1 ...7 8 9 11 12 13 ...20 —¿Me estás llamando pesada?
—No. Solo insistente. Y porque no le darás por perdido, a pesar de que intente alejarte de él con todas sus fuerzas. Axel es así. Cuanto más te acercas, más duro se vuelve. Ese es su modo de defenderse.
—Defenderse ¿de qué? —Sé que Axel guarda muchos secretos, que tienen que ver con su identidad y con su pasado, pero ¿qué daño podría hacerle yo?—. Yo nunca le lastimaría a propósito. Gero se encoge de hombros, abre la guantera y saca un paquete de tabaco en el que luce el mensaje subliminal de fumar mata, del tamaño de las letras grandes de la prueba del oculista, esas que indican si estás ciego o no.
—Pero eso es algo que él no sabe. ¿Cómo sabemos cuándo nos van a herir y cuándo no? No lo sabemos. Otorgamos nuestra confianza porque creemos que todo el mundo es bueno. Pero no es así… A Axel le han traicionado muchas veces. Le han hecho cosas imperdonables. ¿Por qué debería confiar en ti?
—Porque… —Me detengo y medito si decir en voz alta o no lo que gritan mis pensamientos. Antes de darme cuenta, ya lo he dicho—: Porque estoy enamorada de él. Y quiero… No —me corrijo—, necesito que confíe en mí.
Impresionada todavía por mi vehemencia, veo cómo los ojos negros de Gero se suavizan y una luz interior titila en su iris.
—Entonces, encárgate de dejárselo claro. No dejes de repetírselo, Becca. Si hay una persona que puede sacarle del agujero en el que está, esa eres tú.
—¿Cómo? No habla conmigo. Mira. —Le muestro mi teléfono con las más de quince llamadas que le he hecho.
—Eso no importa. Encontrarás el modo. Mientras tanto, lo único que puedo decirte sobre él es que los conocimientos de defensa personal y seguridad que posee no se aprenden sobre la marcha en un destacamento. Él ya los había aprendido antes de ingresar en nuestro campamento —murmura llevándose el pitillo aún apagado a los labios.
—¿Qué quieres decir con eso?
Gero enciende el cigarrillo con el mechero, expulsa el humo que tanto asco me da, y fija sus ojos en el horizonte.
—Que antes de entrar en nuestro campamento, Axel ya era un soldado muy bien preparado. Su actitud, sus maniobras, sus amplios conocimientos… Se necesitan años para lograr su nivel. Axel ya era un arma de matar, y uno no nace así: lo aprende.
Gero no puede explicarme nada más porque André acaba de llegar al coche, tocándose la parte delantera de su pantalón militar. Se le habrá enganchado el pitamen . Esa manía que tienen los hombres…
Nos observa como si estuviéramos conspirando, y no lo hacemos, pero casi.
—Becca. ¿Necesitas algo?
—No —contesto aguantando la pose y disimulando—. Le he preguntado a Gero si necesitabais algo más, o si os habías quedado con hambre. También si queríais unas mantas para dormir aquí… —le sugiero—. La noche es fría.
—En nuestro cuatro por cuatro tenemos todo lo que necesitamos.
—Ya veo —asiento fijándome en la consola delantera. De hecho, tiene hasta teléfono por cable y un montón de pantallas con imágenes de la casa, incluso del balcón de mi habitación—. Supongo que ya habíais hecho esto otras veces…
—Supones bien —contesta el más serio de los dos hermanos.
—Pero te agradecería —dice Gero— que mañana por la mañana nos trajeses un termo de café bien calentito. Para despertarnos. Ya sabes…
—Sí, sí. —Aprovecho para alejarme y despedirme de ellos—. Ya sé. —La mirada algo desaprobatoria de André me coarta un poco—. Mañana os traeré algo para desayunar antes de partir hacia Santa Cruz.
—Gracias, Becca. —André se da la vuelta y mira de forma airada a su hermano—. ¿Qué le has contado?
Oigo lo que André le está diciendo. Y también la respuesta de Gero.
Tiene razón. Mientras entro a la casa y subo las escaleras para dirigirme a mi habitación y descansar, concluyo que no me ha dicho nada que yo no supiera. Aunque debo encajar esa nueva información sobre él.
