Paloma Bau - Mejor no recordar

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Tras una noche de fiesta con sus amigos, Alejandra desaparece misteriosamente sin dejar rastro. Preocupados por lo que haya podido pasarle, sus padres acuden a la policía para denunciar su desaparición. Sin embargo, dos semanas después, sin acordarse de nada y pensando que aún es la noche que salió con sus amigos, Alejandra regresa a casa, sana y salva. La policía, liderada por el inspector Ugarte, tras su repentino regreso y la falta de pruebas concluyentes, decide cerrar la investigación.
¿Qué le ha sucedido a Alejandra? ¿Ha fingido ella misma su desaparición durante catorce días? ¿Será capaz de recuperar su memoria y averiguar lo que realmente ocurrió?

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—Pero ¡qué guapa! —gritó Sofía saliendo de uno de los cuartos de baño, observando cómo intentaba pintarme los labios. Ella también había bebido más de lo que su cuerpo le permitía y se tambaleaba de un lado a otro.

—Voy muy mal… —conseguí articular a trompicones—. Creo que me voy a ir.

—¡No! No te vayas —me suplicó agarrándome por la cintura y empujándome hacia la pista—. Quédate, y bailamos un par más.

En ese instante, la canción de las Spice Girls Wannabe invadió la sala, dibujando una sonrisa en nuestros rostros. Aquella era nuestra canción, la canción de las chicas del grupo. Cuando estábamos en segundo de la ESO, en clase de Gimnasia, tuvimos que inventarnos la coreografía de una canción para bailarla delante del resto del curso. Desde entonces, cada vez que sonaba dicha canción, volvíamos a bailarla todas juntas, normalmente, acabando rodeadas por grupos de gente, que daba palmas y observaba atónita nuestra coordinación y movimiento.

Aquella vez repetimos el baile entre risas y carcajadas, ya que el alcohol nos entorpecía. Recuerdo que un sentimiento de felicidad y emoción me recorrió el cuerpo al verme allí de pie, bailando otra vez con todas mis amigas. Fue uno de esos instantes que te hacen darte cuenta de la suerte que tienes con tus amigos. Además, los chicos intentaban imitarnos y nos grababan para publicar el video en sus redes sociales, lo que nos despistaba y hacía que nos equivocásemos.

—Bueno chicos, yo me voy. Estoy muerta —dije una vez que acabó la canción, y todos se dirigieron hacia la barra para pedir otra copa.

—Ale, venga, quédate. Hace mucho que no estábamos todos juntos —dijo Luis agarrándome de los hombros—. Yo te invito a otra copa para animarte.

—No, no, de verdad. No puedo más. Además, son casi las cinco de la mañana —dije mirando a duras penas mi reloj—. Es una hora estupenda para irme. —Mis amigos se dieron cuenta de que era imposible convencerme, y con besos y abrazos se despidieron de mí.

—¿Te importa que yo me quede? —me preguntó Sofía, ya que éramos prácticamente vecinas y a veces compartíamos el taxi de vuelta.

—No te preocupes. Disfruta —exclamé sonriendo.

—Avisa cuando llegues a casa. ¿Cómo te vas? —preguntó Carlota.

—Me voy a pedir un Uber, pero aquí no tengo cobertura, así que lo pediré arriba —contesté mirando el móvil y volviéndolo a guardar en el bolso—. Buenas noches, chicos.

Recogí el abrigo del ropero y subí las escaleras lentamente, agarrándome a la barandilla para no perder el control. La cabeza me daba vueltas, y tan solo tenía ganas de dormir. ¿Cómo había bebido tanto? ¿Cómo había perdido el control de ese modo? Al llegar a la discoteca, estaba bien. Sí, notaba el alcohol en mi cuerpo, pero no me encontraba mal. ¿Cuántas copas me había tomado allí dentro? Intenté contarlas en mi cabeza. Quizás tres, y un chupito de tequila. ¿Y en casa de Jorge? Otras tres, seguro. Más el vino de la cena. Suspiré fuertemente, pensando en la resaca que tendría al día siguiente. Llegué a la planta superior y me dirigí a la puerta. El portero sacó el sello para ponérmelo en el brazo, y yo negué con la cabeza. Me sorprendió ver que no era el mismo que nos había controlado los carnés de identidad al principio de la noche. Pero no le di más importancia.

—Me voy a casa, buenas noches. —El portero me sonrió y me indicó con la mano la salida de la izquierda, rodeada de vallas.

