Manuel Castillo Quijada - Mis memorias

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Manuel Castillo fue durante toda su vida un republicano convencido. Desde muy joven se comprometió con un ideal que marcó su trayectoria personal y profesional hasta obligarle a tomar el camino del exilio, primero en Francia y, definitivamente, en México. Pocos años antes de morir redactó un relato autobiográfico en el que reunió sus experiencias durante la España de la Restauración, de la Segunda República y del exilio. De su mano se evocan desde la vida en un barrio popular madrileño en tiempos de la Primera República, a la lucha política en la Salamanca de los años noventa del siglo XIX, pasando por las huellas de su vocación política, docente y periodística desarrollada con intensidad en Cáceres y Valencia hasta su huida de España. Finalmente, las Memorias de Manuel Castillo permiten a los lectores recordar la quiebra de esperanzas y proyectos que supuso la guerra civil, la derrota republicana y el exilio para varias generaciones de españoles. Su compromiso con la educación y el desarrollo humano ha dejado huella en la sociedad valenciana a través de su legado a la Universitat de València, haciendo posible la creación de su primer órgano de cooperación universitaria al desarrollo: el Patronat Sud-Nord.

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Yo afirmé al director que en los exámenes de septiembre repetiría el examen, sin repasar siquiera la asignatura, respondiendo de su aprobación; pero mis tres compañeros a una, decepcionados y acobardados ante el desastroso resultado de nuestro debut, manifestaron que desistían de proseguir los estudios, a pesar de los ánimos que nos daba el director, el sr. Fliedner, poniéndoles a mí como ejemplo para seguir la lucha e insistir en mi decisión, constituyendo aquel momento el punto crucial y decisivo de mi vida y de mi porvenir providencial, porque en la convocatoria de septiembre aprobé con el otro catedrático de Latín del instituto, don Emeterio Suaña y Castellet, que suplía en el tribunal a su compañero, Commelerán, tal vez por lo ocurrido en el mes de mayo que, como digo, transcendió fuera del instituto, conociéndose y comentándose en todas partes; aprobé no solo el primero de Latín, sino también el segundo curso de dicha asignatura y con notas ventajosas.

¿Obedeció aquella sustitución al temor, por parte de Commelerán, a las consecuencias que «sintió» por su arbitraria conducta, o porque las altas esferas, conocedoras del insólito hecho, se lo corrigiesen de una manera «diplomática»? El hecho fue que yo cumplí mi propósito de no abrir, durante todo el verano, el libro de primero de Latín, aprobándolo en septiembre y continuando mis exámenes de las demás asignaturas, estudiadas en el colegio, logrando hacerme bachiller en tres convocatorias, dos años escasos, cuando apenas iba a cumplir mis quince años, es decir, que legalicé mis estudios del bachillerato en ese espacio de tiempo, salvando las dificultades que el nuevo sistema de exámenes oponía a los alumnos libres, exclusivamente, sistema que me cogió de lleno y de punta a cabo, puesto que se suprimió, precisamente, cuando yo ingresaba en la facultad.

Por cierto, que aquel nefasto año 1885 significó trágica época en toda Europa, víctima de la terrible epidemia de cólera morbo asiático, que también se cebó con España, más que en parte alguna, cabiendo a un médico valenciano que ejercía sus servicios en Alcira, de cuyo pueblo era titular, la gloria de haber descubierto el microbio de aquella enfermedad, lo mismo que la vacuna en su contra, el célebre Dr. Ferrer, cuyo nombre cobró fama mundial, resonando en todos los centros médicos y conservado en la historia de la Medicina. 27

Entonces se contaban en Madrid, Barcelona y Valencia, principalmente, las defunciones diarias de centenares de personas, por cuya causa las familias de mis compañeros de internado reclamaron a sus hijos, pues, incluso la del director se había ausentado de Madrid, trasladándose al Escorial, donde el colegio en el que quedamos, yo solo de los alumnos, con don José Ríos, pareciendo aquello un cementerio, pues yo no quise interrumpir mi preparación de las asignaturas que me faltaban, para examinarme en septiembre y terminar mi bachillerato, como así ocurrió, felizmente. Aunque nuestro «terrible» cancerbero, don José, cayó atacado de la enfermedad en boga, y, en vano, quisieron ocultármelo, sin que me produjera la menor impresión, ni alterara mis horas de estudio, y eso que don José, enfermo, estaba pared por medio de mi dormitorio, lo mismo, por el otro lado, con la sala de estudio y tuvo la suerte de salvarse, como yo la de lograr hacerme bachiller y ponerme en condiciones de poder ingresar en la universidad, como Federico Larrañaga, haciendo el último ejercicio de reválida el día 25 de noviembre de aquel año, el mismo, también, en que falleció el rey Alfonso XII, porque, a consecuencia de la epidemia, no se celebraron los exámenes extraordinarios de septiembre hasta el mes de noviembre, terminada la cuarentena desde el último caso que hubo en toda la península.

