Manuel Castillo Quijada - Mis memorias

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Manuel Castillo fue durante toda su vida un republicano convencido. Desde muy joven se comprometió con un ideal que marcó su trayectoria personal y profesional hasta obligarle a tomar el camino del exilio, primero en Francia y, definitivamente, en México. Pocos años antes de morir redactó un relato autobiográfico en el que reunió sus experiencias durante la España de la Restauración, de la Segunda República y del exilio. De su mano se evocan desde la vida en un barrio popular madrileño en tiempos de la Primera República, a la lucha política en la Salamanca de los años noventa del siglo XIX, pasando por las huellas de su vocación política, docente y periodística desarrollada con intensidad en Cáceres y Valencia hasta su huida de España. Finalmente, las Memorias de Manuel Castillo permiten a los lectores recordar la quiebra de esperanzas y proyectos que supuso la guerra civil, la derrota republicana y el exilio para varias generaciones de españoles. Su compromiso con la educación y el desarrollo humano ha dejado huella en la sociedad valenciana a través de su legado a la Universitat de València, haciendo posible la creación de su primer órgano de cooperación universitaria al desarrollo: el Patronat Sud-Nord.

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Ovejero y su contrincante no pudieron disimular su sorpresa ante la seriedad de sus padrinos al dar a conocer tan rara condición, pero dándose cuenta de la guasa de que eran objeto quisieron arremeter contra estos, que ya no pudieron contener la risa, terminando así el famoso duelo… antes de principiar.

Sin embargo, Andrés Ovejero, más tarde, en su carrera de arribista «se arrimó» a Navarro Ledesma, cuando el conde de Romanones fue ministro de Instrucción Pública, y encargó a este la confección de las reformas al plan de Segunda Enseñanza, que llevan su nombre, evidentemente, el más sensato y pedagógico de cuantos se hicieron por su profundo conocimiento del problema. De esta manera, Ovejero aprovechó aquella circunstancia para cultivar la amistad con el ministro, logrando que este le ingresara en el escalafón de institutos, sin oposición, pasando por encima de la ley, nombrándole para el Instituto de Segunda Enseñanza de San Juan de Puerto Rico, entonces aún colonia de España, tomando posesión de su cátedra en Madrid, sin jamás ocuparla y aprovechándose de la catástrofe colonial y del derecho preferente que se concedió a los catedráticos de ultramar de ocupar cátedras de la misma categoría en la península, fue nombrado titular del Instituto de Cádiz, en el que tampoco puso los pies, logrando que se creara una cátedra de Historia del Arte en el Doctorado de la Facultad de Filosofía y Letras, para que un tribunal, escogido ad hoc , le diera la mencionada cátedra de nueva creación, en cuya oposición no tuvo contrincante. Más tarde, en su camaleónica carrera política, ingresó en el Partido Socialista, para ser elegido diputado provincial de este por Madrid, que siempre fue el campo de sus especulaciones, quedando en la Corte, sin que el triunfante falangismo le molestara en lo más mínimo.

8VELEIDADES DE UN CATEDRÁTICO

Entre los del primer curso de la facultad descollaba, por su competencia y por su vocación y entusiasmo, el profesor de Literatura General, Dr. don Antonio Sánchez Moguel, 31solterón empedernido, dotado de muchas rarezas, que vivía con su anciana madre y cuyas rarezas de carácter soportaban unos y otros no, autoritario y atrabiliario, lo que motivó más de una vez censuras en el Ateneo y enemigos personales que transcendieron a la prensa, como ocurrió con su compañero, el catedrático de Oviedo Dr. Leopoldo Alas ( Clarín ) y con otros, y no pocos disgustos que sufrió, dentro de la Universidad, y violentos muchos de ellos entre compañeros a los que quería imponer su voluntad y más de una agresión por parte de estudiantes atropellados por él tras su inmunidad docente.

Al iniciarse los exámenes de fin de curso, formaba tribunal con don Nicolás Salmerón y don Manuel María del Valle, a quien la cátedra no le interesó nunca, especulando más en la política, y al despedirse, don Antonio, con la mayor tranquilidad, nos dijo que como se iniciaban los exámenes con el de Literatura tuviéramos en cuenta que la nota que sacásemos, en esta su asignatura, sería la misma que, posteriormente, obtendríamos en las otras dos materias.