Ya no quedaba casi nadie en la puerta haciendo cola, tan solo algunos resignados que esperaban poder entrar antes de que diesen las cinco de la mañana. Caminé un par de metros y me apoyé en la pared para no caerme. Saqué el móvil y, en cuanto recuperé la señal, recibí un mensaje de mi madre. Dudé si contestarla en ese momento, pero finalmente opté por pedir primero un Uber a través de la aplicación. A los pocos minutos, una notificación me indicó que el coche me estaba esperando en la esquina de la calle, ya que la discoteca estaba al final de un callejón sin salida. Anduve un par de metros para salir del oscuro pasadizo, dejando detrás la discoteca, y percibiendo a lo lejos la luz de la calle principal, cuando, de repente, me tropecé y caí al suelo empedrado, raspándome las rodillas. Me estaba levantando a duras penas cuando noté que alguien me agarraba del brazo. Pensé que quien fuese me estaría intentando ayudar. Sin embargo, no fue así, ya que enseguida sentí un fuerte tirón en el hombro y un empujón, obligando a meterme en la vía perpendicular, una calle estrecha, oscura y vacía.

CAPÍTULO 2

Sábado, 19 de enero del 2019

UNA HORA DESPUÉS DE LA DESAPARICIÓN

06:00 h

MACARENA

Llevaba al menos dos horas despierta cuando decidí levantarme. Cogí el móvil, lo desenchufé del cargador y, en silencio y sin hacer ruido, salí de la habitación para no despertar a Andrés. Fui directa al cuarto de Alejandra y abrí la puerta para comprobar si estaba durmiendo. En más de una ocasión, a pesar de que hubiese entrado en nuestra habitación para avisarme de su llegada, no me había despertado. Decepcionada al ver su cama vacía, fui de puntillas hasta la cocina y, una vez allí, volví a mirar la pantalla del móvil. Nada. Hacía al menos una hora y media que le había mandado un mensaje a mi hija y no había obtenido respuesta. Normalmente, siempre me contestaba en cuanto leía mis mensajes. Entonces, pensé que tal vez se encontraba en un sitio sin cobertura y que no lo habría recibido aún. Sin embargo, al principio, el mensaje de WhatsApp tan solo mostraba una rayita de recepción, lo que significaba que no le había llegado. Pero, desde hacía alrededor de una hora, el mensaje mostraba dos rayitas y, por lo tanto, sí que había tenido señal en algún momento. Decidí volver a enviarle otro, preguntándole si estaba bien y si volvería mucho más tarde. Esa vez tan solo se mostró una raya. Quizás había salido un momento a la puerta de la discoteca y luego había vuelto a entrar. Decidí no darle más vueltas. Alejandra llegaría de un momento a otro.

Rellené el vaso de agua y volví a la cama. Intenté conciliar el sueño, aislando la mente y cerrando los ojos. Pero no lo conseguí. Volví a mirar el móvil y seguía sin obtener respuesta. Además, mi último mensaje todavía no le había llegado. Mi respiración comenzó a acelerarse. Me levanté de nuevo de la cama y fui al baño. Apoyé las manos en el lavabo y, arqueando la espalda, suspiré. Levanté la cabeza y me miré en el espejo. «Tranquila —me repetía intentando no agobiarme—. Seguro que está bien. Lleva mucho sin ver a sus amigos. Se lo estarán pasando bien todos juntos». Miré el reloj y me di cuenta de que eran las siete. Las siete de la mañana. La discoteca estaría ya cerrada o a punto de cerrar. Esperé unos segundos y, ante los fuertes latidos de mi corazón, decidí llamarla. Tuve que contener el aliento cuando saltó el buzón de voz. El teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Sin esperar, y prácticamente sin pensar, llamé a Sofía, una de sus mejores amigas con la que supuestamente se encontraba. Sabía que Alejandra detestaba que llamase o escribiese a sus amigos de noche, pero esta vez estaba realmente preocupada. El resultado fue el mismo. Su móvil también estaba apagado o fuera de cobertura.

Salí del baño y comencé a caminar por el pasillo. Tenía que tranquilizarme. No era la primera vez que Alejandra volvía tan tarde. Cierto era que normalmente solía llegar antes de las siete, pero esta vez habría decidido quedarse más tiempo. Volví a llamarla, pero el móvil seguía sin dar señal. Cerré los ojos y respiré fuertemente. El corazón me latía velozmente y mi respiración se entrecortaba.

—Macarena, ¿qué haces? ¿Qué pasa? —preguntó Andrés desde la puerta de la habitación, con los ojos entrecerrados y todavía medio dormido—. Llevas por lo menos media hora dando vueltas por la casa.

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