Al salir aquel día del Instituto del Cardenal Cisneros por la puerta que da salida a la calle de los Reyes, triunfante y loco de contento con mi nota en la mano del último ejercicio, creyéndome ya un hombrecito, y hasta un personaje distinto a los demás mortales, una multitud de «golfos» voceadores de periódicos, me refiero a los circunstanciales, atronaban la calle anunciando con todos los detalles el fallecimiento del rey, en el Pardo, hecho que se guardó con el mayor misterio y del que yo tenía conocimiento desde por la mañana, en que me confiase el «secreto» la mujer de un empleado en las Reales Caballerizas, natural de El Vellón, y de repente vi que uno de los voceadores de «los sucesos» se acercaba a mí, un tipo desarrapado, sucio y casi descalzo.

–Hola, Manolo. ¿No te acuerdas de mí?

–Pepe –le dije, sorprendido–. ¿No te he de recordar, después de tantos años, sin saber de ti? ¿Qué es de tu vida? ¿Dónde vives?

–Pues ya ves, ganándomela como puedo. Mi papá murió hace ya mucho tiempo, llevándose la llave de la despensa… y desde entonces yo no sé, siquiera, dónde y cómo vivo.

–Pues yo acabo en este momento de hacerme bachiller –le contesté muy impresionado, enseñándole mi última papeleta de examen, fresca aún la tinta de la calificación y de la firma del secretario del tribunal.

Hubo un momento de cariñoso silencio, tal vez pensando, los dos, lo mismo, cuando el antiguo amigo mío y compañero del colegio, Pepe Viñerta, cortó el diálogo diciendo:

–Adiós, Manolo. Que te vaya bien –me deseó alejándose, presuroso, voceando su mercancía, gritando «los sucesos».

Y aquel fue su último adiós, porque ya no le volví a ver más; pero enseguida pensé que aquel inesperado encuentro dibujaba dos vidas muy distintas: una, la suya, oscura, agobiante y, tal vez, fatal, la de mi amigo de la infancia y compañero del colegio, del que se escapó dos veces para volver a sus correrías del barrio, de las que mi madre logró separarme, cuyo desenlace no podía ser más desastroso, el de un irredento «golfo» madrileño que, agobiado por las privaciones de toda clase, sin el calor ni el consejo de nadie, sin cobijo, ni apoyo de ninguna especie, se iba extinguiendo, poco a poco, para terminar su corta existencia en la cama de un hospital y tras las rejas de una cárcel; y la mía, que aún insegura, señalaba una senda seguramente, en aquel momento, indecisa y empedrada de dificultades y de sacrificios que yo estaba dispuesto a afrontar, aunque nunca pude imaginar las que me esperaban, pero que podrían abrirme paso a un porvenir sostenido y bien ganado, por mi constancia, y, desde luego, menos penoso y triste que el de mi amigo.

Estas reflexiones me las quedé, impresionado, como digo, por el inesperado encuentro en que le vi, confundiéndose entre sus competidores de venta extraordinaria, y yo apretando mi papeleta de examen, releyendo la calificación de mi último examen del bachillerato, mientras veía alejarse al pobre Pepe, desdichado amigo mío, voceando su periódico.

Porque mi bachillerato conseguido suponía un cambio de vida al trasladarme a la casa de don Federico, el director del colegio, y vivir, familiarmente, con los suyos y con Federico Larrañaga, que terminaba el segundo año de la facultad, redimiéndome de la vida del colegio, que había sufrido hasta entonces durante nueve años, relevándome de barrer y fregar suelos, subir el agua, ir a la Estación del Norte con otros compañeros para recibir y traer a cuestas los sacos de pan que hacía, en nuestro horno de El Escorial, el bueno de Gustavo Melzer, un muchachote alemán que era una verdadera enciclopedia, labrador, hortelano, herrero, carpintero, mecánico, albañil, etc., oficios que, diariamente, ejercía según se presentaba el caso, con una habilidad y una perfección y un esmero que a todos los muchachos que íbamos a pasar unos días en aquella finca nos impresionaban, lo mismo que su temperamento de trabajador incansable y que su envidiable carácter, siempre jovial. Era entonces y siempre lo fue, hasta su muerte, nuestro mejor amigo, logrando ser considerado una institución cuando fue trasladado a Madrid, con las mismas funciones, al nuevo Colegio del Porvenir, 28edificado en Cuatro Caminos, transformando todo el terreno baldío que ocupaba en un verdadero vergel, lo mismo que había hecho en la finca de El Escorial.

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