Marino José Pérez Meler - Sombras en la diplomacia

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Budapest, años cuarenta. Los judíos comienzan a ser pasto de los excesos nazis y se ven obligados a buscar una escapatoria del horror del holocausto. Un diplomático de la embajada española, conocido como el Ángel de Budapest, hace posible que muchas familias hebreas logren el objetivo de salir del país y asentarse en otros puntos de Europa. Edit, Daniel y su hijo David, descendientes de judíos sefarditas, obtienen el visado para viajar a España y logran asentarse en la Costa Dorada, donde, amparados por una organización subyacente creada en los inicios de la represión judía, crean un negocio floreciente y se instalan en la tranquila vida social de la ciudad.
El joven David, educado en la Gran Sinagoga del Danubio, sufre continuamente por no poder practicar los ritos, cultos y ceremonias de la religión judía, prohibida por el Gobierno franquista, por lo que cada vez tiene más claro que su futuro, siempre ligado a sus creencias, estará lejos de España. Tras completar sus estudios universitarios en Londres, David acaba por integrarse en el engranaje diplomático del recién creado Estado de Israel. Años más tarde, un atentado con carta bomba en la embajada israelí en Londres cambia para siempre la vida de Rachel, única hija de David. A partir de ese momento, la joven consagra su vida a desenmascarar a los autores del hecho, sumergiéndose para ello en el complejo mundo de las relaciones diplomáticas, aunque en su caso este universo servirá fundamentalmente como pantalla para ocultar su pertenencia a los servicios de inteligencia.

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—Sí, sí —admitieron—. Tanto la locomotora como los vagones pertenecen al Gobierno húngaro, aunque desde hace unos meses están regidos por numerarios alemanes. Además, se da el caso curioso de que los vagones en que nos encontramos fueron un proyecto análogo al que quería representar el Orient Express húngaro y planeado para sus viajes al occidente europeo. Un proyecto que no se llevó a cabo, pero el resultado lo tenemos a la vista.

—De cualquier manera, las noticias son buenas. No tendremos que viajar por Italia y el viaje se hará más corto.

—Efectivamente. ¿Cuál es vuestro destino final?

—España. ¿Y el vuestro?

—Normandía. Tenemos familia allí y queremos visitarla antes de que la cosa se complique más.

—A nosotros nos pasa lo mismo —comentó antes de levantarse—. Bueno, nos vemos… seguro. ¡Hasta luego!

Después de saludarse de una manera afectuosa en la despedida momentánea, debido a que volverían a encontrase en la cena de la noche, iniciaron la retirada hacia su departamento a la espera de que el convoy iniciase su andadura. Fue en ese momento cuando Daniel le indicó a Edit:

—Por fin una buena noticia. ¡Te quiero!

—Yo a ti también, pero todavía falta… —dejó en el aire.

Poco después de las cinco de la tarde, como había sido previsto, se reinició el viaje con una evidente satisfacción del escaso pasaje. El hecho de no desviar la ruta hacia Italia suponía una reducción del tiempo de la marcha en casi veinticuatro horas. Obviamente, la jefatura del tren, así como los miembros de la operativa en la estación de Salzburgo, habrían tejido un nuevo programa de asistencia que se iniciaría en Innsbruck, con paradas técnicas en Zúrich, Lausana y Ginebra. Los militares que acompañaban a la expedición desembarcarían en la última pausa austríaca y en la primera detención en territorio suizo serían reemplazados por miembros del ejército helvético. Para los pasajeros, el nuevo tránsito obligaba a permanecer en sus departamentos durante el resto del viaje, aunque con las potestades lógicas de efectuar las comidas y visitas a los servicios comunitarios.

Por la noche y durante la cena tuvieron una agradable charla con el matrimonio que tenían en la mesa adyacente. Por ellos se enteraron —hablaban alemán— de todas las condiciones que el jefe de tren les había expuesto después de que el Gobierno suizo autorizase el paso por su territorio del convoy.

—Lo primero es que la nacionalidad de la locomotora es húngara, el destino es Francia y el transporte que se efectúa es de material de construcción.

—¿Y la tripulación y los militares?

—Bueno, según nos comentó, la dotación del tren es de ocho personas: dos maquinistas, dos asistentes, además del jefe del conjunto, y tres dedicados a atender al pasaje. Todos ellos, a excepción del revisor, son húngaros.

—Ya, ¿pero los militares qué?

—Eso también parece que está estudiado.

—Parece ser que la máquina tiene que abastecerse de agua y carbón dentro de una limitación de kilómetros y, por tanto, eso le obliga a efectuar una serie de paradas, que se denominan de asistencia, en un plazo máximo de cinco o seis horas.

