Manuel Castillo Quijada - Mis memorias

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Manuel Castillo fue durante toda su vida un republicano convencido. Desde muy joven se comprometió con un ideal que marcó su trayectoria personal y profesional hasta obligarle a tomar el camino del exilio, primero en Francia y, definitivamente, en México. Pocos años antes de morir redactó un relato autobiográfico en el que reunió sus experiencias durante la España de la Restauración, de la Segunda República y del exilio. De su mano se evocan desde la vida en un barrio popular madrileño en tiempos de la Primera República, a la lucha política en la Salamanca de los años noventa del siglo XIX, pasando por las huellas de su vocación política, docente y periodística desarrollada con intensidad en Cáceres y Valencia hasta su huida de España. Finalmente, las Memorias de Manuel Castillo permiten a los lectores recordar la quiebra de esperanzas y proyectos que supuso la guerra civil, la derrota republicana y el exilio para varias generaciones de españoles. Su compromiso con la educación y el desarrollo humano ha dejado huella en la sociedad valenciana a través de su legado a la Universitat de València, haciendo posible la creación de su primer órgano de cooperación universitaria al desarrollo: el Patronat Sud-Nord.

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Mis «Plumazos y borrones» cultivaron esa lucha enconada entre ambos bandos, aprovechando las mal embozadas censuras dirigidas contra el prelado, al comentar sus actos y escritos en las cartas pastorales, y nuestro periódico los aludía con todo desenfado y franqueza, lo que se dice «a las claras», excitando al integrista a que las rectificase, si era capaz, contestando a La Región con el silencio que, en aquellos casos, era una aprobación de lo que decíamos al interpretar sus censuras, lo que motivaba el natural baculazo episcopal, que remataba en la suspensión del mencionado periódico católico, a la que «humildemente» había de someterse, pero continuando la publicación, apareciendo con otro título, sosteniendo la misma irreverente campaña, repitiéndose esta escena por siete veces, que luego contestaba Asensio diciendo que le había suspendido tres toros con un sobrero. En una de las últimas cartas pastorales dio el golpe de gracia a las sangrientas burlas del periodismo integrista local, publicando en el Boletín Eclesiástico la condenación, no solo al periódico, sino a cuanto escribieran don Enrique Gil y Robles y don Manuel Sánchez Asensio, aun sin firmarlo, por creerlo perjudicial para las almas católicas.

Y esa fue la victoria de La Libertad , que después hubo de cambiar tan noble título por el de La Democracia , cuando pusimos imprenta propia, lo que siempre consideré como un error, aunque mi parecer no tuvo éxito, por aquello de que era tan joven, aunque después los hechos me dieron la razón.

Claro es que en aquella lucha fui objeto de toda clase de persecuciones, como fueron las dos o tres veces que el obispo salamantino, P. Cámara, fue a Madrid siendo senador por la archidiócesis, y haciendo uso de su representación parlamentaria, a pedir a Cánovas mi traslado a otra biblioteca fuera de su diócesis, pretensión que nunca fue atendida, porque teniendo yo mi cargo en propiedad me hacía inmune al menor correctivo, como no fuera por faltas en el servicio y eso mediante expediente que tenía que fallar el Ministerio. La tercera vez que el prelado gestionó este cobarde sistema, se le preguntó si mi conducta pública o privada me hiciera incompatible con mi cargo, como hombre inmoral tuvo que contestar que en ese terreno tenía que reconocer tanto mi honradez como mi buena conducta, pero que ya no podía soportar mi diaria labor periodística, que, a la par que molesta, le producía, entre infieles de su diócesis, graves trastornos.

Como digo, la tercera vez que regresó de Madrid defraudado en sus pretensiones, llamó al jefe de la Biblioteca, don Agustín, a la Secretaría de Cámara, cuyo titular le manifestó que, siendo ya insoportable mi conducta periodística, era imprescindible mi traslado, a lo que, a petición del prelado, estaba dispuesto el Ministerio si la Jefatura de la Biblioteca se decidía a formular una simple denuncia que, sin afectar a mi honorabilidad, pudiera dar margen a esa sanción, aun mejorando de población, como, por ejemplo, Barcelona; por ejemplo, debido a un pequeño retraso en llegar a la oficina a ejercer mi cargo o cosa parecida: «Solo con eso será seguramente trasladado a Barcelona o a Madrid, porque sabemos que es un gran muchacho, aunque nos resulta peligroso por sus escritos».

Entre paréntesis, he de advertir que sin conocer la iniciativa, aunque me la suponía, hacía tiempo que se me había ofrecido desde Barcelona ese traslado, con verdadero interés, que me hizo vacilar, pero que renuncié ante el infundado temor a que, si me marchaba, pudiera olvidar a la que era vuestra madre, entonces mi novia.

