Una tarde me atreví a preguntar a Ángel si su hermana María tenía novio, diciéndome que la hacía carantoñas un muchacho gallego, llamado Alfredo, perteneciente a una familia recién llegada de Galicia y cuyo padre, militar retirado era amigo y compañero del suyo, don Julián, a quien yo no conocía aún, porque el día de la fiesta no le vimos en la casa; pero me añadió que su hermana se negaba a las relaciones que le pedía, porque además de no ser su tipo era un niño bien, sin oficio ni beneficio, cuyo porvenir no ofrecía la menor garantía de seriedad en unas relaciones formales.
Entonces me lancé con una carta muy lacónica, aunque no falta de algo de romanticismo de principiante en esas lides, pidiéndole una cita, si admitía la probabilidad de mis formales pretensiones.
Y, a los dos días, recibía la esperada respuesta en la que me señalaba, después de darme las gracias, día y hora para la primera entrevista, en la que tanto ella como yo hicimos un verdadero alarde de exacta puntualidad, pues en cuanto llegué frente a su casa, aparándome ante su balcón con objeto de iniciar mi incipiente papel de «cadete», se abrió uno de los balcones apareciendo ella.
Después de los mutuos saludos a los que obligaba la cortesía y no exentos de emoción por ambas partes, habló ella, la primera, para decirme que correspondía gustosa a mi petición y que agradecería, sin que ello supusiera otra cosa, sobre esas relaciones cuya formalidad dependería de nuestro mutuo conocimiento.
Eso de la formalidad y de la seriedad de que usted me habla la garantizará mi caballerosidad y mi palabra, dependiendo por lo tanto de su manera de apreciarla. Yo vengo tras unas relaciones formales, con el objeto de que culminen, de ser posible, en casarme con usted.
Así terminamos nuestra primera entrevista, tan corta como enjundiosa, citándonos para el día siguiente a la misma hora, interrumpiendo esa tarde nuestro plácido diálogo callejero, yo desde la calle y mi novia desde el balcón, el referido galleguito, quien se limitó a pasar por mi lado, saludando a María de una manera significativa, demostrando cierta disimulada nerviosidad, siguiendo su camino no sin lanzar una mirada a ambos, singularmente a la que ya era mi novia.
Cuando terminamos de «pelar la pava», después de enterarme María de quién era el sujeto, al retirarme y llegar a una esquina próxima, me salió al paso el tal Alfredito, fracasado pretendiente, con ánimo de pedirme explicaciones por pretender a una señorita a la que él había pretendido antes que yo.
Yo le contesté con una risotada, concretándome a contestarle que su extraña reclamación a mí no me afectaba y que, por lo tanto, la ventilase con ella, siguiendo mi camino, dejándole plantado, pero no sin advertirle de que, en lo sucesivo, tuviera en cuenta que aquella señorita a la que pretendió, por su libre voluntad, era mi novia formal.
Al día siguiente, comentando con María lo ocurrido, me corroboró lo que me había referido su hermano, sobre el absoluto rechazo a sus pretensiones por parte de ella, lo mismo que a otros pretendientes que yo ya sabía eran muchos por sus condiciones físicas y morales. Lo que hacía que, entre la gente joven, gozara de generales simpatías y se le considerara lo que se llama «una perita en dulce», y eso que eran muy pocos los que supieran de su ejemplar vida casera y familiar.
Estos hechos dieron motivo a una serie de incidentes en los que el ridículo galleguito me dio ocasiones de tomarle el pelo, gracias a su torpeza y petulancia, que, para su desgracia, transcendió a un sector de la sociedad salamantina con manifiesta hilaridad a su costa.
