Manuel Castillo Quijada - Mis memorias

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Manuel Castillo fue durante toda su vida un republicano convencido. Desde muy joven se comprometió con un ideal que marcó su trayectoria personal y profesional hasta obligarle a tomar el camino del exilio, primero en Francia y, definitivamente, en México. Pocos años antes de morir redactó un relato autobiográfico en el que reunió sus experiencias durante la España de la Restauración, de la Segunda República y del exilio. De su mano se evocan desde la vida en un barrio popular madrileño en tiempos de la Primera República, a la lucha política en la Salamanca de los años noventa del siglo XIX, pasando por las huellas de su vocación política, docente y periodística desarrollada con intensidad en Cáceres y Valencia hasta su huida de España. Finalmente, las Memorias de Manuel Castillo permiten a los lectores recordar la quiebra de esperanzas y proyectos que supuso la guerra civil, la derrota republicana y el exilio para varias generaciones de españoles. Su compromiso con la educación y el desarrollo humano ha dejado huella en la sociedad valenciana a través de su legado a la Universitat de València, haciendo posible la creación de su primer órgano de cooperación universitaria al desarrollo: el Patronat Sud-Nord.

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4MI BACHILLERATO

Entre mis compañeros del internado había dos que conservábamos una verdadera y fraternal amistad que ha durado toda nuestra vida, larga para los dos, y para otro que no estaba en el colegio, pero que ambos conocimos en la universidad, y que solo ha podido interrumpir y romper la muerte. Dos ingresaron también en la facultad, mayor que yo uno procedente de Valladolid y huérfano de padre y madre, llamado Federico Larrañaga, y el otro, al que escasamente llevaba yo dos o tres meses, venido con sus padres, don José Marcial y doña María Dorado de Marcial, y sus cuatro hermanitas, que se llamaba Pepe Marcial Dorado, familia que me dedicó hasta la muerte su mayor cariño, realmente familiar, que siempre se sostuvo ininterrumpido y a la misma altura, a través de tantos años.

Por acuerdo del Patronato del Colegio que residía en Berlín y con objeto de dar mayor expansión a la labor docente que se desarrollaba en el colegio, hasta entonces reducida solo a la primaria graduada, se iniciaron los estudios de la segunda, ingresando nuevos profesores y eligiendo para los nuevos estudios a los alumnos más adelantados del grado superior, estudiando, en conjunto, todas las asignaturas que figuraban en el plan de estudios del bachillerato de entonces, para examinarnos por enseñanza libre en el Instituto del Cardenal Cisneros, figurando dos compañeros mayores en la primera tanda, saliendo airoso Federico Larrañaga y fracasado y desistiendo de continuar el otro, Manolo Fernández Morillo, hijo de una pobre viuda que para sostenerse tenía que trabajar todo el día, teniendo puestos los ojos en él, como última esperanza, pero que tuvo que salir del colegio… por esa causa para martirio de su pobre madre y para su propia perdición, como tiempo antes le había sucedido a nuestro compañero y mi vecino, Pepe Viñerta.

Federico, cuando terminó el bachillerato, se matriculó en la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad Central, por cuenta del colegio, instalándose en el domicilio del director, por resultar incompatible la vida reglamentaria del internado bajo la férula de don José Ríos con los nuevos deberes académicos que tenían que sujetarse a la vida universitaria, con no poca emulación por parte de los que seguíamos en el colegio con nuestra reglamentaria y monótona vida de recluidos.

Dos años después se seleccionó una nueva tanda, más numerosa, de aspirantes a bachilleres, con cuatro alumnos, entre los que yo figuraba, que habríamos de luchar primero con la reforma durísima y sin precedente, publicada en la Gaceta , siendo ministro de Fomento el marqués de Pidal, 25perteneciente a la más extrema derecha del Partido Conservador, y entregado en cuerpo y alma a las órdenes religiosas que explotaban con decidido apoyo de él, la enseñanza colegiada, modificación radical en el sistema de pruebas examinadoras, que, descaradamente, tendía a hacer a su parecer la enseñanza libre, haciéndola imposible, por verdadera asfixia esa clase de enseñanza propia de la gente humilde que no contaba con los medios económicos para llevar a sus hijos al instituto o a los colegios particulares incorporados a él.

