Noelia Truffa - Escribiendo por el mundo

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En 2016, durante un viaje en solitario por el sudeste de Asia, arriba de un colectivo destartalado en el norte de Tailandia y rodeada de monjes budistas vestidos con túnicas anaranjadas, Noe lo vio muy claro: supo que quería dedicar sus días a viajar y escribir, y ya no hubo vuelta atrás. El 1.º de enero de 2019, después de años de soñarlo y planificarlo, ese sueño se convirtió en realidad y, acompañada de Omar, su pareja, transformó el viaje en su nuevo estilo de vida. Escribiendo por el mundo reúne los relatos de las vivencias de los primeros dos años de esa vida nómada en la que Noe y Omar recorrieron doce países de Europa, África y Asia. Es una mezcla entre crónica de viaje y diario íntimo. Por un lado, el viaje exterior, que incluye lugares, experiencias, mares, olores, montañas, fronteras, sabores y más. Por otro, el viaje interior, que recopila todas las decisiones, aprendizajes, trabas burocráticas y oportunidades que llevaron a Noe y Omar a tomar uno u otro camino, y van mucho más allá de los destinos en sí, convirtiendo a la comunión entre ambos en un viaje totalmente personal, único y subjetivo. A lo largo de las páginas de
Escribiendo por el mundo, Noe invita al lector a tener una experiencia interactiva y a sumarse al viaje a través de recetas típicas de cada uno de los países que visitaron y consignas creativas para «poner manos a la obra».

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Viendo la cantidad de veces que esos patrones se repetían, me surgió la idea de documentar esos lugares, por ejemplo, preguntando a sus dueños la historia del lugar y sacándoles una foto. Para eso tenía que vencer varias barreras. La primera y más fácil de resolver era la del idioma. La solucioné casi de manera instantánea escribiendo un texto en el que contaba quién era yo y lo que quería hacer, traduciéndolo al turco y guardando la traducción en el bloc de notas del celular. En el texto también explicaba que ellos podían responder oralmente en inglés, o bien escribir en mi cuaderno en turco. La posterior traducción al español corría por mi cuenta. Resuelto el detalle del idioma, tenía por delante la barrera que me parecía más difícil de superar: mi vergüenza y timidez.

A medida que los días pasaban, el plan me gustaba cada vez más, pero seguía sin animarme a cruzar ese límite y hacer lo más difícil para mí: hablar con la gente. ¿Podía ser tan estúpida como para dejar pasar una idea interesante solo por vergüenza? ¿Cómo salir de mi propio círculo vicioso? El viaje me tenía preparada una buena lección: a veces, para encontrar, hay que dejar de buscar. El rumbo de mi idea iba a cambiar por completo en Selçuk, una ciudad de treinta mil habitantes y con alma de pueblo en la provincia de Izmir, la última parada de nuestro recorrido por el interior de Turquía.

La ciudad de Selçuk es famosa por estar al lado de Éfeso, unas de las ruinas griegas mejor conservadas del mundo, y eso la convierte en una parada obligada para los amantes de la arqueología, como Omar.

Después de visitar las ruinas —incluso cuando no soy particularmente fanática de la arqueología— entendí gran parte de esa fama. Eran muy impresionantes. Pero, como suele suceder en el viaje, lo mejor de Selçuk no lo encontré ahí, en aquel recorrido establecido, sino justo cuando di un paso al costado.

Al día siguiente de la visita, mi capacidad de ver piedras y mármoles griegos estaba cubierta para rato. A Omar todavía le quedaba bastante cupo, así que decidimos dividir momentáneamente nuestros rumbos y hacer cosas diferentes. Museo de arqueología para él, caminata de exploración por Selçuk para mí, con el objetivo subyacente de encontrar algo para comer. Eran las tres de la tarde y el éxito de mi misión pendía de un hilo. La hora de la siesta estaba en todo su esplendor, la ciudad­pueblo parecía estar sumida en un letargo infinito, lugares para comer incluidos, y la esperanza de encontrar algo abierto disminuía con cada paso. Para ese momento, mi proyecto de entrevistar a dueños de minirrestaurantes estaba moribundo y casi olvidado por completo.

Después de unos minutos de caminata por las callecitas dormidas, lo logré. Tardé un parpadeo en saber que era el correcto. Era muy chiquito, apenas más grande que cualquier habitación promedio. Adentro había un hombre de unos cuarenta y cinco años y una mujer un poco más joven que tenía el pelo cubierto con un hiyab (velo que, opcionalmente, usan las mujeres musulmanas cuando están en presencia de varones adultos que no sean de su familia inmediata) floreado y muy colorido, y que a todas vistas era su esposa. El lugar estaba vacío a excepción de ellos dos, que cuando me vieron entrar y sentarme parecieron ponerse tan felices como yo de que nuestros caminos se hubieran cruzado en ese horario imposible.

