Todas estas razones me convencieron y me contuvieron, pero continué sin retirarme y ante mi actitud firme el fraile me dijo, tuteándome, que era lo que más me irritaba: «Márchate, desde luego, porque yo no te entregaré el manuscrito, que tú no podrás copiar, y, además, ¿quién me responde de cómo lo tratarás, y si me dejas caer un borrón en él?».
Entonces, con gran sorpresa mía, oí una voz que me pareció providencial, que, como respuesta inmediata a la pregunta incorrecta del fraile, procedente de dos señores que estaban trabajando con manuscritos y en los que no reparé al entrar, levantándose, ambos, y enfrentándose con el fraile, le dieron la respuesta con tono entre autoritario y airado:
–¡Yo, yo! ¡Traiga el manuscrito!
Y dirigiéndose a mí me dijeron:
–Venga aquí, joven. –Al mismo tiempo que me brindaban un sitio, entre los dos.
El fraile bajó la cabeza, desprovisto, como por encanto, de su soberbia y de sus tufos, llamó a un lego con un timbre, ayudante suyo, y a los pocos momentos portaba y me entregaba el manuscrito tan discutido. Eran, nada menos, que el doctor […], célebre director de la Biblioteca Imperial de Viena y catedrático de Literatura Española en aquella universidad, y el doctor Rieguel, que lo era de la de San Petersburgo, ambos presionados por sus respectivos gobiernos para recorrer las bibliotecas y archivos europeos, en trabajos de investigación de carácter histórico y literario, bien provistos de recomendaciones de sus embajadas que se tradujeron en órdenes de la Regente 34al prior del monasterio.
Al abrir el manuscrito mi decepción no tuvo límites, porque, efectivamente, yo leía el griego, pero en caracteres impresos y palabras completamente escritas, y el manuscrito me lo mostraba con letra cursiva y escrita por un amanuense y lleno de abreviaturas que ya en los españoles deben conocerse por los copistas, y que yo ignoraba.
Intenté, no obstante, empezar, pero las dificultades con que tropezaba eran para mis fuerzas insuperables; más, mis nuevos e ilustres amigos y protectores contra el fraile se sonreían y me animaban, asegurándome que muy pronto, y con su ayuda para resolverme las dificultades que encontrase, me familiarizaría con el manuscrito y lograría su copia. Y así ocurrió, puesto que a los tres o cuatro días empecé a descifrar el texto y a copiarlo, notando en ambos señores una expresión admirativa, ante la facilidad con que iba dominando mis progresos paleográficos.
Por la tarde, cuando salíamos de nuestro trabajo, nos dábamos un paseo por los alrededores del pueblo, pero, ante mi temor de que en casa me regañasen por mi tardanza, me acompañaron para decir que iban conmigo y pedir permiso para que me permitieran dar con ellos el paseo vespertino, bien ganado y necesario después del pesado trabajo del día.
Desde el colegio hasta el monasterio había más de dos kilómetros, cuesta arriba, que hacía más penosa la ruta por el violento calor del sol que abrasaba. La sala Juanelo se abría desde las nueve hasta las doce, con rigurosa puntualidad, y de dos a cuatro de la tarde, y yo salía de casa a las ocho de la mañana para llegar al monasterio puntualmente, de tal modo que cuando abrían la puerta siempre me encontraba el fraile esperando.
Los primeros días, las dos horas, entre doce y dos, las aprovechaba para ir a comer a casa y volver a mi trabajo, hecho agotador, que me obligó a pedir que me preparasen una merienda que me serviría de comida, para evitarme el molesto viaje en aquellas horas de verdadera asfixia. Y en efecto, la señora del director ordenó, tras mis súplicas, que me preparasen un poco de queso entre dos rebanadas de pan, único alimento, para un muchacho de dieciséis años, que sustituía a la comida de mediodía; y con tan suculenta comida al dar las doce me encaminaba al bosque adjunto al monasterio, llamado La Herrería, y sentándome bajo la confortable sombra de un árbol, consumía en un santiamén mi frugal «comida», y luego me acercaba a la fuente de los Frailes, cuya fresquísima agua me confortaba extraordinariamente, tumbándome después sobre el césped, contando las campanadas del reloj de la antigua torre, cuarto, tras cuarto, hasta las dos menos diez minutos, en que me encaminaba a reanudar la tarea, que una vez terminada entregué a la señora del director, que la remitió a su marido, en Alemania, donde estaba de viaje de propaganda y de recaudación de fondos, no volviendo a saber ni a ocuparme del asunto, aunque, tiempo después, supe que el director percibió por aquel trabajo 1.500 marcos que el catedrático de Erfurt remitió para mí, y de los cuales no vi ni un céntimo, y que un folleto, que sobre el manuscrito y su texto publicó dicho señor, ponía por las nubes al estudiante español Manuel Castillo, por su cuidada copia.
