—¿Para dónde iremos ahora?
El guardia de fronteras lo observó durante un instante. Sonrío y con una amplia mirada gestual de simpatía le dijo:
—Me caes simpático. Además, eres el único chico en todo el vagón y tengo la impresión de que lo que yo te explique te lo guardarás para ti, ¿de acuerdo?
—Claro, no se lo diré a nadie —aseveró David.
—Solo a tus padres. ¿Me lo prometes?
—Seguro que sí. Solo a mis padres.
Durante el corto diálogo, Daniel sonreía y Edit se mantenía en su mundo de reflexión y mutismo. Ella, en su situación, prefería la estancia en el departamento al paseo sugerido por los andenes de una vía muerta.
El guardia reveló, mirando fijamente a David como si no hablase o no le escuchase nadie más, que el convoy saldría sobre las seis de la tarde, una vez la locomotora hubiera superado las pruebas realizadas, y dependiendo de su estado el viaje continuaría en una sola etapa hasta la ciudad de Ginebra. Todo ello, repitió, siempre y cuando se dieran los condicionantes necesarios y la autonomía de la máquina fuera suficiente. Comentó que serían cerca de trescientos kilómetros y que en ese aspecto deberían ser los maquinistas quienes se pronunciaran en uno u otro sentido. Caso contrario, Lausana sería la próxima parada de asistencia.
—¿Te parece bien?
—Pues muchas gracias. Creo que mis padres también han escuchado su explicación —manifestó sonriendo.
—Creo entender que solo he hablado contigo, ¿correcto?
—Sí, señor. Correctísimo. Y repito las gracias.
Tenían toda la información que necesitaban. Se retiraron a su departamento y allí, sentados alrededor del mapa, pudieron hacerse una idea de lo que restaba en aquel viaje de exilio y celar, pero que, para ellos y hasta ese momento, no había derivado en algo diferente a uno turístico. El aburrimiento hacía mella, con un evidente menoscabo en sus apreciaciones y sentires. Edit dormitaba, Daniel repasaba un libro antiguo que portaba en su maleta y David contemplaba continuamente a través de la ventanilla los movimientos tanto del pasaje paseante como de los agentes vigilantes. Los describía de manera uniforme, casi profesional: el loco de la pradera, la chica del antifaz, los monstruos de Benadem. A todos y cada uno de ellos les aplicaba un apodo y de ahí su tiempo no le parecía tan extraño, tan insólito, en aquella prisión sobre ruedas. Se estiró bostezando y dirigiéndose a sus padres comentó:
—Podríamos salir un rato, ¿no?
—No es mala idea. Sé que estar aquí es aburrido y más para un chaval deportista como tú. Pero las circunstancias son las que son y no quisiera dejar a mamá sola. Por otra parte, el que tú salgas solo no me hace ninguna gracia, aunque entiendo que la seguridad está garantizada en el andén.
—¡Papá, además hace sol!
—¿Edit? —preguntó a su esposa.
Ella no contestó. Continuaba en su mundo de abstracción y difícilmente podría generar una negativa.
—Vale. Mamá está dormida y espero que no se enfade. Solo te pido una cosa.
—¿Qué, papá?
—Es posible que, al verte solo, sin la compañía y protección de tus padres, alguien pueda entender que sería el momento más adecuado para sonsacarte lo que a tu padre no le pudieron sonsacar.
—¿Lo dices por Zoltan?
—Sí. He visto que está paseando arriba y abajo como un desesperado. No sé si lo hará para hacer la digestión o porque no ha conseguido obtener frutos de su trabajo de campo. Al menos hasta el momento.
Cuando David bajó del vagón, Daniel se sintió profundamente incómodo. Intentó bajar la claraboya de su departamento, pero el óxido había cumplido su misión y estaba atascada. Por primera vez en su vida hubiera deseado tener el don de la ubicuidad, de la bilocación en términos paranormales. No podía dejar a Edit sola por lo que ya todos sabemos, y dejar a su hijo caminar en solitario en aquella tarde primaveral, lejos de su visión y alcance, lo ponía en un compromiso personal por el adeudo y responsabilidad que su hijo significaba. David lo era todo para ellos, más que su propia existencia, y tenía claro el designio de que amar significa dejar ir. Pensó en su hijo: era joven, fuerte, espigado y con una cabeza más depurada que otros jóvenes de su edad. Y sabía que más tarde o más temprano tendría que prepararse y conceder sus deseos de libertad, de independencia, de liberación personal.
