Baldo Kresalja - Tres ensayos sobre democracia y ciudadanía

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Los tres ensayos que se recogen en el presente libro serían, de por sí, interesantes trabajos para entender algunas cuestiones conceptuales relacionadas a la democracia, la representación y la ciudadanía. Con ello, ya sería suficiente para que estos textos despertasen el interés.
Si a eso le sumamos el contexto particular de nuestro país, relacionado a la inestabilidad política, la crisis de representación, y los movimientos ciudadanos que se han dado en algunos momentos clave, esta obra cobra una nueva dimensión que nos permitirá relacionar la teoría con la realidad, y con ello tener mejores elementos de juicio y, por qué no, una oportunidad para pensar en la ciudadanía desde una perspectiva distinta.
BALDO KRESALJA ROSSELLÓ
Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú y Magíster en Administración de Negocios (ESAN). Profesor Principal de la Facultad de Derecho de la PUCP. Director del Anuario Andino de Derechos Intelectuales. Ha publicado artículos y libros jurídicos en las áreas de los derechos intelectuales y el derecho constitucional. Ex Ministro de Justicia. Miembro de Número de la Academia Peruana de Derecho. Socio de Duany & Kresalja Abogados. Miembro de APPI, ASIPI, INTA, FICPI, AIPPI.

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No olvidemos la llamada encuestocracia, es decir, aquellos gobiernos que se rigen por las opiniones de coyuntura, método también propio de los gobiernos autocráticos, que buscan consolidar una percepción intrínsecamente autoritaria del poder, que no aceptan el debate y que ocultan actos de corrupción, atentatorios contra los derechos humanos. Algunas compañías que realizan encuestas suelen aceptar esos encargos inconvenientes para la vida democrática. Fue principalmente durante la etapa final del Gobierno de Alberto Fujimori (1995-2000) cuando se hizo uso extenso de esas prácticas, como está debidamente probado.

Afirma Zagrebelsky que el sondeo puede ser un instrumento útil y lícito mientras se mantenga en el ámbito privado de la previsión de comportamientos colectivos; pero si se convierte en instrumento de gobierno, altera el debate público. Este autor afirma que «debe rechazarse la ilusión de que puede existir una democracia de sondeos»144, por su falta de transparencia y carácter engañoso, más aún cuando el público de los sondeos, las «muestras», está aislado de los demás, obrando como átomos que no interactúan, no intercambian conocimientos ni opiniones. A un pueblo capaz de iniciativa política —dice— y de hacer escuchar su voz, los sondeos le sobran. Y adicionalmente afirma que para que los individuos lleguen a tener capacidad de ejercer una acción política hacen falta instituciones.

6. Otro elemento fundamental que es preciso considerar es el de los llamados lobbys o grupos de interés, que tienen una participación abierta o indirecta en la vida pública, dependiendo de la regulación pertinente y de la cultura prevaleciente. En la práctica de las democracias occidentales todas las fuerzas sociales de importancia tienen garantizada la libertad para intervenir y competir, y eso constituye un principio de distribución del poder asentado en el derecho fundamental a la libertad de asociación, que se encuentra consignada en los incisos 13 y 17 del artículo 2 de nuestra Constitución. En algunos países y en representación de intereses muy concretos, los grupos de presión, sean de base económica, ideológica o religiosa, han adquirido gran poder, logrando tener clara influencia en los partidos políticos y en la elección de representantes ante el Parlamento o el Poder Ejecutivo, pues no solamente están dirigidos por profesionales capacitados sino cuentan además, en muchos casos, con importantes recursos económicos. Se ha intentado controlar a los lobbys mediante regulaciones específicas, pero con poco éxito. Más bien, como señala Loewenstein, «el público está inclinado a aceptar esta avalancha de propaganda como un signo de una sana democracia pluralista, sin darse cuenta de que todo está montado por unos invisibles detentadores del poder, los poderosos grupos de interés, que se sirven de las más sutiles técnicas del anuncio y de la publicidad»145.

7. No está en cuestión la legitimidad de origen de la representación elegida en comicios libres y limpios, pero sí la llamada legitimidad de ejercicio, esto es, el trabajo y horizonte ideológico de los representantes. Es ahí donde aparece en su dimensión sin límites identificables el concepto de opinión pública, de tanta importancia en la praxis de la democracia contemporánea, porque es indispensable preguntarnos si la opinión pública de nuestros días se origina libre y racionalmente o si lo hace constreñida por los intereses monopólicos que gobiernan los grandes medios de comunicación en una sociedad poco homogénea, fragmentada y de intereses contrapuestos. Porque si fuera de esta manera sería una ficción, pues habrá tantas opiniones como grupos existan e intereses dominantes impuestos.

