Sin embargo, siempre he dicho —y seguiré diciendo— que admiro a cada uno de mis pacientes fóbicos, ansiosos, depresivos, obsesivos… Porque siguen adelante. La mente es el músculo que más debe trabajarse y cuidar para llegar un día a comprendernos nosotros mismos. Todos mis pacientes están en el camino de autoencontrarse, pero para ello tienen que perderse más que Adán en el día de la Madre.
He permitido a Fayna que acompañe a su amiga, agarrada a su brazo, como dos abuelitas. Mi loca del collar de perro no deja de señalar a todos los bebés que ve detrás del cristal. Señala a aquellos que tienen gorritos con orejas de animales, y no lo hace porque estén adorables, sino porque quiere esos gorros. Me parto de risa con ella.
Una vez estamos dentro, le pido a Fayna que nos deje a solas. Ella, que es muy protectora con su amiga, accede a regañadientes.
Marina, por su parte, no quiere ni mirar a los bebés, y deseo averiguar por qué.
Roberto, en cambio, se mantiene alejado del cristal de la sala de neonatos, con las manos metidas en los bolsillos, una pierna cruzada sobre la otra, apoyado en la pared de enfrente.
Bruno revolotea a nuestro alrededor con la cámara.
Mantengo el pinganillo bien presionado a mi oído, por si quiere darme alguna indicación especial. Me he acostumbrado ya a la presencia de un objetivo y estoy familiarizada con todo el argot y los procedimientos de una grabación, hasta el punto de que me siento en casa y ya no me incomodan en absoluto.
—Bien. —Agarro a Marina de la mano, que camina arrastrando los pies, y doy un paso al frente.
Veo nuestro reflejo en el cristal que separa la sala de bebés del pasillo de visitantes y observadores. Ella tiene un cutis limpio y claro, aunque eso hace que la sombra debajo de sus hermosos ojos sea más pronunciada. Mi pelo está todo lo ordenado que puede estar, y me gusta cómo me sientan mis gafas de montura roja. Pero quien me conozca de verdad notará que mis ojos azules claros no están luminosos, señal de lo disgustada y triste que me tiene la indiferencia y el apartheid que demuestra Axel por mí. Me centro en los bebés, porque me ayudan a sonreír y a no pensar en el pobre diablo.
Roberto no deja de observar a las parejas que se acercan a ver a sus hijos. Algunas mamis en silla de ruedas acompañadas por sus maridos, emocionados y felices por haber traído una nueva vida al mundo. Una vida de la que son responsables, y a la que deben colmar con muchísimo amor.
—Quiero irme de aquí —me pide Marina—. Empiezo a encontrarme mal.
—Sí, lo sé —asumo, y le ofrezco la seguridad que ella no tiene—. Pero no puedes irte. ¿Sabes por qué te he traído aquí?
—Porque quieres atormentarme.
—No. Lo que quiero es que veas que cada día esta planta se llena de bebés recién nacidos. Que en todos los hospitales del mundo nacen bebés a diario. Que millones de mujeres tienen hijos como si fuera lo más natural de la vida. Porque lo es.
Ella traga saliva y deja caer la mirada a la primera cunita de cristal que tiene enfrente. Pero la aparta rápidamente.
—No seré capaz de tener el bebé, Becca —reconoce, perdida en sus pesadillas.
—Cuando llegue el momento, lo serás.
—Estoy pasando por la peor época de mi vida. Mi cabeza puede más que yo. —Marina abandona toda reserva conmigo, y decide decir la verdad—. Siempre fui una mujer fuerte e independiente. Me reía de las personas que tenían crisis de pánico y cosas de esas… Pero nunca me imaginé que me pasaría a mí, porque me consideraba preparada e inteligente como para no creer en las trampas de mi cabeza. Pero ahora… —Se mira las manos y cierra los dedos formando puños—. Ahora, mira cómo estoy… Aterrada por la posibilidad de parir y víctima de pensamientos absurdos que me afectan como si fueran reales. —Su voz tiembla y se resquebraja.
