En la última década se empieza a documentar desde el ámbito de la investigación el cambio de políticas alimentarias, fundamentalmente orientadas a mejorar la seguridad alimentaria, en las que la AP desempeña un papel fundamental. Entre las estrategias más destacadas en esa línea están aquellas que trabajan para: a ) mejorar la calidad nutricional y el acceso de la población urbana a alimentos frescos, locales y de temporada; b ) fomentar iniciativas para la relocalización del sistema alimentario; c ) reducir y evitar los desperdicios; y, por último, d ) diversificar la producción local e incentivar las buenas prácticas agrarias. Para hacer frente al reto de la seguridad alimentaria es importante implementar políticas urbanas efectivas en el campo de la alimentación con iniciativas eficientes de gobernanza territorial y alimentaria, que incorporen la participación de los agentes sociales, económicos y políticos en la escala municipal y metropolitana, en especial de los integrantes de la comunidad agraria (productores, sindicatos, comunidades de regantes, cooperativas, etc.), las redes alimentarias alternativas y los gobiernos locales.
En términos conceptuales, la transformación más importante sobre la manera de abordar la seguridad alimentaria en el siglo XXI ha sido el cambio de perspectiva que implica poner el foco de atención en la demanda y el acceso a la comida en lugar de sobre el suministro de alimentos, como se venía haciendo en la década de 1990 (Morgan, 2014: 5). Este cambio de enfoque obliga a que la AP sea tratada no solo en términos de producción, sino también atendiendo a la calidad nutritiva de los alimentos y a la reducción de prácticas contaminantes. Desde esta perspectiva, la AP se convierte en un medio importante para mejorar el acceso físico, social y económico a los alimentos, seguros y nutritivos, satisfaciendo las necesidades energéticas diarias de la creciente población urbana (FAO, 2006).
Al poner el foco de atención en la calidad de los alimentos surge la necesidad de evaluar también el carácter multifuncional que tiene la alimentación. Autores como Morgan (2009) defienden que el alimento tiene la capacidad de transformar una serie de asuntos que afectan a las disfunciones del modelo agroalimentario globalizado. Porque, como asegura Carolyn Stell, «la alimentación emerge como un elemento capaz de transformar no solo los paisajes, sino también las estructuras políticas, los espacios públicos, las relaciones sociales y las ciudades» (Steel, 2013: 307). En este sentido, hay que entender la AP como eje vertebrador de las políticas y las manifestaciones urbanas que trabajan por el derecho a una alimentación saludable (Aubry et al., 2008) y por el cuidado del medio ambiente y la biodiversidad a través del fomento de los circuitos cortos de comercialización, la agricultura ecológica y el cultivo de variedades locales (Lamine y Perrot, 2008).
Desde la geografía humana y rural se está trabajando en un nuevo campo de estudio y de acción centrado en la planificación alimentaria ( food planning ), que aborda la importancia de relocalizar y territorializar los sistemas agroalimentarios a través de la activación de la agricultura de proximidad para fortalecer la seguridad alimentaria urbana a partir de relaciones más justas y sostenibles en términos tanto económicos y sociales como ambientales. Según Sanz-Cañada y Muchnik (2002), la territorialización de los productos alimentarios implica la activación de los recursos locales –ambientales, agrícolas, técnicos, jurídicos, sociales y económicos– ligados a la identidad territorial, para mejorar el valor añadido de los alimentos al vincularlos con las especificidades territoriales de cada lugar. Por su parte, la noción de relocalizar hace referencia al conjunto de prácticas y estrategias que buscan conectar el consumo con la producción de cercanía, con objeto de reducir la huella ecológica y apoyar la producción local de base campesina (Sanz-Sanz et al., 2018). Desde esta perspectiva, la AP se convierte en el principal agente que estructura los sistemas alimentarios urbanos y que permite conseguir un giro relevante en la calidad y la disponibilidad de alimentos en los entornos metropolitanos.
3.4 Una agricultura periurbana que lucha por sobrevivir y mejorar. Necesidad de un reconocimiento político específico
La conceptuación de la agricultura periurbana no puede ser ajena al modelo contemporáneo de producción neoliberal de ciudad, ampliamente tratado por numerosos autores (Molina, 2002; Mata, 2004; Naredo, 2010; Romero et al., 2015; Gallardo, 2017; Yacamán, 2017 a ; Entrena, 2005), que ha supuesto el aumento de las superficies artificiales en detrimento de una parte muy importante del mosaico de paisajes agrarios tradicionales del mundo mediterráneo –litoral e interior–. López de Lucio (2003, 2007) sostiene que la mayor transformación de los usos del suelo en las áreas metropolitanas se ha debido a la intensa fragmentación y ocupación causada por las grandes infraestructuras de transporte sobre las que se basa la extensión de este modelo. Otros autores resaltan el impacto que causa el intenso metabolismo socioeconómico de las áreas metropolitanas, caracterizado por la extensión físico-espacial de formas urbanas discontinuas que genera una profunda reorganización territorial de nuevos espacios industriales, centros empresariales y equipamientos de ocio dispersos a lo largo y ancho del territorio, lo que ha provocado un aumento considerable de la movilidad obligada y de la huella ecológica en el territorio circundante que amenaza su sostenibilidad ambiental y alimentaria (Gutiérrez Puebla, 2004; Méndez, 2007).
Para un cambio de paradigma, Magnaghi (2011) defiende que «debería de ser condición sine qua non la búsqueda de horizontes sostenibles para las megalópolis del mundo» (2011: 185), para lo que es necesario «que reconstruyan una relación de intercambio solidario entre la ciudad y el campo» (2011: 189). Sin embargo, las presiones derivadas de la expansión de las metrópolis continúan intensificándose, por lo que surgen nuevos interrogantes sobre cómo recomponer una AP por lo general en regresión, desarticulada e invadida. La escasa legislación estatal y autonómica que reconoce la especificidad de la AP, no solo de su protección, sino de su gestión y activación en relación con las renovadas políticas urbanas –ambientales y alimentarias–, implica que la agricultura emplazada en el espacio periurbano tiene condicionada su identidad profesional (actividad, modos de producción y comercialización) por las políticas sectoriales y por la legislación urbanística, en general municipal. Esto provoca que la franja rural-urbana donde se desarrolla la AP, descrita como una zona de transición entre las áreas urbanas y rurales, con menor densidad de población y menos infraestructuras en comparación con los núcleos urbanos, sea a menudo un lugar de conflicto caracterizado por una mezcla de usos y estilos de vida diferentes (Allen, 2003; Pior et al., 2011; Heimlich y Anderson, 2001) que va generando espacios agrarios marginales con agriculturas poco competitivas y paisajes de baja calidad.
La compleja tarea de identificación y definición de la AP a partir de los procesos socioeconómicos metropolitanos que la condicionan –aumento de población urbana, competencia en el mercado de trabajo, reducción de la disponibilidad de recursos naturales, sobre todo de agua y suelo– ha interesado desde hace tiempo a distintos campos del saber, en particular a la geografía. Los estudios de las escuelas francesa y española han contribuido a explicar los procesos inducidos por la creación de expectativas de reclasificación del suelo, que convierten el suelo fértil en potencialmente urbanizable, ignorando su función productiva y generando una dinámica especulativa que provoca la regresión de la actividad agraria tradicional, un proceso que se mantiene hasta la actualidad (Gómez Mendoza, 1984, 1987; Valenzuela, 2010; Jouve y Napoléone, 2003; Verdaguer Viana-Cárdenas, 2010 a ; Mata y Yacamán, 2015; Yacamán, 2017 a ; Sanz-Sanz, 2016).
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