el Padre», estamos diciendo que Cristo es Dios igual que el Padre es Dios. Los dos son coeternos. Los dos son coiguales. Comparten un amor que engendra vida, un amor que conocemos de un modo analógico e imperfecto gracias a la paternidad humana.
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