Mi jefe resistió escuchar aquella proposición indigna del secretario de Cámara, un corpulento canónigo que se llamaba Repila, y soltando como preludio una significativa carcajada, le dijo:

¿A usted le parece digno y justo el que yo denuncie a un compañero que, impecablemente, cumple con su deber, con toda puntualidad y competencia, que se haya retrasado cinco minutos, cuando ni es verdad, y cuando soy, o el que a diario voy tarde a la biblioteca y, a veces, no voy, por la confianza toda que en él deposito, sabiendo que el servicio se cubre perfectamente? Eso sería hacerme cómplice de una indignidad y de una canallada, que soy incapaz de cometer con un compañero y cuya propuesta hiere mi caballerosidad. Yo creía que tenían ustedes mejor concepto de mí.

Lo que sí puedo hacer, en atención al señor obispo, es llamarle la atención seriamente, dándole cuenta del peligro que corre, para que se aplaque en lo que escribe, pero canalladas, como esta, no me pidan nunca, porque soy incapaz de cometerlas. Soy un caballero y un compañero.

Y cogió su sombrero, saliendo del despacho, viniendo a la biblioteca para contarme la escena y aconsejarme ser más suave y comedido, para aplacar el furor clerical, porque la Iglesia no deja de ser, siempre, un peligroso enemigo.

Pues eso me estimula más, y, desde ahora, demostraré al obispo que me tienen sin cuidado sus amenazas, rindiéndole el favor de no hacer públicas sus caritativas andanzas, porque yo no soy como los integristas. Toreo, como dijo Frascuelo, todo lo que salga del toril.

Y ya lo notaron en el Palacio Episcopal, que, a su vez, me declaró una guerra sorda y efectiva, verdaderamente sin cuartel y acuciada por el odio clerical, como se verá más adelante.

15MI INICIACIÓN POLÍTICA

Yo salí de Madrid con la más profunda convicción republicana, pues ya había actuado siendo estudiante en las juventudes de ese partido, revestido, además, de un anticlericalismo que he sostenido toda mi vida, no como un sectario vulgar, sino como un convencido de que, además de ser un explotador del pueblo, representó, siempre, un poder reaccionario en la evolución de la cultura y de la moral, al mismo tiempo que desvirtuó, pro domo sua , las doctrinas de Jesucristo, usándolas a su manera en favor de sus intereses materiales o saltándoselas a la torera cuando no se adaptan a ellos.

Pero, a pesar de estar inscrito en las Juventudes con fe y entusiasmo, no me había encartado en ninguno de los partidos republicanos, en aras de mi independencia y de mi inclinación, que jamás decayó, de unionista y que he sostenido, y sostengo, aún, en mis 86 años y en el exilio, sin otro interés que laborar por el bien y la libertad de mi España, aherrojada hoy por el crimen y el terror oficiales, para vergüenza de la Humanidad.

En Salamanca, como en el resto de las capitales provincianas, no reaccionaban los sentimientos políticos más que en vísperas de elecciones. Como yo llegué en la primera quincena de julio y no conocía a nadie, me instalé al llegar en casa de unas paisanas y antiguas amigas de mi madre, una viuda, llamada Mónica Rivero, que, con su madre, una señora de bastante edad, se repartía los trabajos domésticos para atender a tres estudiantes de Medicina y a mí, resolviendo, de esa manera muy general en Salamanca, el problema de su vida y de su hijo y nieto, respectivamente, al que educaron y sostuvieron, hasta que se hizo médico.

Al salir a las dos de la tarde de mi trabajo en la Biblioteca, me encaminaba a casa, algo cansado por el servicio de libros al público, y después de almorzar marchaba al café, donde entonces solo hacía mi consumición, fumándome un modesto puro. Luego, me daba un paseo generalmente largo por los alrededores de la ciudad, volviendo a casa, donde, para matar mi aburrimiento, compré un acordeón que en unas cuantas semanas dominaba como casi un virtuoso, corriendo mi fama en su manejo entre los aficionados, lo que fue motivo del acto más transcendental de mi vida.

Yo quería trabajar por la República, claro es que románticamente, pero ignoraba la vida republicana en Salamanca, ciudad eminentemente levítica. Mi compañero y jefe, don Agustín, antiguo diputado republicano en las Constituyentes, figuraba entonces en el Partido Liberal, en el sector de Gamazo, y ello me retrajo a pedirle orientación en el terreno político, resignándome a una forzada inactividad, hasta que se me presentó la primera ocasión para actuar, con la conmemoración del día 11 de febrero, aniversario de la proclamación de la Primera República, que los republicanos celebraban en toda España.

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