Obvio. Un tío como él no sabría quién es Walter Bishop, el mejor científico de la historia de las series de televisión.
—Además de los gang bangs, ¿también te va el sado, Roberto?
—Me va, si eso te hace sentir mejor… Haría cualquier cosa por borrar de tu frente esas arruguitas de preocupación. —Guiña su espléndido ojo.
Se ha fijado.
Despierto un interés real en Roberto. No sexual. Bueno, eso también. Sin embargo, lo que percibo es que está angustiado por no poder cambiar mi estado anímico. Al final, hasta le caeré bien.
Recapitulemos: Roberto es adicto al sexo, pero no al sexo en sí; es, sobre todo, adicto a las mujeres, a darles placer y lograr que se sientan bien con él. Hay una clara adicción y retroalimentación en esa actitud. Si conmigo no lo logra, se frustra. Que es justo como está ahora. Por eso actúa como un león en una jaula de pájaro y dispara a traición.
—¿Crees que con el sexo se consigue todo? —Yo también sé disparar.
Se acerca a mi oído y susurra:
—Déjame bajarte las bragas, abrirte las piernas y comerte, y verás cómo con el sexo, una buena lengua y un buen orgasmo se consiguen muchas cosas.
—No, gracias —contesto amablemente—. Pero es un detalle que te prestes a hacerme guarradas en un taxi. Es tan bonito que creo que voy a llorar.
—Yo te haría llorar… pero de placer, nena.
—Ya te dije que ni apodos cariñosos, ni motes, ni diminutivos que te hagan creer que soy solo una vagina andante y abierta para ti las veintinueve horas como un colmado paquistaní.
Solo espero que el taxista sea alemán o mandarín, para que no entienda nada de lo que estamos diciendo. Pero por el tic de su ojo derecho, juraría que su cerebro está comprendiendo toda la conversación.
Fantástico.
—¿Disculpe? —interviene el taxista volcando su mirada negra en mí a través del espejo delantero.
—¿Sí? —pregunto. Roberto ha abierto la ventanilla y el aire está sacudiendo mi melena a lo loco.
—¿Es usted la señoriña que sale por televisión?
—Depende —contesto con toda la simpatía que el calor, la asfixia y la angustia me permiten. Me recojo el pelo con una mano—. Hay tantas que salen en la tele, ¿verdad?
—No hay muchas con su pelo —dice señalando su propia cabeza calva—. ¡Menuda mata! ¿Me da un poco?
Entrecierro los ojos.
Serdo. Fantaseo con darle una coz desde el asiento de atrás, traspasar la tela y la estructura del respaldo y golpear su nuca, hasta que tenemos un accidente. Sea como sea, él se come el airbag, sí o sí.
—Entonces, ya lo sabe todo sobre mí —comento con sarcasmo.
—Sí, mujeeer. Usted es la de los fóricos , que se santiguan por todo. —¿En qué idioma me habla? Mí no entender —. Y les hace terpaias.
Vale. Mí no entender… una mierda.
—¿Fóbicos quiere decir? ¿Terapias? —pregunto intentando adivinar lo que dice.
— Esu he dichu. —Sonríe feliz.
El señor no es ni de las Islas. Es gallego, claro está. Tenemos unas lenguas maravillosas en nuestro país, ¿a que sí?
Una vez fui a Cádiz y fue como visitar Rusia, aunque con mejor clima y la gente muchísimo más simpática. Esos gaditanos ¡qué especiales son! Sé que ellos están muy orgullosos de hablar así. Y yo me entretuve mucho intentando descifrar palabras. Quien dice Cádiz, dice Girona o Lleida. El catalán más cerrado que te puedas echar a la cara está en esas dos comarcas, y no hablemos del menorquín. Aunque, bueno, tengo la teoría de que el menorquín tiene que ser una lengua antigua, como el arameo o el sánscrito. Y aun así, aunque hablen raro, me encantan.
A pesar de todo, creo que lo de este hombre no es un problema de que no controla el idioma, es simplemente que le encanta inventarse palabros.