Consistía la nueva forma de exámenes, solo en esta clase de enseñanza, en hacerlos por escrito, con aislamiento absoluto, por reglamento, siendo rigurosamente vigilados. Los examinandos, mientras hacían los ejercicios que habían de juzgar siete jueces, catedráticos del instituto en su mayoría, figurando además en el tribunal un académico y una persona ajena a la enseñanza, designada por el ministro, quienes, con una rigidez inusitada y sin precedente y con manifiesta arbitrariedad, pues sabían el papel que se les había adjudicado, cumplían y culminaban el objetivo del nuevo sistema, con el apoyo del director del instituto, don Francisco Commelerán, siempre al servicio interesado de los autores de aquel desaguisado que no dejó de ser comentado por la prensa liberal; tanto es así que a los dos años, al caer del poder el Partido Conservador y sustituirle el Liberal, con Sagasta se anuló inmediatamente de un plumazo, borrando aquel escandaloso atentado clerical contra la enseñanza libre, porque era una conquista liberal de la que no podía excluirse de ese derecho a los alumnos de clases humildes, tan ciudadanos como los demás y entre los que había verdaderos valores que se perderían por la falta de medios económicos para asistir a las clases del instituto, y, menos, a los colegios particulares, reservados a los pudientes y cuya mayor parte estaban bajo la jugosa especulación de las órdenes religiosas.

Recuerdo que después de nuestro examen de ingreso, nos examinamos del primer año de Latín unos veinticinco alumnos, siendo catedrático de dicha asignatura el mencionado director del instituto, el señor Commelerán, y un catalán retrógrado, cuya carrera profesional cuando tomó tierra en Madrid, hasta ocupar un sillón en la Real Academia de la Lengua, lo debía, como de todos era reconocido, a medios muy distintos a los justificados, moral y legalmente, de los que hemos pasado los demás mortales. 26Aquel día entró este sujeto, solo, para juzgar nuestros ejercicios de aquella asignatura, tal vez delegado como ponente por sus compañeros del tribunal y, a pesar de ser escritos, al cabo de breves minutos de haber entrado en el salón donde se celebraban los exámenes y donde estaban depositados en sobres cerrados y firmados por cada examinador, se nos llamó de la secretaría a todos nosotros para que entrásemos, uno a uno, en la oficina donde el primer oficial, con los ojos bajos y verdaderamente avergonzado, nos entregaba la papeleta de examen, todas ellas con la nota de «Suspenso», menos una, la correspondiente a uno de nosotros, un circunstancial sobrino de un cura, que rompiendo el aislamiento reglamentario habíamos visto entrar y salir en el salón donde trabajábamos, sin que ningún vocal del tribunal con el que departía muy familiarmente, dejándole, por el contrario, acercarse a su pariente, haciéndole observaciones con el mayor cinismo mientras escribía su ejercicio.

Como es natural, salimos todos decepcionados y escandalizados, ante el manifiesto atropello de que habíamos sido víctimas, recordando que al entrar el director Commeleran en el salón un bedel, al ver la cara que traía, nos vaticinó que nos preparásemos para sufrir un verdadero «escabeche» general en las calificaciones. Y no se equivocó.

Pero aquel indigno catedrático no salió muy airoso de su «hazaña», porque uno de los examinandos, hombre de unos treinta años que había estudiado varios años en un seminario y que dominaba el latín, desesperado por el daño que le causaba el atropello tan burdamente cometido al calificar los veinticinco ejercicios él solo, sin tiempo material siquiera para abrir los sobres que los contenían y cuyo perjuicio personal era irreparable para él, y para su porvenir, porque le impedía examinarse de la carrera corta de notario, que aún existía para hacerse cargo de la notaría en que prestaba sus servicios como primer oficial, esperó al arbitrario profesor, y, al aparecer este en el claustro, para salir a la calle, se acercó a él y sin pedirle explicación alguna le aplicó una serie de bofetadas, como introductorio a la paliza que le hubiera dado y que no logró consumar por las voces de auxilio del agredido y por la inmediata aparición de los bedeles que acudieron a su defensa, más por deber que por voluntad.

Nosotros, los cuatro fracasados del colegio, nos presentamos a nuestro director, ante el que demostramos la injusticia cometida, relatándole con todo detalle lo ocurrido, pues no cabía en cabeza humana que veinticinco escritos se pudieran leer y juzgar por un solo juez y, sobre todo, sin la presencia de los otros seis jueces del tribunal, en escasos cinco minutos, mereciendo todos la calificación de suspenso, menos el del sobrino del cura, la única escandalosa excepción.

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