Manuel Castillo Quijada - Mis memorias

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Manuel Castillo fue durante toda su vida un republicano convencido. Desde muy joven se comprometió con un ideal que marcó su trayectoria personal y profesional hasta obligarle a tomar el camino del exilio, primero en Francia y, definitivamente, en México. Pocos años antes de morir redactó un relato autobiográfico en el que reunió sus experiencias durante la España de la Restauración, de la Segunda República y del exilio. De su mano se evocan desde la vida en un barrio popular madrileño en tiempos de la Primera República, a la lucha política en la Salamanca de los años noventa del siglo XIX, pasando por las huellas de su vocación política, docente y periodística desarrollada con intensidad en Cáceres y Valencia hasta su huida de España. Finalmente, las Memorias de Manuel Castillo permiten a los lectores recordar la quiebra de esperanzas y proyectos que supuso la guerra civil, la derrota republicana y el exilio para varias generaciones de españoles. Su compromiso con la educación y el desarrollo humano ha dejado huella en la sociedad valenciana a través de su legado a la Universitat de València, haciendo posible la creación de su primer órgano de cooperación universitaria al desarrollo: el Patronat Sud-Nord.

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Yo había entablado amistad con la personalidad de mayor relieve entre el profesorado universitario, el vicerrector de la Universidad, a quien tanto le debía, don Mariano Arés y Sanz, 50no solo por las simpatías que atraían mi juventud y la cumplida correspondencia a mi responsabilidad profesional que, en el servicio al público, cumplía con una seriedad impropia de mis pocos años, pero, al mismo tiempo, con una afabilidad y el mejor deseo de servir y complacer a los lectores, que, al marcharse del salón, demostraban siempre su satisfacción y contento, porque realmente en mí no veían al mecánico alcanza-libros, sino a un bibliotecario que los daba orientaciones bibliográficas sobre las materias de sus estudios, facilitándoles obras por ellos desconocidas con que la biblioteca contaba, a pesar de estar tan abandonada económicamente, sin que dejase de ser una de las más importantes de España.

La coincidencia de ideas entre don Mariano y yo, pues era un republicano modelo, del Partido Centralista que dirigía nuestro inolvidable maestro y amigo de ambos don Nicolás Salmerón, había estrechado nuestra amistad, rebosante de mi respeto y admiración a su persona, mucho mayor desde que supe que había dedicado muchos años en revolver archivos para crear una nueva y próspera vida económica, descubriendo numerosas fundaciones en favor de la Universidad salamantina, hundidas en el olvido, y merced a cuyas afanosas investigaciones y al reconocimiento de esos derechos, por parte de la Dirección General de la Deuda Pública, surgieron más de trescientas becas para estudiantes de la clase humilde, de entre los cuales han salido hombres tan eminentes como Pedro Dorado Montero, hijo del guardador de los cerdos de su pueblo.

Pero don Mariano cayó enfermo, figurando yo entre los asiduos a verle y a acompañarle, satisfacción reducida a los íntimos amigos que supimos, con gran dolor, que el enfermo iba perdiendo fuerzas y que se acercaba a un fin fatal.

Hombre serio y consecuente con su ideología, gozaba de gran predicamento en toda Salamanca, que, aunque levítica por tradición, y a pesar de estar manejada por los jesuitas y dominicos, le rendía gran respeto y simpatía, pero sabíamos que en el Obispado se llevaba al minuto el curso de su enfermedad y se urdía, con toda solicitud y tacto, la manera de lograr de él un arrepentimiento de sus ideas racionalistas, aunque fuera ficticio, buscando su logro, que constituiría un éxito cotizable de la Iglesia, por presión en la familia. El caso era evitar que se verificase el primer entierro civil que, con escándalo de las beatas, se sabía había de ser muy concurrido, por lo que significaba la personalidad del ilustre maestro. Y un día, casi un mes antes de su fallecimiento, nos encontramos hospedado en su casa a un cura forastero, al que don Mariano tuteaba y trataba con el mayor cariño y fraterna familiaridad. Era de su propio pueblo y se habían criado juntos, yendo a la escuela al mismo tiempo, y que, según decía, había venido desde su curato, que no pertenecía ni mucho menos a la diócesis de Salamanca, a pasar unos días con él y acompañarle, recordando sus tiempos juveniles, pero que, en verdad, pudimos apreciar que fue buscado, como elemento valioso, para el logro del objetivo que se perseguía. Y, en verdad, el fracaso se hizo notar enseguida, porque a las primeras de cambio quiso iniciar su verdadera misión aprovechando la intimidad y la confianza de que se gozaba en aquella familia. Don Mariano, con aquella firmeza con que acompañaba a sus palabras, le paró los pies, como vulgarmente se dice, en esta forma:

Mira, siempre nos hemos querido como hermanos y tú no sabes la alegría que me has proporcionado al venir a verme y tenerte en mi casa; pero, en nombre de ese cariño y del respeto que merezco, y el que se debe, también, a mi casa, te ruego no me vuelvas a hablar, a menor palabra, en ese sentido, porque además de la inutilidad de tu intento, jamás te lo consentiré.