Realmente, aquel fue un desengaño más de los ya muchos sufridos en el colegio, a los que estaba tan acostumbrado que no me produjo el menor efecto, convencido de que la protección que se me dispensaba, dándome la carrera, era, desgraciadamente, una especulación de la que yo era, a la vez, pretexto y víctima. Posteriormente, los hechos que se sucedieron, en crescendo , lo confirmaron. Era la señora, doña Juana Brown de Fliedner, 35esposa del director, escocesa de origen e hija de un famoso botánico por sus obras publicadas y por sus descubrimientos, conocidos mundialmente, producto de sus estudios sobre muchas especies de plantas tropicales, descubiertas, descritas y catalogadas por él durante varios años que pasó en el sur de África, pensionado por el Gobierno inglés, percatándome yo del nombre del que gozaba entre los hombres de ciencia, porque venido a ver a su hija y a sus nietos pasó con estos y con nosotros varias semanas en El Escorial, donde un día fue visitado por el Claustro de Profesores de la Escuela de Ingenieros de Montes, instalada en el vulgarmente llamado Escorial de Arriba, para saludarle e invitarle a honrar con su visita dicho centro, pues estimaban su visita como un hecho relevante en la historia de la escuela. El respeto y la admiración con que le hablaban demostraban plenamente la justa fama de que gozaba aquel hombre de ciencia, un viejecito muy simpático, con el que yo, diariamente, daba algún corto paseo por el bosque de La Herrería.
Doña Juana parecía, por su tipo, más bien española que inglesa. Menudita, morena y dotada de verdadera belleza, era una enamorada de las costumbres españolas. Jamás la vimos tocarse con sombrero, cosa muy rara entre las extranjeras, y siempre usó la clásica mantilla de nuestras mujeres, y, como tenía el pelo negro, pasaba a primera vista como española.
La simpatía que inspiraba y sus actividades en la obra de propaganda que representaba su marido, director del colegio, movían al respeto a cuantos la trataban, del que no participábamos los que convivimos con ella, porque tan buena señora padecía un histerismo del que todos éramos víctimas, empezando por su esposo y por sus hijos. Se pasaba, a veces, hasta un mes sin salir de su cuarto y sin que las criadas la vieran, descargando sus iras cuando salía, principalmente, sobre los españoles que vivíamos en la casa, que habíamos de revestirnos de paciencia, muy puesta a prueba, imitando a sus deudos, sufriendo sus órdenes excéntricas, sus arbitrariedades y sus frases molestas.
Recuerdo que más de una vez, para salir de su cuarto y aparecer en el comedor, exigía a su marido que los españoles que convivíamos con la familia no nos sentáramos a la mesa, ni comiéramos al mismo tiempo que ella, y don Federico, para resolver el conflicto, nos daba una peseta con cincuenta céntimos a cada uno para que comiéramos y cenásemos fuera de casa, con gran alegría por nuestra parte, porque a mediodía comíamos en una de las muchas casas de comidas derramadas en Madrid, en la que dábamos cuenta de un sabroso cocido madrileño, que nos sabía mucho mejor y nos nutría mucho más que las exóticas comidas alemanas que nos servían en casa. El cocido y un magnífico panecillo con parte del cual migábamos la sopa nos costaban cincuenta céntimos, y por la noche nos metíamos en una taberna «decente» donde por otros dos reales consumíamos un gran plato de habichuelas estofadas, con su pan correspondiente, acompañándolas algunos de una copita de vino. De modo que, durante la temporada que duraba aquella situación, comíamos mejor, desde luego, con más alegría y libertad, y ahorrábamos dinero, con el que yo me permitía adquirir algún libro de lance, lamentando todos volver a comer en casa, una vez aplacados los nervios de doña Juana, cuyo encuentro procurábamos esquivar, sin ponernos de acuerdo, para evitar inmotivadas reprimendas de su parte, a las que no contestábamos nunca.
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