—¿Seis horas? —inquirió David, ofuscado.

—Sí. Más o menos cada trescientos kilómetros.

David silbó, Daniel sonrió y Edit solo revelaba signos de estupefacción.

—¿Y cómo es que no nos enteramos la noche pasada?

—¿Podría ser que estuvierais durmiendo? —preguntó en tono de ironía su compañero de mesa contigua.

—Podría ser —afirmó Daniel—. Pero prometo que no roncaba.

El grupo emitió una carcajada y continuó con las explicaciones.

—Me preguntas por los militares alemanes que custodian el convoy, ¿no?

—Sí. Porque no creo que sean bienvenidos en Suiza.

—Así es. Ellos, parece ser, descenderán todos en Innsbruck, que es la última estación austríaca. Desde allí a Zúrich el tren viajará sin escolta.

—¡Esperemos que no haya nieve! Vamos a cruzar todas las montañas del Tirol. ¿Y cómo has conseguido tanta información? —curioseó Daniel con un poco de malicia perversa.

—¡Ah, amigo! No hay nada como ser astuto y con un poco de diplomacia casi todo se consigue. ¿Pero qué digo? —se preguntó, a sabiendas de que la familia Venay tenía algo que ver, o mucho, con la legación española—. ¡De eso seguro que sabéis vosotros mucho más que yo!

Edit no quiso entrar en el juego que, parecía ser, había iniciado Zoltan, nombre propio con el que se había presentado. Sin apellidos.

—Podría ser —manifestó con cierta timidez, no exenta de firmeza.

Hubo un momento de silencio que ninguno de los reunidos parecía querer romper. Lo hizo el asistente del vagón con una bandeja de comida para los cinco componentes de aquella fracción del coche. Estofado de carne. Un goulash con un aspecto inmejorable y un olor que despertó el apetito de los sentados a la cena.

—Seguimos luego. Tenemos hambre.

—¡Pues que aproveche! Y sí, seguro que seguimos luego, porque tengo más cosas interesantes que explicar.

La cena se desarrolló en silencio, con una tranquilidad contrahecha y subordinada a lo que Zoltan se había guardado en su zurrón y que sería expuesto una vez finalizada la misma. Se acercaba la hora del segundo turno y los pasajeros del mismo ya esperaban en la portezuela del vagón. Daniel, que los tenía de frente, así lo expuso:

—Creo que se acerca la hora de dejar el sitio libre.

Algunos volvieron la cabeza y en sentido afirmativo lo confirmaron.

—¿Vamos a fumar un cigarro?

—Yo no fumo, pero no me molesta que alguien lo haga.

—Entonces vamos a nuestro departamento y seguimos charlando.

—¿Dónde está?

—En el vagón uno. De camino pasaremos por el vuestro.

—¿Edit?

—No, me vais a perdonar, pero estoy un poco cansada.

—Es normal después de la excursión que habéis hecho por la ciudad. Nosotros la conocemos bien y los adoquinados por los que tienes que caminar en el centro son impresionantes. ¿Habéis estado en la casa donde nació Mozart?

—No. Lo cierto es que estuvimos cerca, pero se nos hacía tarde para venir a la hora del turno.

Zoltan parecía estar muy interesado con la cercanía de Daniel. Había escuchado los rumores y comentarios sobre que una alta personalidad de la diplomacia española viajaba en el tren, cuchicheos que provenían del teniente del ejército que acompañó a los Venay a su acomodo y que nadie había confirmado en las cerca de veinticuatro horas en que transitaban casi vecinos. Y lo que semejaba o quería ser el inicio de una amistad más bien se presentaba como una tarea interesada sobre la personalidad y presunto estatus de Daniel.

Durante el tiempo que Daniel fue acogido en el compartimento de Zoltan, fue invitado a tomar una copita de palinka, que aceptó, aunque rechazó una segunda toma. Estuvieron hablando durante varios minutos de Budapest, de la situación viajera en que se encontraban y más tarde, cuando Zoltan le preguntó por sus deberes en la embajada, Daniel decidió cambiar de tema con un escueto:

—Prefiero no hablar de mis obligaciones profesionales. Son asuntos muy personales y de cierto interés, de los que no me está permitido comentar.

—¡Nada, hombre! ¡No te enfades! Solo quería continuar nuestra conversación.

—Pues siendo así, podríamos hablar de otras cosas. Por ejemplo, de la información que me ibas comentar sobre lo que habías sonsacado al jefe de tren. Comentaste que hasta Zúrich viajaríamos sin escolta militar y eso es lo que no entiendo. ¿Por qué el tren debe llevar escolta? ¿Por los materiales que transporta?

—Es ahí donde puede que te lleves una gran sorpresa.

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