Mi vida continuaba discurriendo con mi diario trabajo en la biblioteca, que cumplí siempre con la mayor lealtad y entusiasmo, y según creencia general, sobre todo entre los claustrales de la universidad, con no menos competencia y honradez, trascendiendo hasta el extranjero en un artículo publicado en Le Temps de París, por el ya afamado hispanófilo que llegó a gozar de una indiscutible autoridad en la historia de nuestra lengua y en las investigaciones en el estudio de la literatura española, Mr. Raymond Foulché-Delbosc, fundador de la célebre Revue Hispanique , quien relatando sus impresiones durante su reciente viaje por España en la temporada que estuvo en la Universidad de Salamanca, donde tanto él como otro compañero, hablaba del joven bibliotecario de esta, don Manuel Castillo, quien, dentro y fuera de la biblioteca, les había prodigado toda clase de atenciones, facilitándoles su trabajo de investigación, incluso concediéndoles horas extraordinarias para acelerarlo, y acompañándolos, además, por la histórica ciudad para que pudieran admirar, detenidamente, los tesoros artísticos de que está dotada, sobre todo en arquitectura plateresca, de la que sus numerosos monumentos constituyen un verdadero museo.
La característica que ha informado todas mis actividades ha sido la metodicidad a que me acostumbraron en el colegio y que he procurado conservar durante toda mi vida. Después de almorzar iba al café Suizo, generalmente con un compañero de hospedaje, un bilbaíno, solterón de tipo y carácter inglés, con su a veces inagotable spleen , y que residía en Salamanca con motivo de haber heredado una fábrica de jabón de un tío suyo, al frente de la cual hubo de ponerse, pero a la que poco caso hacía, pues escasamente iba a dar una vuelta cada día, dejándola en manos de los obreros que al cabo de unos cuantos años ayudaron al nuevo amo a liquidarla. Después de tomar café nos íbamos a dar un paseo hasta que llegaba la hora de acudir a casa de mi novia, a la hora convenida con ella y con su papá, cuyo permiso había solicitado por no poder resistir el papelito de «cadete». Allí me pasaba una hora de tertulias, que reanudaba después de la cena, hasta las diez, en que se daba por terminada la velada, y volvía al café, o iba al teatro, adonde llegaba siempre cuando había terminado el primer acto, y, tras un par de las clásicas vueltas a la plaza, me retiraba a mi casa de huéspedes hasta el siguiente día para pasar toda la mañana cumpliendo mi misión en la biblioteca.
Los domingos por la tarde mi novia quebrantaba su manía casera, que no abandonó nunca, y salíamos a dar un paseo con su hermana y sus amigas.
Pues bien, los jesuitas, que por su bien organizada policía conocían perfectamente mis pasos, sabían lo «colado» que yo estaba por mi novia y consideraron mi coladura como punto vulnerable, no sé si para tomar represalias o con la esperanza de lograr un cambio en mi actitud, intentando esto por dos veces, aunque sin fortuna.
Una tarde, al llegar a casa de mi novia me vi dolorosamente sorprendido por una inesperada repulsa, verdaderamente airada, de esta, reforzada por su hermana, anunciándome la primera la ruptura de nuestras relaciones, manifestándome como causa que mi madre había hablado mal de ellas diciendo que cosían para afuera. Aguanté aquel primer chaparrón, desmintiendo desde un principio la farsa, pues mi madre no conocía a mi novia más que por un retrato que yo le había enseñado en unas vacaciones navideñas, en El Vellón, no teniendo otros motivos para juzgarlas que las noticias que yo le daba, propias de su hijo, enamorado hasta las cachas, y me redije a preguntarles, después de tranquilizarlas un poco, quién era la persona que les había ido con tan disparatado cuento, negándose ambas a decírmelo, coligiendo yo, de ello, el origen y la trama de la intriga, que olía a confesionario que transcendía, apresurándome, en mente, a la lucha y a iniciar mi plan.
Bien –les dije–, el no quererme decir el nombre del autor de este chisme, urdido donde me sospecho, lo considero como un pretexto para dar terminadas nuestras relaciones quedando a salvo, en primer lugar, mi seriedad, una vez que yo soy quien ha mantenido su palabra, y en segundo, porque no puedo tolerar que a mi madre se le achaquen cosas que es incapaz de hacer. Como soy un caballero, no puedo marcharme hasta que venga el papá, a quien pedí permiso para entrar en esta casa como novio tuyo, de la que no puedo salir sin darle una explicación de lo ocurrido, saliendo entonces cual me corresponde, o sea, de la misma manera en que entré.
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