A continuación, veo cómo saca el teléfono móvil y me lo enseña, girando su cabeza en un ángulo imposible, como hacen todos los muñecos inmortales de G. I. Joe.
—¿No le importará que nos hagamos una fotiña ?
Un claxon procedente del carril de al lado avisa de que estamos a punto de colisionar lateralmente.
—¡Señor, por el amor de Dios! —exclamo señalando la carretera—. ¡Mire hacia delante!
—Vale, está bien —se excusa con una parsimonia envidiable—. Pero ¿y un seflie , señoriña ? Esu sí pudemos hacerlo, ¿eh?
—No, después, señor… —Y señalo histérica un camión de frutas que pasa rozando el taxi—. ¡Mire la carretera! ¡Después!
El taxista levanta el brazo y conduce con la mano izquierda. No me lo puedo creer. El cretino hasta sonríe para quedar bien, y al final hace un selfie.
¡Puto tarado!
Me enseña el resultado para más inri.
Sale su cara partida por la mitad, Roberto de perfil y riéndose como si la situación le encantara, y yo como una salvaje de la selva, con todos los pelos en la cara y la boca desencajada.
No pienso dejar que repita la foto ni siquiera cuando hayamos aparcado.
Puerto de la Cruz
Nos refugiamos tras la fachada de una enorme casa de alquiler con piscina propia, jardín, más de seis habitaciones, y unas vistas envidiables del Puerto. La caravana está a buen recaudo en el aparcamiento privado del porche delantero.
Necesitábamos un lugar así para trabajar tranquilos, sin mirones, sin flashes de móviles y sin: «¡Becca, quiero hablarte de mi marido, que tiene fobia a limpiar!». O «¡Becca, tengo un novio que odia los profilácticos!».
Sin palabras.
Nos hemos instalado inmediatamente. Tengo la necesidad imperiosa de darme una ducha y cambiarme de ropa, y es lo primero que hago. Una vez aseada y con una indumentaria más propia del clima canario, aprovecho para reunirme con Ingrid y Bruno en el salón que goza de unas vistas admirables del Puerto. Roberto se está duchando y tarda más que una mujer, así que es mi momento para liberarme del marcaje al hombre que me está haciendo desde que nos subimos al avión, y centrarme en el problema real y el que más me preocupa ahora.
La ausencia de Axel.
Ingrid y Bruno escuchan con pesar y algo de estupefacción lo que les cuento sobre la muerte del padre del jefe de cámara. La relación entre esta pareja parece haberse congelado. Después de lo que vi en Madrid, y de admirar el carácter que sacó Ingrid para que la dejara en paz, mucho me temo que Bruno tendrá que hacer unos esfuerzos titánicos para recuperarla.
—¿Y cómo está Axel? —me pregunta Ingrid, preocupada. Su pregunta tiene mucho sentido. Yo, que soy la persona más cercana que tiene este hombre, y con la que comparte momentos tan íntimos, debería saber cómo se siente Axel, ¿verdad? Pero no lo sé.
—Fue Fede quien contactó conmigo para decírmelo —contesto sin rodeos. La expresión de Ingrid lo dice todo. Ella también conoce a Axel, y me conoce a mí. Está claro que está de mi parte—. De Axel no sé nada. Le he llamado un montón de veces y no me coge el teléfono.
—Aparecerá tarde o temprano. —Me pone una mano sobre el hombro—. Siempre lo hace.
Ya. ¿Y si no vuelve? No soportaría que no volviese. Madre mía, cómo ha cambiado el cuento para mí.
—Supongo. Hay que darle un tiempo para que se reponga —explico lo más serena posible, ignorando mi creciente ansiedad—. Tiene que pasar el luto para volver a trabajar.
—¿Y qué podemos hacer nosotros? —pregunta ella, sobrecogida.
—En realidad, lo único que nos queda es ponernos a trabajar. —Los miro fijamente.
—Yo me encargaré de todo hasta que él vuelva —dice Bruno mientras trastea una pequeña cámara entre las manos.
Ingrid le dirige una mirada de indiferencia por encima del hombro, y Bruno la advierte, pero decide no darle importancia. La tensión se masca con claridad.
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