Surgen cada vez más movimientos dentro del islam que apuntan nuevas maneras de entender la religión de Mahoma. Las orientaciones van, como hemos podido ver, desde un giro fundamentalista al laicismo, pasando por toda una escala de grises en los que islam y Estado interactúan de maneras diversas.
El islam puede adaptarse, de hecho, a un Estado laico o aconfesional. Igualmente, una sociedad musulmana puede ser secular y restringir la cuestión religiosa a la vida privada de forma que la fe no se convierta en un elemento necesario para la cohesión social.
La introducción de estos movimientos es lenta y avanza con las trampas que ponen occidentales y orientales (Amin, 2011). Los fundamentalistas islámicos tratan de obstaculizar el proceso mostrando, precisamente, que de ninguna manera el islam es compatible con valores como la democracia ( The Economist , 2011) o el laicismo (Magdi, 2008: 20-21). Otros no lo creen así y consideran que estos valores son posibles (aunque lograr su implantación puede ser complicado):
La relación entre democratización y la resurgencia islá-mica es compleja y es un elemento muy importante en términos de dinámicas políticas en el mundo islámico contemporáneo. En términos más generales, esos dos procesos entrañan empoderamiento popular y afirmación de la identidad comunal. La definición y articulación de esas aspiraciones en su especificidad muestra la diversidad del mundo musulmán (Esposito, 1996: 25).
Con todo, ya hay autores que señalan estos movimientos y apuntan hacia proyectos democráticos como el de Turquía o, de otra manera, el de Irán (Zubaida, 2009: 79). Además, esta nueva manera de entender el islam deberá adaptar la modernidad y sus retos sin que suponga una ruptura en las tradiciones y los usos (Hunter, 2008). 13 Dicho de otro modo, la modernidad inculcada por la fuerza no es duradera. Y ninguna institución fruto de ella será estable si no se articula con la historia y la tradición de los pueblos.
Las sociedades cambian. Lo hacen poco a poco, pero de ninguna manera podemos pensar que el islam, en plena efervescencia como está, permanecerá inmutable. El islam forma parte de una realidad global y está influenciado por el resto de los actores religiosos y culturales del entorno: «Yet “Muslim societies”–as concrete entities or in reality – are never monolithic as such, never religious by definition, nor are their cultures confined to mere religion» (Bayat, 2007: 8).
1.3.1. ¿Es el islam una religión misógina?
Así, las «sociedades musulmanas» –como entidades concretas o en realidad–nunca son monolíticas como nunca lo son religiosas por definición, ni sus culturas están confinadas a tan solo la cuestión religiosa (Esposito, 2006).
Y que Él creó las parejas, el macho y la hembra. De una gota de esperma eyaculada (Corán, 53: 45-46).
El papel de la mujer en el islam requería también una consideración especial por dos motivos que ya se han apuntado de manera más o menos explícita: la importancia de la mujer en todas las culturas como elemento social y la importancia que se da desde Occidente al tratamiento de la mujer en los países musulmanes.
Dicho esto, hay que afirmar que sí, determinadas formas de entender el islam (y en concreto las sociedades más fundamentalistas en las que ha tenido y tiene lugar) han supuesto tradicional e históricamente la degradación social de la mujer. No nos detendremos en compararlo con otras culturas y religiones si no es explícitamente necesario, dado que no se trata de zaherir esta religión o menoscabarla en virtud de ninguna otra sino de describir las tendencias y prácticas en las que se relaciona el estatus de la mujer y la religión de Mahoma.
Sí incidiremos en que en un primer momento la religión musulmana supuso un gran avance para los derechos de la mujer. La posibilidad de que esta heredara parte de la fortuna familiar o la posibilidad de solicitar el divorcio son, en su momento, rupturistas y revolucionarias. Además, varios pasajes de la sunna nos recuerdan la importancia de tratar adecuadamente a la mujer. El actual y aparente inmovilismo, lo retrógrado de muchas sociedades islámicas, no debe considerarse como perenne, sino, precisamente, como una evolución concreta que no responde a la «esencia misma de la religión musulmana».
Antes de nada, hay que tener en cuenta que el islam no surge aislado, sino rodeado de las otras dos «religiones del libro» (semíticas) en un contexto social diverso. Tenemos sociedades islámicas que han realizado prácticas terriblemente lesivas contra la mujer incluso antes de la llegada de esta religión. Prácticas como la ablación están más relacionadas con determinadas sociedades presislámicas que con el islam en sí mismo. No podemos generalizar –o al menos no deberíamos–cuando incluimos en el imaginario colectivo a los musulmanes y algunas de las prácticas vejatorias que sufren las mujeres en algunas de las sociedades islámicas.
Hay que tener en cuenta que el islam no es una religión homogénea y se practica de maneras muy diferentes en varios lugares, lo que supone que el papel de la mujer también varíe, así como su estatus social adscrito a las diferentes regiones en las que se practica. No es, pues, comparable la situación de la mujer musulmana en Irán, donde está obligada a vestir el velo islámico ( hiyab ) con la situación de lugares más seculares como Líbano o Túnez.
Además de las coordenadas progresistas y tradicionalistas de algunos países, cabe la necesidad de observar también cuál es el papel de las mujeres musulmanas en Occidente y cómo deciden vivir su religión en sociedades en las que su culto es minoritario. Hay que tener en cuenta que las mujeres musulmanas en Occidente sufren a menudo vejaciones de distinta intensidad por su condición religiosa.
Antes de empezar con el análisis surge la necesidad de señalar que en el mundo musulmán se produce una gran inflexión en torno a los años ochenta. Fue importante porque a partir de 1979 la revolución de Irán polarizó el mundo islámico. Viendo las diferencias cada vez más notables entre Oriente y Occidente, los musulmanes se dividieron entre aquellos que consideraron que era necesario seguir avanzando y modernizándose (preferiblemente conservando señas identitarias, es decir, sin occidentalizarse ) y los que consideraron que la pobreza de algunos de los países islámicos se debía a la propia modernidad (traída por «el gran Satán» occidental encabezado por EE. UU.) y que era necesaria una vuelta a las prácticas más antiguas, en concreto a las de los primeros cuatro califas, los llamados «bien encaminados».
Teniendo que generalizar para referirnos a la época moderna (por no ser ese el objeto del libro), antes del estallido del islam, las mujeres optaban por dos modelos. Las clases más pudientes vivían occidentalizadas , mientras que las capas más bajas vivían el islam más tradicional. En las ciudades, donde la modernidad era algo palpable, llegó junto a la tecnología el modo de vida occidental con algunos de sus apéndices, incluido el de la moda. Mientras, las mujeres del ámbito rural perpetuaban ellas mismas (las suegras y otras figuras hegemónicas del harén como la primera esposa imponían la tradición) un modo de vida denigrante desde el punto de vista occidental. Las mujeres rurales estaban completamente apartadas de la vida pública, eran a menudo analfabetas y estaban sometidas a las figuras masculinas –esencialmente a su marido y su familia.
Actualmente los tradicionalistas desean preservar o retornar a las formas del islam primitivo, por considerarlo perfecto. Para la mujer esto supone una vuelta a los siglos VII y VIII, es decir, tener nulos derechos humanos. Para defender esta postura usan el argumento de que aunque la mujer y el hombre son idénticos a ojos de Dios, sus papeles son complementarios y no coincidentes. Los Hermanos Musulmanes y las Yamaat-i-Islami son grupos neoconservadores que tienen este ideario.
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