El tibio sol parecía resentirse de sí mismo y comenzaba a dejar paso a un filón de nubecillas atascadas que parecían haber estado esperando el momento de molestar, a pesar de lo cual hacía frío. David había bajado en mangas de jersey, que no de camisa, volviendo al poco rato diciendo:
—Hace frío. Me pondré el abrigo —continuó—. ¡Ah, papá! ¡Tenías razón!
—¿En qué, hijo?
—Me refiero a Zoltan. Me ha parado durante el paseo…, pero luego te lo cuento. Bajo otro ratito a estirar las piernas y luego subo. Y no te preocupes, que ya le tengo controlado.
—Pero no tardes —gruñó Daniel.
Edit seguía transpuesta y al escuchar el amortiguado grito de Daniel se despertó.
—¿Qué pasa? ¿Dónde está David? —preguntó, angustiada.
—Nada, tranquila. Ha salido a dar un paseo por el andén y no tardará.
—Pero ¿cómo le has dejado ir? —Se molestó.
—Ya no es un niño, Edit. En el tren ya todos nos conocemos. De vista, eso sí, pero nos conocemos.
—Me preocupa Zoltan —manifestó más calmada.
—Sí, sí. Antes de que bajara ya lo hemos hablado. Me ha comentado que le ha parado, pero que ya lo tiene controlado. Luego nos contará.
Se levantó medio dolorida por la posición en que se había dormido y tan pronto se puso de pie su voz sonó como un susurro:
—Tengo que ir al baño —señaló, buscando su neceser, que se encontraba en la parte superior del altillo—. ¿Me lo acercas, por favor?
Edit y David coincidieron en el regreso. Daniel había acompañado a su esposa hasta el servicio y se entretuvo mirando a los paseantes del andén. Bajó por la escalerilla para observar el ambiente y reparó en la figura de su hijo, que se acercaba. También prestó atención al servicio de seguridad que habían montado los guardias: dos en cada principio y final del convoy. Pudo advertir, a la vez, que en la parte opuesta del apeadero se encontraban idénticos servicios a pesar de la prohibición de bajar a las vías por el lado opuesto. Pensó que se encontraban en una prisión libertaria a pesar de la contradicción que ello suponía. Sin embargo, en las cercanías se escuchaba el rumor agitado en los raíles y pitidos clásicos que solo podían provenir de una locomotora. Y parecía ser, lo parecía, que era la que los conduciría a su destino casi final. No se equivocaba y a los pocos minutos los vigilantes obligaron a todos los pasajeros a subir al tren y a que se acomodaran en sus vagones. La salida estaba prevista para una hora más tarde; una hora en la que el fulgir del sol se apagaba, dando paso a las primeras estampas nocturnas.
—Cuenta, David, cuenta.
—Nada raro, mamá. El tío ese me paró y se puso a caminar a mi lado. Me preguntó qué es lo que más me había gustado de Budapest el tiempo que habíamos vivido allí y sobre todo se interesó mucho por el colegio al que había asistido.
—¿Y tú que le has dicho?
—Pues alguna verdad —expuso con cariño—. Que lo que más me gustaba de Budapest era el Danubio porque es el río más bonito del mundo; que habíamos estado mucho tiempo, aunque sin concretar el cuánto; y luego, a la pregunta principal, que es lo que lo dejó boquiabierto, fue el colegio donde recibí parte de mi educación… —Edit y Daniel salivaban a la expectativa del episodio final, aunque después de la pausa de su hijo decidieron mostrar un enorme interés, pero tan solo en signos y miradas. Sin locuciones—. He confesado que fui un largo tiempo a los Marianistas porque mis padres querían que aprendiera inglés y alemán. Y que muchas tardes, en la embajada, recibíamos clases de historia de España.
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