Al instante me trajeron la carta, pero no la necesité. Después de dos semanas en Turquía, ya tenía mi plato turco favorito: adana dürüm , una especie de roll, originario de la región turca de Adana, en el que un pan plano circular muy delgado se rellena con carne picada de ternera o cordero cocida al carbón en una brocheta, pedacitos de tomate, perejil picado, cebolla cruda y pimientos asados. Hice el pedido y pusieron todo en marcha como si yo hubiera sido la única clienta en una eternidad, tanto que hasta me sentía culpable por hacerles prender los fuegos y poner la maquinaria a punto por un solo adana dürüm , que costaba diez liras turcas (poco menos de dos euros).

Como tenían que hacer todo desde cero, la comida tardó bastante en llegar, pero lejos de molestarme disfruté cada minuto que pasaba como si fuera oro. Una parte de mí quería que el tiempo se detuviera y me quedara ahí, en ese rincón tan turco, rodeada de almohadones y alfombras, leyendo el libro que me estaba acompañando por esos días, La bastarda de Estambul.

Me moría de ganas de sacar fotos del lugar, de ese pedacito de paraíso que había encontrado, pero como era tan pequeño, íntimo y los dueños podían ver cada uno de mis movimientos, la idea de sacar fotos me pareció demasiado invasiva. Decidí ir por la opción del recuerdo y, observando cada detalle del lugar, me propuse sacar la mayor cantidad posible de fotos mentales que pudiera.

No puedo precisar si pasaron cinco, diez o treinta minutos, pero en algún momento llegó la comida y mi adana dürüm no podía ser más rico. Terminé de comer, pedí la cuenta, pagué y, aunque estaba disfrutando muchísimo de ese momento tan simple, empecé a prepararme para irme. El operativo almuerzo estaba cumplido con creces y ya no tenía nada más que hacer ahí. O eso era lo que la lógica me decía.

El hombre hablaba un inglés muy rudimentario, pero algunas palabras en aquel idioma que teníamos en común fueron suficientes para combinarlas con gestos y ofrecerme una taza del turkish tea que estaba preparando.

En turco, la palabra se escribe çay , se pronuncia chai , y esa denominación tiene que ver con la historia de cómo la bebida milenaria llegó hasta aquellos lares. La idea de infusionar hojas de la planta del té en agua caliente para darle mejor sabor se originó en China alrededor del año 250 a. C., y a partir de ese momento se empezó a expandir hacia todo el globo. Pero el caracter chino que se usa para describir la palabra tiene pronunciaciones diferentes según la lengua que se habla en las distintas regiones del país. En chino mandarín (hablado mayormente en el norte, centro y suroeste de China) se pronuncia chá , y en chino min (hablado mayormente en la costa del centro y sudeste) se pronuncia . Estas dos pronunciaciones tan diferentes de un mismo caracter fueron las que derivaron en la forma de nombrar la bebida alrededor de todo el mundo, y sirven para saber desde qué parte de China cada país adquirió la costumbre del té. Derivados de la pronunciación se encuentran en idiomas como el latín ( thea ), el malayo ( teh ), el inglés ( tea ), el afrikaans ( tee ), el francés ( thé ), el esperanto ( teo ), el irlandés ( tae ), el sueco ( te ) y el español ( ). En cambio, derivados de la pronunciación chá están presentes en el esloveno ( čaj ), el checo ( čaj ), el kazajo ( shai ), el árabe ( shāy ), el búlgaro ( chai ), el griego ( tsái ), el uzbeco ( choy ) y el turco ( çay ).

Para terminar de convencerme, algo que le fue muy fácil, el hombre agregó que el té que me estaba ofreciendo era gratis, un regalo. Eso que para él era lo más normal del mundo, ofrecer un té, a mí me parecía un acto increíblemente generoso e inexplicable, e hizo que la sonrisa por ese regalo inesperado y más rico que cualquier delicia que pudiera imaginar fuera tan grande que no me entrara en la cara.

El té en Turquía es muchísimo más que una bebida, es una parte vital de su cultura. Se toma durante todo el día: antes, durante y después de las comidas, o simplemente como una excusa para reunirse. La religión de la mayoría de los turcos es el Islam y, como el consumo de alcohol está prohibido según el Corán, en Turquía (como en muchos otros países donde la mayoría de la población es musulmana) en lugar de juntarse en un bar a tomar una cerveza, la gente se reúne en una tetería y comparte un té como bebida social. Tanto en el hogar como en un restaurante, convidar a alguien una taza de té es un símbolo de amistad y hospitalidad.

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