Axel me había contado que estaba cansado de su vida entre cristales y algodones, que estaba tan aburrido que la guerra le pareció un escenario que encajaba con su realidad emocional. Si Axel ya tenía tantos conocimientos sobre el arte de la guerra y la seguridad personal, ¿qué se supone que había hecho antes de entrar en M.A.M.B.A.? Desde luego, nada relacionado con el aburrimiento o una vida demasiado relajada.
¿En qué lugar quedan las palabras que me dedicó?: «De alguna manera…, tú, tu programa…, lo que nos está pasando, lo que estamos viviendo…, me está ayudando a despertar».
A despertar… ¿de qué pesadilla?
Estoy agotada de no descansar, de no dormir, de estar preocupada, de sentirme vacía y de no contar para él.
Esta mañana he amanecido de tal modo, que cuando he bajado a desayunar, Ingrid solo me ha dicho: «Que Dios bendiga los antiojeras, y menos mal que tengo kilos de maquillaje en crema».
Sigo con mi sueño recurrente. Sigo sintiendo que me ahogo y que Axel me salva. Y el recuerdo de sus implorantes palabras pidiendo a Dios o a la vida que aquello no le pasara otra vez, es una señal indeleble de una experiencia real. No es invención mía. Él lo dijo. ¿Qué es lo que Axel no quería volver a vivir?
¿Acaso no pudo salvar a alguien de morir ahogado? Y si fue así, ¿a quién?
¡Tengo tantas preguntas! A cada hora que pasa, los enigmas a su alrededor son cada vez mayores. Lo único que no puedo olvidar es lo que ha pasado: su padre ha muerto, y ni siquiera sé si a él la noticia le ha afectado o no.
Subo a la caravana, que ya está lista para comenzar a grabar. Los norteamericanos nos esperarán en casa de Marina. Hacer el mismo recorrido que hice en coche el día que Vendetta chocó contra mi coche, el día que estuve a punto de morir, no hace que me sienta segura, a pesar de ir en la caravana acompañada de mis amigos, y seguida por el todoterreno de André y Gero.
Roberto tiene los auriculares puestos, aislado del mundo, tal vez pensando en lo que le va a deparar el día y en lo mucho que debe colaborar para que todos salgamos contentos, sobre todo él. Al fin y al cabo, él está inmerso en sus propias batallas mentales, exactamente igual que yo.
Como Ingrid es casi medio psicóloga y también goza de una acusada empatía, me ha agarrado por banda y me ha apartado de mi ofuscación llevándome frente al tocador y poniendo la música de Melendi — Tocado y hundido — más alto.
Está haciendo magia sobre mi cara demacrada. Base, antiojeras, corrector, colorete, lápiz de ojos, sombra, rímel y pintalabios, y de repente vuelvo a ser una super star preparada para ayudar a los demás.
Hablamos de cosas sin demasiada importancia. Banalidades varias que mantienen mi mente ocupada y me alejan del terror que supone cruzar el maldito puente por el que caí. Es como si mi cuerpo lo sintiera, como si percibiera que está sobre él, aunque mis ojos no lo vean. Por eso me tenso y los cierro con fuerza, obligándome a centrarme exclusivamente en mi respiración. La caída fue aparatosa; el dolor, demasiado punzante… El olor a río y a humedad… No. Tengo que alejarme de esa zona. Estoy a punto de sufrir una crisis de ansiedad.
—Déjame ver esas uñas. —La buena de Ingrid toma mis manos algo sudorosas por el pavor, y abre mis dedos, tensos y apretados, con suavidad. Me transmite tranquilidad, el contacto humano siempre lo hace—. ¿De qué color quieres que te las pinte?
Abro un ojo perplejo.
—¿Alguna vez he sabido combinar los colores? —le pregunto.
Ingrid se ríe.
—Tienes razón. No sé cómo se me ocurre preguntarte algo así.
—Puede que sea porque todavía tienes la esperanza de que se me quede algo de todo lo que estoy aprendiendo sobre moda y maquillaje contigo, ¿verdad?
Читать дальше