Julius Bahnsen - Lo trágico como ley del mundo y el humor como forma estética de lo metafísico

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Lo trágico como ley del mundo y el humor como forma estética de lo metafísico: краткое содержание, описание и аннотация

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Publicado en 1877 por Julius Bahnsen, uno de los principales representantes de la escuela pesimista alemana del siglo XIX," Lo trágico como ley del mundo y el humor como forma estética de lo metafísico" manifiesta el original modo de filosofar de Bahnsen, expuesto en su peculiar estilo literario, caracterizado por una amarga ironía y un corrosivo humorismo. En él presenta «in nuce» su estética, y los rasgos fundamentales de su «pesimismo de la contradicción», que se traduce en una reinterpretación de las categorías estéticas de la «tragedia» y el «humor». Se trata del escrito más accesible para el lector actual, que se sentirá en el centro mismo del nihilismo, ese mal de nuestro tiempo.

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Según esto, en esta obra la estética queda ejemplificada mucho menos desde el arte que desde la vida; pues ella no se ha reconocido nunca en ese endiosamiento del concepto, que deja valer el producto secundario como norma absoluta, al tiempo que rechaza lo primero y esencial, tachándolo de individual y contingente. La dialéctica real sabe que hay una necesidad más dura que la que procede de la incongruencia entre el ser particular y el concepto universal, sobre la cual descansa, en el fondo, todo lo que Hegel llama trágico. Por su parte, asume más bien inmediatamente al hombre tomado en su más profunda intimidad, anunciando la ley microcósmica que en él encuentra como una ley macrocósmica, porque para ella el mundo no es en general nada más que la suma existencial del conjunto de esencias homogéneas e individuales.

Como lo bello no es más que mera apariencia, lo trágico amarga seriedad, y lo humorístico ambas cosas a la vez, [5] parece realmente como si aquí escalásemos por una vez la terraza dialéctico-verbal, llegando al nivel de una síntesis. De manera que el poeta, al exclamar: « ¡Que aparezca lo bello!», 9 parecería tener razón, frente al critiqueo etimológico de los lingüistas. Pues la voluntad que se satisface, sorbiendo su sustento en la apariencia, a través del manjar del intelecto, es la misma voluntad que se comporta estéticamente, y que exige apagar en el conocimiento su sed de verdad. Ahora bien, arte y ciencia se mueven en un antagonismo que les es inherente: pues la voluntad, por un lado, quiere ser engañada a cualquier precio; pero, por otro, nada desea menos que serlo. Por eso, los amigos del arte han sido seducidos desde hace mucho con la seguridad de que lo bello garantiza la única pausa de reposo sin molestias en la lucha por la existencia, pues lo bello le permite a la voluntad recuperar fuerzas para seguir luchando; de manera que el arte resultaría imprescindible para cualquier época, pues supone un retorno ideal al Paraíso perdido, una suerte de sueño celestial en la tierra; y aquellos que prefieren no entregarse irremisiblemente a los abismos de un pesimismo sin consuelo, no dejan de alabar, tanto ante sí mismos, como ante los demás, el «valor de la ilusión».

Pero todo esto no altera lo más mínimo el valor de la dialéctica real, ante cuya penetrante mirada todo lo que a primera vista parece reconciliado, se trasforma en engaño y locura. Aun cuanto la voluntad necesita alguna vez del mencionado autoengaño, que se vale de la mera apariencia, es ahí donde se encierra el hecho de su auto-desgarramiento.

Dado que la voluntad es en su fundamento más profundo única, no deja nunca de anhelar una plena realización de la unificación desde la fáctica dualidad fenoménica, que se corresponda con la unidad metafísica; y lo que a ella le seduce por encima de toda medida en relación con lo bello, es la creencia momentánea de que en su percepción se produce irresistiblemente una [6] realización existencial de algo que, sin embargo, es eternamente irrealizable. Con un par de instantes de beatitud, la voluntad cree ceñirse la brillante corona celestial de la paz, sin parar mientes en la escisión que atraviesa la realidad entera de su ser y de su devenir; se sueña en posesión ideal de un goce sagrado, retrotraída al seno de una ausencia de lucha pre-mundana (solo posible en tanto esa señera apariencia no tienda a corporeizarse como tal en el fenómeno, pues si esto por ventura sucede, la paz y felicidad no pueden durar mucho). Mientras dura la experiencia, la voluntad disfruta de la embriaguez de una especie de haschisch anímico, ligado a una aparente carencia de cuerpo y peso; pues, finalmente, parece haber logrado aquello hacia lo que ha tendido en vano desde eternidades: producir una figura sin falta ni tacha, que satisface su deseo de placer más íntimo, olvidando que su negatividad nunca penetra en el reino de una felicidad positiva, más allá del querer paliar, aminorar o evitar el mal.