Y así sucedió, sin saber nosotros de qué mañas se valdría, dada su habilidad y su audacia para imponer su voluntad, cosa que a mí me perjudicó mucho, sirviéndome de lección para el futuro. Yo me había hecho una ilusión, con fundamento para ello, la de sacar sobresalientes en las tres asignaturas, pero como los exámenes empezaban el día primero de junio y la última cátedra y lección explicada se efectuaban el día treinta y uno de mayo, el tiempo me faltó para preparar bien las tres últimas lecciones del programa, que se componía de 67 lecciones, y no pude más que mirar por encima los apuntes, confiándome en lo que recordaba de las explicaciones habidas en clase. Y así marché, alegre y confiado, a los exámenes en que, por lo menos, dos lecciones sacaría, entre las 60 anteriores, pero ¡cuál fue mi espanto al sacar de la bolsa las bolas correspondientes a las lecciones 65, 66 y 67!

No perdí la serenidad que, en casos como aquel, nunca me faltó y a la que debo gran parte de los éxitos de mi carrera. Comprendí que había perdido la partida, derrumbándose mis ilusiones, defendiéndome heroicamente y como pude, con lo que recordaba de las últimas explicaciones, no logrando sacar otra nota que la de aprobado, no muy justa, por la actitud del catedrático, pero que no dejó de satisfacerme, ante el panorama catastrófico anunciado por este. Me examiné, días después, de Historia Universal y de Metafísica, que, para todos los alumnos, era el verdadero «coco»; hice muy buenos ejercicios, esperando las mejores notas… pero, cumpliéndose los pronósticos de don Antonio, secretario del tribunal, no saqué más que dos aprobados, suscritos con su firma, cumpliéndose así sus vaticinios con todos sus alumnos.

De todos modos, saqué a flote todo el curso, quedando libre para las vacaciones veraniegas, que pasaría en la finca que el colegio poseía en El Escorial. 32

9CALVARIO ESCURIALENSE

Pero ¡qué equivocado estaba! Al poner los pies en aquel lugar que mientras estuve en el colegio fue motivo de infantil esparcimiento, inicié tres meses de inhumano calvario, colmados de sufrimientos, materiales y morales, que cambiaron en lo sucesivo mi carácter, de jovial y voluntarioso al cumplimiento de la menor orden, en retraído y desconfiado.

Al salir de Madrid, el director, señor Fliedner, me leyó una carta escrita por un catedrático de la Universidad alemana de Erfurt, en la que le interesaba obtener la copia de un manuscrito griego que existía en la Biblioteca del Monasterio de El Escorial, original de un filósofo de aquel clásico país, llamado Numenius, 33que trata sobre la naturaleza de las cosas.

Como acababa de examinarme del primer curso de Lengua Griega, leía perfectamente la escritura de este idioma, y, desde luego, acepté la invitación del director a copiarlo, sin saber a lo que me comprometía, considerándome como un hombrecito. Y, efectivamente, al día siguiente de llegar a El Escorial me encaminé al monasterio célebre provisto de la signatura del manuscrito remitida por el profesor alemán, entrando en la sala de manuscritos, conocida entre los bibliófilos con el nombre de «Juanelo», de la que estaban encargados los frailes agustinos, que lo están, además, de todo el monasterio.

Pregunté al fraile que estaba al frente de la Sección de Manuscritos si estaba allí el que me interesaba, enseñándole su signatura. Consultados los índices, me contestó afirmativamente, volviéndome a casa después de anunciarle que al día siguiente volvería, para comenzar su copia.

Mi debut no pudo ser más desastroso, por las intemperancias del fraile, muy parecidas a las de Sánchez Moguel, y después ante el manuscrito, que a cualquiera, en mi caso, hubiera acobardado.

Me presenté al fraile de marras provisto de cuartillas y pluma, demandándole el manuscrito para empezar mi trabajo y provocando aquel una escena por demás violenta, y que puso a prueba mi temperamento y mi prudencia, dominándome ante la actitud inconveniente, por demás, y muy frailuna, poco adaptada, como es natural, a las recomendaciones evangélicas de continencia y amor al prójimo.

Al escuchar mi solicitud me miró de arriba abajo, consideró mi modesto atuendo y mi aspecto, casi de chiquillo, pues aún no había cumplido los 16 años, y me contestó, a las primeras de cambio: «Ya te estás “largando” de aquí, si no quieres que te dé un puntapié en el…», refiriéndose, gráficamente, a mi parte prepóstera.

El efecto que me produjo aquella inesperada agresión, de sabido, inmotivada, no es para describirlo. Miré al fraile, un hombrón verdaderamente hercúleo y, a pesar de acordarme de mis arrebatos en el colegio en casos parecidos, consideré que saldría yo perdiendo si le contestaba con la merecida violencia, a la vez que no me perdonaría un desafío procedente de un fraile católico, apostólico, romano, siendo educado por mi parte en un credo protestante, y, además, reflexioné que me encontraba en corral ajeno y que si yo armaba el consiguiente escándalo, además de llevar la peor parte, me inhabilitaba para poder copiar el manuscrito y sufriría la filípica consiguiente por parte del director.

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