El pobre cura, impresionado por tan rotunda respuesta, acompañada de actitud tan resuelta, dio de ello cuenta a sus superiores, pero como había venido a las órdenes del Obispado, resolvió este que continuara en la casa del enfermo hasta el final, para aprovechar la menor ocasión de consumar la farsa deseada. Y, en verdad, que lo hubieran logrado de no estar sus íntimos alrededor de su lecho cuando se inició su agonía. Entre nosotros apareció como empujado violentamente el cura huésped, que estaba en otra habitación acompañando a la viuda, con algunas de sus amigas y, abriéndose paso, se colocó a la cabecera del enfermo, diciéndole, a grandes voces: «Mariano, ¡mírame!», y don Mariano, ya moribundo, abrió los ojos por última vez, lanzando sobre su amigo una mirada de reconvención mezclada con desprecio, cerrándolos, para siempre.

Al convencernos todos de que nuestro gran amigo estaba ya muerto, el cura le rezó la absolución in extremis que nadie le había solicitado, que adolecía de la condición previa que no se había cumplido, diciendo: «Si bene contritus es, ego te absolvo», y acto se guido, salió del salón, dirigiéndose a Palacio, como un cohete, para llevar la noticia de lo sucedido.

Todos los amigos abandonaron la alcoba, cumpliendo su último deber, para acompañar a la viuda en tales momentos, y únicamente quedamos al lado del muerto la criada, Eleuterio Población, antiguo becario y paisano de don Mariano y del cura, y yo, amortajando seguidamente el cadáver, que fue colocado sobre la alfombra de su despacho, convertido en capilla ardiente, incorporándonos a los íntimos que allí estaban, cuando, inopinadamente, próximamente a la una de la madrugada, aparecieron dos conocidos canónigos de la camarilla del obispo, que llamando a don José Onís y López, mi compañero, archivero de la Universidad, tenido, como el más íntimo amigo del finado, retirándose con él a un rincón del salón y sosteniendo una conversación, en voz baja, que subió un poco de tono por parte de don José, al decirles: «Señores, yo soy católico pero no hasta el extremo de faltar a la verdad, ante el cadáver de mi amigo. Yo no me presto, ni me prestaré jamás, a una comedia»; añadiendo: «Comedias, no».

Mis dieciocho años no pudieron contener un «¡Muy bien!», y si no, aquí estamos todos, testigos presenciales, indiscutibles.

Marcharonse los canónigos, e, inmediatamente, las redacciones de toda la prensa reaccionaria se pusieron en vertiginoso movimiento para cometer la mayor iniquidad, iniciando una campaña, la más violenta, contra el ilustre muerto, que había consagrado toda su vida a hacer el bien con su obra constructiva, aplicándole toda clase de insultos, aunque la mayor parte de sus injuriadores debían favores a su indefensa víctima, y a quien, servilmente, siempre habían adulado, hasta la víspera de su muerte. Los más furibundos figuraban entre los estudiantes becarios, como Jesús Sánchez y Sánchez, y José García Revillo, 51que así iniciaban su sistema ventajista, para lograr, más adelante, ser figuras políticas en la provincia.

¿He dicho indefensa víctima? Nada de eso. Don Mariano, tanto dentro del Claustro universitario como fuera de él, contaba con defensores decididos a sostener la verdad de los hechos, en aras además de su ilustre amigo. La virulenta campaña clerical caracterizada, como es natural, por su procacidad y grosería, que hacen olvidar hasta las más elementales y humanas máximas del cristianismo, no logró más que dos cosas: la enorme manifestación de duelo en el entierro, que acompañó al cadáver hasta el cementerio, pues pasaríamos de trece mil los que figurábamos en el cortejo, teniendo en cuenta que, entonces, la población de Salamanca no pasaba de veintidós mil habitantes, y, como secuela, una profunda disidencia en el Claustro de la Universidad, que no hubo medio para borrar durante muchos años.

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