Es entonces cuando lo bello se reconoce como tal en la pura idealidad de su esencia más íntima, idealidad que se corresponde, efectivamente, desde el lado subjetivo, al correlato de una idéntica negatividad dialéctico-real de la voluntad, la cual goza solamente en el olvido de cualquier contenido de goce, esto es, en el olvido de su contenido de necesidad. Solo así pueden trazarse por doquier los hilos de esta trama engañosa: porque, por un lado, se presenta algo imposible (la satisfacción final de la voluntad), y por otro algo impensable (la contradicción lógica que supone un goce sin goce), apoyados ambos originalmente en la negatividad metafísica real de una voluntad que quiere tanto como no quiere, y que es, al mismo tiempo, tanto Voluntas nolens como Voluntas volens. 10

Y, sin embargo, se trata siempre de la misma voluntad: la que se engaña a sí misma en lo bello, por medio de su unidad básica, sobre su auto-escisión fundamental; la que se conoce en lo trágico como auto-escindida, y la que se eleva sobre sí misma en el humor, volviendo contra sí misma su propia dualidad, y poniendo al espíritu victoriosamente contra lo querido, en correspondencia con los tres grados de la intuición inmediata [7], la reflexión racional y la especulación metafísica, que abarca ambos grados previos unificándolos, aunque se trata, desde luego, de una unidad no reconciliadora, sino cargada de contradicción.

Así pues, es algo místico lo que se impone por igual en todas las formas de lo estético; pues incluso al ámbito intermedio se le ve deslizarse por encima del conocimiento intelectual que apunta al puro conocimiento de la causalidad, hacia la imposibilidad lógica de unificar factores tan contradictorios como igualmente justificados: pues, para el puro racionalismo, lo trágico permanece siempre como algo enigmático; y lo mismo le sucede con el humor, que le parece una tontería, y lo bello, una insulsa imaginación. Solo la dialéctica real puede consolarnos del oxymoron que supone algo a la vez imaginario y esencial; solo ella enseña a concebir la impresión estética como un poder real, que, a pesar de toda su vaguedad, es algo más que una pura nada o una vacía ilusión.

Si nos permitimos tomar el efecto de lo sublime dinámico, tanto empírica como lógicamente, como la impresión estética primaria, originaria y elemental, esta abarca ya implicite 11 y en forma germinal toda la antinomia estética, y anticipa potentialiter 12 su última y más elevada autorrealización en la negatividad humorístico-pesimista. El sentimiento de lo sublime supone placer, a la vista de lo que amenaza al individuo; pero según la intensidad y amplitud del intelecto, se comporta respecto de lo humorístico de la misma forma que lo hace el suicidio respecto de la auto-negación ascética del quietismo, dentro de la ética schopenhaueriana. Solo puede alegrarse de la negación del mundo aquel que ha dejado tras de sí la ancha calle que conduce al desvarío optimista, a través de la entera apariencia eudemonológica. Quien quiera estar preparado para ser humorista, y ser capaz de [8] hacer objeto específico de su consideración la íntima nulidad de mundo, ha de haber comprendido primero el carácter simplemente momentáneo de la supuesta reconciliación de lo eternamente escindido que ofrece la red de Maya, valiéndose de la seducción que supone el gracioso engaño de lo bello.

Quien no ha atravesado previamente las amarguras que acarrean los placeres del amor, no ha recibido aún la iniciación para ver cómo las nupcias de la cabeza y el corazón producen este «joven guía», fruto de un mundo que ha envejecido. Esto es lo que hace igualmente impotente para lo trágico y el humor a la desilusión meramente senil, que carece apenas de experiencia realmente vivida. Al permanecer prisionera de la unilateralidad del egoísmo, tiene tan poca receptividad para el dolor asociado a los conflictos trágicos, como escasa ingenuidad de entrega para el estímulo de lo bello, y solo produce en el terreno humorístico la contraimagen de una mofa maliciosa. Aquel que, como Lázaro 13 o Jean Paul, se ha aventurado más profundamente en la esencia del humor, se ha visto obligado a reconocer que éste solo puede florecer sobre el suelo de un ánimo sembrado de escombros amorosos.

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