En esas condiciones, podría decirse que ni el uno ni el otro tendrían una iniciativa alentadora, atrayente y de alcance. Así pues, el camino consiste en partir de una asociación estratégica entre ambos para iniciar procesos conducentes a modificar lo que se considera insatisfactorio para el desarrollo mutuo. Si algunos de estos asocios son claves para empezar a cambiar las relaciones rurales-urbanas y la ruralidad toma algunas iniciativas al comienzo para abrir caminos, eso será muy apreciado cuando se vean los resultados.
También debe considerarse que las propuestas de rediseño de la ruralidad especificadas más adelante generan dinámicas y procesos que conducen inevitablemente al encuentro urbano-rural. Lo rural no puede transformarse sin contar con lo urbano, pues ambos son caras de una misma unidad y no se trata de generar conflictos entre ellos. Por el contrario, lograr coherencia y convergencia en sus desarrollos, en aras de mejorar de manera significativa las condiciones de vida de sus habitantes y encontrar caminos para hacerlos más sostenibles e incluyentes constituye un propósito nacional de largo alcance.
La conclusión es evidente, una actuación de los ruralitas solos no tiene como emprender un proceso de transformación que comprometa lo urbano. Esto ocurre en razón a que requieren de un reconocimiento del otro, de su inevitable socio, para que en la ciudad haya interlocutores dispuestos a hablar con la ruralidad y por ella, entendiéndola y reconociéndola como lo que es. Adicionalmente, puesto que existe de entrada una cierta apatía de los citadinos para comprometerse con apoyos para una reforma rural, la intervención del Estado puede ser indispensable si este también parte del reconocimiento de lo campesino y la ruralidad como algo estratégico para el desarrollo.
Todo esto se recoge en la idea central de este libro: si todos aumentan su nivel de conciencia para comprometerse con nuevos procesos en beneficio común, ahora y en el futuro, el camino estará abierto para visualizar la ruralidad que viene. Ella irá incorporando nuevas visiones y procesos evolutivos que se abrirán camino, siguiendo el ritmo de un proceso de transformación que ya está en marcha, pero que requiere de nuevos direccionamientos para abrir las vías a un orden deseado diferente al actual.
Resulta claro que la presión por el cambio de la ruralidad actual proviene actualmente más de ella que de la ciudad o que del Estado mismo. Los ruralitas no pueden lanzarse solos a una empresa de cambio estructural como la que aquí se propone. No obstante, pueden desplegar iniciativas que empiecen a contar con el apoyo de sectores sociales de las ciudades y que comprometan paulatinamente al Estado. Representa un gran reto lograr que estos tres actores se pongan de acuerdo y actúen al unísono, pero puede lograrse si existe la convicción y la conciencia de que es necesario y conveniente para toda la sociedad ahora y para labrar un futuro sostenible para todo el conglomerado. Aquí se aplica el principio derivado de la física cuántica: todo está relacionado con todo, todas las parte del organismo social constituyen una unidad, un todo.
capítulo II
el nuevo paradigma: la dimensión profunda
1. Una nueva visión
Como se señaló antes, lo rural y lo urbano se han considerado, desde la visión tradicional, en términos de una dicotomía, una dualidad, como si existieran dos realidades antagónicas con relaciones conflictivas, no convergentes. Bajo esta concepción, el subconjunto urbano explota al otro, le extrae excedentes y no le devuelve a cambio una justa retribución, lo considera una realidad atrasada y sin importancia dinámica para el crecimiento y el desarrollo. Al amparo de esa visión, la modernidad de la ciudad es el espejo que se le presenta a la ruralidad; allí debe verse y compararse. Las políticas públicas han sido coherentes con esa concepción, han privilegiado el desarrollo urbano y han buscado uniformar los modos de vida en general bajo el estilo moderno de las ciudades.
Esta no es una visión nueva que haya surgido con el avance del conocimiento, proviene desde antes de la Edad Media cuando empezaron a desarrollarse las ciudades como espacios diferentes de los rurales. Durante ese periodo, por ejemplo, lo rural y lo urbano tendían a confundirse. La ciudad hacía parte de lo rural, de su paisaje, como lo describe muy bien Mumford en sus libros La ciudad en la historia (2012) y Cultura de las ciudades (2018). El campo formaba parte de la ciudad, ambos se consideraban un mismo cuerpo con funciones claramente definidas. La dicotomía se manifestó y visibilizó cuando el desarrollo del capitalismo entró al campo y empezó a destruir todas las relaciones sociales y de poder existentes en la sociedad. Se abrió la brecha rural-urbana, donde lo primero representa el atraso y lo otro la modernidad, y se redefinieron sus relaciones, no en términos de comunidad como antes, sino de individualidades diferentes: la del campo, como aquella que debía incorporarse a una modernidad que únicamente era posible en las ciudades y lo urbano como aquello que debía imitarse.
El paradigma tradicional de la dicotomía rural-urbano es una concepción sin integralidad. Concibe el cuerpo social en el marco de una profunda división, conflictos y polarizaciones entre lo moderno y lo atrasado. Esa visión considera que lo rural debe explotarse, sin importar cuánto cueste, pues sus riquezas son esenciales para robustecer una concepción de modernidad donde la agricultura es funcional para el modelo urbano, industrial y financiero, al cual se le considera generador de crecimientos dinámicos y procesos de acumulación crecientes.
La concepción de la relación rural-urbano vigente genera un desarrollo incoherente, desarticulado, con notorios desequilibrios económicos, sociales, territoriales y ecológicos que destruyen la naturaleza y al hombre mismo por la acumulación sin límites, la cual desconoce los derechos elementales del ser humano como la vida. Constituye un modelo sin coherencia social y humana, de energías desperdiciadas, donde no existe una visión del universo y del planeta como algo que nos pertenece a todos. Solo hay un espacio local, territorial, donde se expresan poderes, una inhumanidad como dice Hannah Arendt (2016). La desarmonía social se desborda y la falta de coherencia en la actuación humana, expresada a través de las políticas públicas, se profundiza cada vez más con el proceso desordenado y caótico del desarrollo urbano.
Haciendo un símil con la división en dos hemisferios del cerebro humano, lo que existe hoy es un cerebro social sustentado por el paradigma tradicional donde el hemisferio izquierdo, llámese lo urbano, antagoniza con el derecho, lo rural. Sin embargo, ambos constituyen dos realidades que se han considerado separadas, pero la una vive de la otra, la necesita. Concebidas bajo la división, no se integran ni alcanzan convergencias, tampoco guardan coherencia y, por lo tanto, no generan energías transformadoras para perfeccionarse y producir un conjunto sostenible y sustentable. Esa es la peor visión derivada de una modernidad que solo se ha desarrollado en un lado de la esfera. Al amparo de la visión dicotómica, los mercados sin regulaciones suficientes, ni controles adecuados tienden a destruir parte de ese cuerpo o todo al mismo tiempo y la porción rural de ese conjunto, la más débil, no tiene como defenderse del acoso continuo proveniente de una supuesta modernidad originada en el espacio urbano. De ese modo, la nueva visión se fundamenta en una concepción diferente de la realidad.
Por eso, definimos el nuevo paradigma, que orienta y regula las relaciones rural-urbanas, como el de la unidad rural-urbana para superar esa dicotomía entre ambos sectores. La unidad en la diversidad existe en el fondo de esta discusión. Al concebir la realidad como una unidad cambian todas las consideraciones que han guiado a las políticas públicas y las visiones de los actores participantes. A la luz de ese nuevo paradigma, lo rural comienza a adquirir una valoración de la que carecía y sucede de la misma manera con lo urbano.
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