Casi todos esos análisis coinciden en que la política territorial de las áreas metropolitanas, cuando existe, considera la AP como un componente subsidiario con respecto a los sectores económica y espacialmente dominantes, el inmobiliario, el logístico y el industrial. Por ejemplo, autores como Cavailhès y Wavresky (2003) y Corrochano et al. (2010) analizan los efectos que genera la proximidad al núcleo urbano en el incremento del precio del suelo agrícola, mientras que Ambroise y Toublanc (2015) y Otthoffer y Arrojo (2012) destacan la pérdida de los valores asociados a los paisajes agrícolas. Para Tolron (2001) el aumento de la distancia entre las parcelas periurbanas, fruto de la fragmentación provocada por la implantación de usos no agrarios, es un distintivo de la AP, lo que se traduce en mayores costes de laboreo y gestión para las explotaciones agrarias. A esto hay que sumar la precariedad territorial y ambiental derivada de la localización periurbana de esta agricultura, que ha de convivir con fenómenos como el aumento del ruido, la contaminación atmosférica, la dispersión en el espacio de residuos controlados e incontrolados y la artificialización del suelo. En definitiva, por sus propias características geográficas, la AP se ve afectada por procesos ambientales y cambios de uso en sus entornos, que exacerban el valor de cambio sobre el valor de uso y afectan de forma directa a la estructura productiva de la AP (Darly y Torre, 2013; Chanel et al., 2014; Melot y Torre, 2013; Mata Olmo, 2018). La base física, el sistema productivo y las funciones de la AP están, por todo ello, fuertemente condicionados por la expansión espacial de los fenómenos urbanos y metropolitanos.
Muchos estudios coinciden también en la necesidad de considerar la agricultura en la planificación territorial y urbana por su dimensión productiva, así como también por su contribución al mantenimiento y gestión del paisaje, centrándose los análisis en las oportunidades que genera la multifuncionalidad de la agricultura y en las nuevas preocupaciones ciudadanas en torno a la seguridad alimentaria (Paül y Haslam, 2013; Simón et al., 2012; Mata, 2018; Yacamán, 2018 b ). Por la complejidad de funciones y presiones que convergen sobre la AP, sus suelos y paisajes necesitan un reconocimiento político y jurídico específico para superar la división entre lo urbano y lo rural, y fortalecer de esta forma la sinergia estratégica entre el campo y la ciudad. Como se viene argumentando hasta aquí, no basta ya con definir la AP exclusivamente por su función productiva, sino que debe ser reconocida como una actividad económica que se reivindica en sí misma y a través de sus paisajes, como factor importante de identidad territorial y como vía para conservar la cultura y la memoria de los lugares (Yacamán, 2018 b ).
En este sentido, la planificación territorial tiene un rol decisivo en la preservación y gestión de los espacios agrarios periurbanos y en su activación. Esto exige medidas y estrategias heterogéneas, innovadoras y creativas, con un importante componente de participación y consenso social, que vayan más allá del enfoque «proteccionista». Resulta urgente reducir las presiones derivadas de la dispersión urbana, de los procesos de fragmentación territorial y de la especulación urbanística, y generar así un marco territorial más equilibrado para los diferentes usos del suelo, capaz de integrar el uso agrario en una perspectiva multifuncional y territorialista.
En el siglo XXI, la acción pública en este campo se debe nutrir de los actuales paradigmas de la resiliencia urbana y el desarrollo sostenible, la seguridad alimentaria, los bienes comunes y la lucha contra el cambio climático. Para avanzar por ese camino se requiere un cambio desde los enfoques sectoriales hacia metodologías sistémicas de caracterización, diagnóstico y actuación a favor de la AP, adaptadas a la escala y especificidades de cada realidad a través de los instrumentos de urbanismo y la ordenación del territorio, que han de cooperar con otras políticas sectoriales de alta incidencia en la viabilidad de la agricultura y su multifuncionalidad (Sanz-Sanz, 2016). Se trata de un importante reto, por la diversidad de enfoques, agentes, intereses e innovaciones que convergen en torno a la AP (figura 1.4). En el capítulo segundo se presentan varios paradigmas fundamentadores de la teoría y la práctica de la ordenación del territorio respecto a los espacios agrarios periurbanos y se exponen también diversas estrategias actuales para el buen gobierno del territorio y la formulación de un nuevo paradigma agrourbano.
FIGURA 1.4 Conflictos e innovaciones asociados a la agricultura periurbana
Fuente : Yacamán (2017 a ).
FIGURA 1.5 Marco conceptual de la agricultura periurbana
Fuente : elaboración propia.
4. Delimitación y caracterización de la agricultura periurbana
El espacio periurbano, que alberga la agricultura periurbana, es difícil de definir, a pesar de la abundancia de estudios e investigaciones que le han sido dedicados, sobre todo desde mediados de los años setenta del siglo XX (Piorr, Ravetz y Tosics, 2011). De hecho, no existe consenso científico sobre su conceptuación espacial, social, económica, funcional o morfológica. Y, lógicamente, no se cuenta tampoco con una delimitación unívoca de los espacios de la agricultura periurbana, lo que dificulta su tratamiento desde la ordenación territorial y urbanística. A continuación, se presentan y explican algunos de los modelos más frecuentemente utilizados para delimitar dentro de ese espacio impreciso la agricultura periurbana, así como para describir la pluralidad de formas de agricultura presentes en la interfase urbano-rural.
4.1 Los modelos radiales centro-periferia. Pertinencia y límites para delimitar los espacios de la agricultura periurbana
El primer modelo de orden espacial formulado para definir la agricultura en función de su distancia a las ciudades fue el del economista alemán Johann Heinrich von Thünen (Von Thünen, 1826). Sus ideas han inspirado los análisis científicos sobre la distribución espacial de las actividades económicas vinculadas con la actividad agraria hasta nuestros días 2y han sido precursoras de la economía espacial, sobre todo a partir de los años setenta. Von Thünen enunció un modelo espacial de la renta del suelo basado en la noción de lo que él llamo el «Estado aislado», es decir, una ciudad aislada del resto del mundo que concentra la población y el mercado físico en su centro, y donde los distintos tipos de usos agrarios se desarrollan sobre la llanura fértil que la rodea. La idea clave es que, puesto que el suelo no es un recurso reproductible, la localización de las actividades viene determinada por la capacidad competitiva entre los diferentes usos del suelo según la remuneración productiva de cada uno, que está en función de la rentabilidad y de los costes de transporte. Como hipótesis no existe más que un mercado situado en el centro de la ciudad; los usos más competitivos (los que generan las ganancias por unidad de suelo más elevadas) deberán ubicarse cerca del centro, donde la renta del suelo es elevada, mientras que los usos menos remuneradores serán relegados a la periferia. El modelo de Von Thünen define así mecánicamente círculos concéntricos en torno a la ciudad-mercado y explica la distribución espacial de las producciones agrícolas y forestales en función de la proximidad al centro urbano y su rentabilidad (figura 1.6): cerca del centro, los cultivos que dan más beneficio y que corresponden a los productos rápidamente perecederos y difíciles de transportar (verduras, frutas, lácteos); lejos del centro, los cultivos menos intensivos, que necesitan mucho espacio y que generan productos que pueden ser almacenados fácilmente (cereales, ganadería extensiva).
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