Como se sabe, el conjunto de información que se pone en circulación viene en gran parte seleccionado, no necesariamente por los hechos que suceden, sino por las conveniencias de los propietarios de los medios y de sus anunciantes, por lo que la idea de que la opinión pública es un legitimador del ejercicio de los políticos queda contradicha por esa práctica146. La lógica del mercado, en ese contexto, deja al margen el propósito de la práctica y de la representación. De esa forma, son los poderes privados los que ponen en cuestión el poder político y los que impiden que la correcta administración del Estado pueda atender el interés general.

3. LA INFLUENCIA CRECIENTE DE LAS REDES

1. En primer término, se debe reconocer que el nuestro es ya un mundo digital, que esto es irreversible y que ya existen «nativos digitales» que desconocen o no utilizan otros medios de comunicación tradicionales. La discusión se centra en de qué manera esa transformación inevitable debe respetar la dignidad de las personas, sus opciones y sensibilidades; en otras palabras, en qué medida puede la razón moral estar por encima de la razón técnica. Y ello significa, entre otros aspectos, la protección de datos personales y la privacidad de los usuarios.

Como puede apreciarse diariamente, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC) han cobrado una importancia creciente, así como su impacto en la formación de la opinión pública con acceso a ella. Y a pesar de los excesos y de la falta de argumentación y ponderación que de continuo muestran sus usuarios, no puede ocultarse que es una vía, discutida y cuestionada pero posible, para alcanzar una mayor calidad en el sistema democrático; siempre, claro está, que se trate de una amplia red asociativa.

2. Estamos hablando de redes con auténtica vocación pública y no de aquellas fundadas en el interés privado, por legítimo que éste sea. En esos casos se produce una participación política informal, pues no está institucionalmente regulada; dispersa, porque los contactos están situados simultáneamente en varios lugares; y frecuentemente fragmentada por la variedad de temas tratados desde distintos puntos de vista. Por ahora, no aspira a sustituir a los canales institucionales ni tampoco a tomar decisiones políticas, pero su influencia puede llegar a ser enorme para plantear asuntos de interés general, generar información, controlar y supervisar la actividad de los representantes políticos elegidos por votación popular.

La irrupción de las nuevas tecnologías que facilitan el contacto entre individuos a través de distintos mecanismos ha puesto en debate el tema de la ciudadanía. Sociedades multiculturales como Suiza o los Estados Unidos, en cuya cultura política los principios constitucionales han podido enraizarse sin tener que pasar sobre el origen étnico, lingüístico o cultural, existe un debate sobre el modelo de «identidad» que ha adquirido mucho vigor durante los últimos años y está debilitando el concepto de ciudadanía, central en toda política democrática, porque es un vínculo que une a todos los miembros de una sociedad política al margen de sus características individuales. Contrariamente, modelos tecnológicos de identidad, como Facebook, solo importan a quienes los utilizan, es decir, se trata de afinidades afectivas no democráticas, que han expulsado la palabra «nosotros», precisamente el concepto liberal que hizo posible garantizar la igualdad de derechos. Solo en un estatus compartido podemos dar lugar a un sistema democrático funcional, que trasciende los vínculos de identidad, cuando son estos últimos los que predominan; es entonces difícil hablar de deberes y el Estado se convierte en un obstáculo del que hay que prescindir. Como afirma Mark Lilla, «al socavar el “nosotros” democrático universal sobre el que se puede construir la solidaridad, al instalar el deber y al inspirar la acción, deshace en vez de hacer ciudadanos»147.

Ahora bien, frente a los retos del siglo XXI es preciso que el sistema democrático pueda conservar sus virtudes; por ejemplo, su capacidad para combinar beneficios ciertos y reconocimiento personal148, que es justamente lo que no está ocurriendo, pues mientras las soluciones a los problemas comunes dependen cada vez más —por el desarrollo tecnológico— de la pericia técnica de los expertos (los tecnócratas), las demandas de reconocimiento se diluyen en el individualismo emotivo de las redes. En otras palabras: la experiencia colectiva en la lucha política, esencial para el florecimiento de la democracia, está desapareciendo en parte por la crisis de los partidos políticos que ya no son la correa de transmisión de las demandas populares o de horizontes esperanzadores de largo plazo.

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