La conclusión de esta parte del argumento es que realmente existen bienes humanos objetivos, de un tipo que es racional para cualquiera tomar como buenas razones para las decisiones, las acciones, las actividades y los grandes proyectos en algún plan de vida. Hagamos lo que hagamos, y siempre que nos preguntemos qué hacer, la reflexión sobre la presencia de tales razones puede permitirnos alcanzar decisiones que nos parezcan acertadas sobre lo que debemos hacer. Por supuesto, podemos equivocarnos. Los hechos pueden resultar ser diferentes de lo que pensábamos. Asuntos que parecían inciertos al inicio de una línea de actuación pueden aclararse en un sentido contrario a nuestro proyecto. El prometedor estudio geológico que parecía justificar la apertura de una mina de carbón en un lugar determinado puede resultar ser defectuoso si aparece una falla inesperada que distorsiona la veta de carbón y hace que la mina sea económicamente inviable. Nuestras propias capacidades o intereses en cierta actividad o empresa pueden resultar ser insuficientes y puede que la decisión más sensata sea un cambio de profesión, incluso después de invertir mucho tiempo en adquirir la cualificación con la que uno ya no se siente cómodo. La razonabilidad y la racionalidad requieren una continua supervisión «ejecutiva» de las actividades propias para asegurarse de que siguen teniendo el apoyo de las razones que inicialmente apoyaron nuestra decisión deliberativa o de otras razones supervenientes que resultan apoyar la actividad de manera más satisfactoria.
En cualquier caso, claramente puede haber razones genuinas para hacer cosas, ya que hay valores objetivos genuinos. Su carácter depende efectivamente de nuestra naturaleza humana y comprenderlos es parte de lo que hace falta para comprender la naturaleza humana. «Razonamiento práctico» no es un oxímoron. Puede estar dirigido a todas las razones concernientes a uno mismo, a otros o a la comunidad, cuyo contenido son bienes humanos que tienen un carácter animal o ideal. Lo que permanece oscuro es qué significa ponderar o evaluar tales razones y discriminar entre las más y las menos importantes, o las que cancelan a otras o las invalidan o las excluyen de la actual deliberación. Para comprender tales cuestiones es necesario reflexionar sobre el razonamiento práctico, especialmente en lo referente a las razones concernientes a otros, de las que solo se ha dado hasta ahora una explicación bastante somera pero en las que se centrarán los capítulos 3 y 4.
5. DECIDIR QUÉ ES MEJOR HACER
Si hay hechos que tienen valor, de tal modo que tenemos razones para hacer cosas, ¿cómo debemos llevar a cabo este proceso de razonamiento? ¿Qué implica intentar actuar de la mejor manera, siempre que tengamos que decidir esta cuestión? Estas son las preguntas que hay que considerar ahora. Por el momento, se excluirán o se quitará importancia artificialmente a las cuestiones sobre los deberes, o sobre lo correcto y lo incorrecto —llamadas a veces «razones excluyentes»—. Surgirán en la discusión del capítulo 3. Supongamos que un agente se enfrenta a una decisión entre dos líneas de actuación aparentemente razonables y no tiene el deber de excluir ninguna de ellas. ¿Qué tipo de deliberación debe emprender ese agente y cómo debe llegar a una conclusión esa deliberación?
Una línea de argumentación que se propone frecuentemente pero no resulta muy útil para explicar esto se refiere a la «ponderación» o el «equilibrio» de razones. Digamos que hay que elegir entre hacer A y hacer B. Se asume que tanto hacer A como hacer B son buenos por al menos una razón. También se asume que, si hay alguna razón en contra de hacer A o B, no es una razón excluyente. Claramente, si la razón o las razones a favor de A o B no son más fuertes en algún sentido que las razones en contra que pueda haber, al menos una de las dos puede eliminarse sobre esa base. Sin embargo, puede resultar que se eliminen las dos y que no exista una tercera posibilidad C. En este caso, la elección entre A y B se presentará ahora bajo la forma de una elección entre dos males. En tal caso, lo razonable será intentar llegar una conclusión sobre cuál es el mal menor y decidirse por ese.
La cuestión de la elección entre males puede posponerse. Centrémonos simplemente en la idea de que se debe elegir entre A y B, y que tanto A como B están apoyadas por buenas razones. ¿Debe pensarse entonces en una deliberación en la que se enumeren todas las razones a favor de A y de B, se determine la fuerza o el peso de cada una de tales razones y después se sume la fuerza (o el peso) total de todas ellas en cada caso? Si las razones a favor de A tienen una fuerza acumulativa mayor que las razones a favor de B, entonces la deliberación revela que A es la mejor línea de actuación disponible. Lo más racional será decidirse por A en lugar de B. Si ocurriera al contrario, entonces B sería lo que se debe (decidir) hacer. Esto estaría claro si pudiéramos explicar cómo se debe calibrar la «fuerza» o el «peso» de las razones. ¿Lo encontramos de alguna manera inherentemente en los hechos y los valores que expresan? ¿O más bien asignamos pesos relativos como parte del proceso mismo de deliberación? Solo en el primer caso la «fuerza» o el «peso» nos proporcionarían una base independiente y objetiva para la evaluación. Sin embargo, es difícil ver cuál es el fundamento o el medio para medir tal peso o fuerza independiente de la deliberación.
Otra dificultad tiene que ver con la conmensurabilidad. Anteriormente parecía razonable identificar tipos de razones concernientes a uno mismo, a otros y a la comunidad, y diferenciarlas en términos de su contenido entre bienes animales e ideales. ¿Cómo debería elegir entonces entre algo que deseo mucho para mí mismo y algo que sería muy apreciado por mis amigos (pero que no les debo ni estoy obligado a hacer por un deber hacia ellos)? ¿Cómo puedo elegir entre dos aspectos del bien de las comunidades a las que pertenezco o entre lo que es bueno para una comunidad y lo que es bueno para otra? No existe aquí ninguna escala a priori evidente de bondad en la que nos podamos apoyar. Los utilitaristas pueden sugerir que, en cada caso, debemos intentar sumar el total de felicidad o de satisfacción de preferencias que provoca cada acción, o que parece probable que provoque, haciendo los descuentos apropiados según los grados relativos de probabilidad. Esa es una posibilidad a la que volveremos en el capítulo 6 pero, mientras tanto, dejemos anotadas aquí tres objeciones. La primera es que la capacidad de las personas ordinarias para calcular tales cosas, si es que son calculables, es en el mejor de los casos limitada, dados todos los problemas de probabilidad y la dificultad de medir la intensidad interpersonal de los placeres. La segunda es que puede implicar un replanteamiento de la pregunta en otros términos en lugar de una respuesta a la pregunta original. Incluso aunque podamos traducir las opciones a unidades netas de expectativas de placer (todos los placeres menos todos los dolores) o alguna otra unidad neta, no está justificado asumir que lo que constituye la bondad de los bienes con los que partimos sea simplemente su producción de placer o alguna otra base común similar de medida. La tercera se refiere a la satisfacción de preferencias. El razonamiento práctico se refiere a lo que es racional preferir en una situación de elección, así que es presupuesto por el utilitarismo de la satisfacción de preferencias en lugar de ser explicado por él.
Es mejor por el momento detenerse y dudar de todo el proyecto de «medida», así como las ideas presentadas sobre la «fuerza» y el «peso». Las deliberaciones reales parecen diferentes de este tipo de ejercicio. Para explicar por qué esto parece ser así, puede que valga la pena permitirme una modesta digresión autobiográfica.
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