Levanto una mano y la apoyo en su espalda. Las palabras se graban más en el subconsciente cuando hay contacto de por medio. Yo llamo «ancla» a mi necesidad de tocar a mis pacientes. Desde fuera, nadie podría comprender a ninguno de mis chicos. La gente tilda de locura cualquier cosa que tenga que ver con desórdenes de la mente. Pero la mente es un músculo que enferma por igual, y hay que normalizar los trastornos de nuestra cabeza, como enfermedades comunes. La ansiedad, por ejemplo, es la enfermedad del siglo XXI. Muchos la padecen, y la gran mayoría lo hacen en silencio por vergüenza a reconocer lo que les pasa. Yo jamás me compadecería de Marina por lo que me explica, ni tampoco sería capaz de juzgarla y decir algo como «Se le ha ido la cabeza». Me dedico a esto, y hay que comprender los mecanismos de nuestra mente para aceptar que a veces el exceso de trabajo, la dureza de la vida y la fragilidad de nuestras emociones pueden fastidiar nuestro disco duro.
—¿Sabes? Lo que te pasa no es tan difícil de comprender… Tienes un miedo recurrente a una incapacidad de dar a luz —le explico sin retirar mi mano de su espalda—. Tuviste una prima que murió en el parto, y eso fue traumático para ti.
—Sí.
—Ahí se plantó la primera semilla para que tu miedo floreciera en algún momento. ¿Cuántos años tenías?
—Era joven. Quince.
—Quince… —repito, pensativa—. La edad en la que una chica empieza a ir con chicos y a interesarse por el sexo. ¿Cómo fueron tus relaciones sexuales? ¿Las has disfrutado?
Marina vuelve la cabeza hacia mí, con el gesto traspapelado.
—¿Quieres que hablemos de sexo aquí? —pregunta con aire perdido.
—No, no… Solo necesito datos. Si no quieres contestar, no lo hagas —la animo a que se vuelva a relajar—, pero apuesto a que las relaciones con hombres te dolían, a que nunca te relajaste con ellos, y a que los métodos anticonceptivos que utilizabas te daban grima.
La cara de Marina es un poema. Se inclina hacia mí y me susurra en voz baja, ignorante de la alcachofa que pende sobre nuestras cabezas:
—¿Cómo diantres sabes tú eso? ¿Fayna te ha dicho algo?
—No. La tocofobia se puede dar por muchas razones, Marina. No aparece porque sí. Como te he dicho, todo tiene una raíz. —Arqueo mis cejas y me subo las gafas por el puente de la nariz—. Así que…
—Así que… ¿Qué?
—¿Tengo razón respecto a tus experiencias sexuales?
Ella asiente nerviosa y su cutis blanquecino se tiñe de rojo intenso.
—Nunca… —se cuida de que Roberto no la oiga—, nunca he estado cómoda en la cama con ningún hombre. Tampoco es que haya tenido una experiencia dilatada… Cuando vi que no era lo mío, dejé de practicarlo.
¿Que no era lo suyo? Madre mía, seguro que hasta le ha vuelto a crecer el himen.
No es mi intención avergonzarla, pero no puedo controlar las inseguridades o vergüenzas de las personas con las que trabajo. Es un trago por el que tiene que pasar.
—De acuerdo. —Sonrío de nuevo—. Ahí tienes la segunda semilla. Si te das cuenta, tu aversión al sexo está íntimamente relacionada con tu aparato reproductor y tu vagina. Con total seguridad, en tu mente hay muchos amarres que relacionan tu miedo con lo desagradable que era para ti que alguien hurgara en tu…
—Vale, sí —me corta rápidamente—. Ya lo entiendo.
—Tu padre está jugando a Star Trek en una secta, y te dejó de lado, con lo que tampoco te fías de los hombres lo suficiente como para relajarte. No son amigos tuyos.
—Es cierto. Nunca acabo de relajarme.
—Ya llevamos tres semillas. —Alzo la mano con los tres dedos abiertos—. También creo que tienes alguna cicatriz en el cuerpo, una herida aparatosa en algún lugar… O puede que vieras a alguien hacerse mucho daño.
—Pero ¿quién eres tú? —me pregunta abriendo mucho los ojos, a caballo entre la estupefacción y el respeto.
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