Fotografía: Carlos Felipe Ramírez
Lina María Parra Ochoa
Medellín, 1986.
Escritora graduada en Filosofía y Letras, con una maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Leiden en Holanda. Trabaja como docente universitaria de literatura y escritura creativa. Sus cuentos se han publicado en diferentes medios literarios de la ciudad. Uno de ellos hace parte de la antología bilingüe The Crisis Inside , publicada en Alemania en 2015. En 2017 gana la Beca de creación de la Alcaldía de Medellín en la modalidad de cuento. Malas posturas es su primer libro. Y publicó luego, en 2020, con Animal Extinto, su segundo libro, Llorar sobre leche derramada (cuentos).
Parra Ochoa, Lina María
Malas posturas / Lina María Parra Ochoa. – 2a ed. -- Medellín: Editorial EAFIT, 2021.
128 p.; 21 cm. -- (Letra x letra)
ISBN: 978-958-720-737-8
ISBN: 978-958-720-738-5 (versión EPUB)
1. Cuento colombiano – Siglo XX. I.Tít. II. Serie
C863 cd 23 ed.
P259
Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas
Malas posturas
Primera edición agosto de 2018, Becas de Creación de la Secretaría de Cultura Ciudadana de la Alcaldía de Medellín
Segunda edición: octubre de 2021
© Lina María Parra Ochoa
© Editorial EAFIT
Carrera 49 No.7 Sur-50
Tel. 261 95 23, Medellín
http://www.eafit.edu.co/editorial
Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co
ISBN: 978-958-720-737-8
ISBN: 978-958-720-738-5 (versión EPUB)
Edición: Claudia Ivonne Giraldo
Ilustraciones y diseño de portada: Santiago Rodas
Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial
Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018
Editado en Medellín, Colombia
Diseño epub: Hipertexto – Netizen Digital Solutions
Malas posturas Malas posturas A Iván, Soledad y Estefanía, mi familia A Santiago Rodas, por creer en mí, por leerme, por acompañarme
Leyes
Día de visitas
Fantasmas
Los partos
Educar a una mujer
Los límites
Pañuelos de papel
Desdoblamientos
Mitosis
La distancia entre los árboles
Malas posturas
A Iván, Soledad y Estefanía,
mi familia
A Santiago Rodas,
por creer en mí, por leerme, por acompañarme
El doctor Saldarriaga fumó pipa desde los siete años. Dice, mientras cuenta unas monedas de cien que tiene en la mano para pagar el parqueadero. Dice que la pipa se la robó de uno de los cajones del escritorio de su padre después de que este muriera. El padre que exhala el último aire y el niño que sale despacio de la habitación para encerrarse en el estudio, dejando atrás los gritos de la madre.
Mira todo con detenimiento, es la primera vez que logra entrar, y ya no está el padre para sacarlo a patadas. Los libros son enormes, gruesos, del mismo largo que sus brazos, casi todos forrados en un cuero café manchado por el polvo y la mugre. El niño intenta sacar uno de los libros de un estante pero apenas si logra moverlo. Se da cuenta de que el sol ha desteñido los lomos, y que las tapas en realidad son mucho más oscuras. No pudiendo con el libro, se dirige al escritorio. Toca la madera con la mano, siente el polvo, el desuso del aparato, el abandono, pero no piensa en la enfermedad prolongada del padre, no piensa en nada. Prueba a abrir cada uno de los cajones, solo uno cede. Dentro hay una agenda en blanco y una pipa. Es la pipa de su padre, la que usaba para fumar en el balcón. El niño la coge y se la esconde entre el chaleco. Regresa a la habitación donde encuentra a su madre acostada al lado del cuerpo frío, con la mirada indecisa, plana, como si de repente se hubiera quedado ciega. El niño aprende a comprar, a preparar y a fumar tabaco, y crece y ya no es el niño sino el doctor Saldarriaga.
Al doctor Saldarriaga le faltan doscientos pesos para ajustar los mil quinientos que vale el parqueadero. Le pide al celador que lo ayude, pero este no sabe que tiene en frente a uno de los profesores de leyes más antiguo de la universidad, y aunque lo supiera no le importaría. El parqueadero vale mil quinientos, señor. El doctor se voltea a mirarme, y yo ya tengo los doscientos en la mano estirada, no porque me impresione su prestigio, sino porque de él depende mi trabajo en este momento.
Espero mientras Carlos se fuma un cigarrillo junto al carro antes de irnos. En eso llega el doctor Saldarriaga y se pone a hablarnos de fumar. Le pregunta a Carlos que qué marca de cigarrillos fuma, le dice buen hombre porque fuma Malboro, y nos cuenta entonces, más a Carlos que a mí, que fumó pipa desde los siete años, desde que su papá murió y él le sacó la pipa del escritorio. Yo sonrío pero me quedo callada, no me gusta hablar de lo que no conozco. Solo una vez intenté fumarme un cigarrillo y no supe cómo hacerlo, desde entonces ni la curiosidad ni la necesidad se me han vuelto a presentar.
El doctor Saldarriaga pide que lo llamen doctor, con D mayúscula siempre que se escriba. Yo lo escribo con minúscula porque no quiero ceder ante ese capricho. Le pongo la mayúscula cuando termine un doctorado, pienso. Pero le digo doctor aunque me pese, porque no me queda de otra. Gracias doctor por contratarme, gracias doctor por llevarse mis doscientos pesos. Ha sido profesor por casi sesenta años en la facultad de Derecho, haciéndose un nombre gracias a su persistencia, a su longevidad, a su capacidad de sortear las políticas cambiantes de los rectores y directores que vienen y van con los años. Ha tenido cargos administrativos pero lo que le gusta, según él, es enseñar, y que le digan doctor. Aunque no tiene un doctorado. La universidad, hace unos años, le dio un título honorífico de maestría para evitarse explicaciones ante evaluadores internacionales que estaban espulgando a la institución con peinilla. Pero como es tradición en la facultad de leyes, por ser profesor hace tiempo se le dice doctor.
Cuando me postulé hace dos años al puesto de docente de Literatura, él fue uno de los presentes en la entrevista. Le caí en gracia, me dijo luego, porque mi apellido es Aguirre, como el de su mejor amigo de la infancia. En conclusión me contrató por mi abuelo, su mejor amigo de la infancia, pero yo no se lo dije, y él nunca preguntó. Yo había oído historias sobre él, sobre el padre que le pegaba en las piernas con la hebilla de la correa cuando apenas estaba aprendiendo a caminar; sobre la vez que él y mi abuelo metieron en una funda de almohada una camada de gatitos recién nacidos, que habían arrancado de las tetas de su mamá, y los tiraron a la quebrada Ayurá; sobre el dúo de guitarras que habían formado ambos y con el que daban serenatas a novias que tenían en diferentes pueblos cerca de Medellín. Mientras lo miraba entonces, en la entrevista, y mientras lo miro ahora hablando sobre cigarrillos con Carlos, me vienen a la mente las historias que me contó mi abuela de cómo la esposa del doctor Saldarriaga llegaba a su casa arrastrándose toda golpeada buscando refugio, y de cómo mi abuelo la tomaba del brazo y se la devolvía sin misericordia a su amigo. Mi abuela decía que primero mi abuelo la mataba a ella que traicionar al doctor, porque mi abuela le decía también así, desde jóvenes.
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