1 ...6 7 8 10 11 12 ...22 El advenimiento de la Iglesia Romana al poder señaló el comienzo de la Edad Media, la edad oscura. La fe fue transferida de Cristo al Papa de Roma. En lugar de confiar en el Hijo de Dios para el perdón de los pecados y la salvación eterna, el pueblo miraba al Papa y a los sacerdotes a quienes él había delegado autoridad. El Papa era el mediador terrenal. Ocupaba para ellos el lugar de Dios. Una desviación de los requerimientos que él había impuesto era suficiente para que fueran castigados severamente. De esta forma las mentes del pueblo fueron desviadas de Dios hacia hombres crueles y falibles. Más aún, hacia el mismo príncipe de las tinieblas, quien ejercía su poder por medio de ellos. Cuando se suprimen las Escrituras y el hombre empieza a considerarse como supremo, contemplamos solamente fraude, engaño y vil iniquidad.
Días de peligro para la iglesia
Los fieles que sostenían el estandarte eran pocos. A veces parecía como que el error prevalecería por completo, y que la verdadera religión sería desterrada de la tierra. Se perdía de vista el evangelio, y el pueblo era recargado con rigurosos impuestos ilegales. Se enseñaba a la gente a confiar en las obras propias para conseguir el perdón de sus pecados. Largas peregrinaciones, actos de penitencia, el culto a las reliquias, la construcción de iglesias, santuarios y altares, el pago de grandes sumas a la iglesia: éstas eran las cosas impuestas para aplacar la ira de Dios o para asegurar su favor.
En torno al fin del siglo VIII, los partidarios del Papa pretendieron que en los primeros siglos de la iglesia, los obispos de Roma habían poseído los mismos poderes espirituales que ahora ellos se arrogaban. Los monjes inventaron escritos antiguos. Decretos de reuniones conciliares de los cuales nunca se había oído fueron descubiertos, y en ellos se establecía la supremacía universal del Papa desde los primeros tiempos.
Los fieles que edificaban sobre el seguro fundamento (1 Corintios 3:10, 11) estaban perplejos. Cansados de la lucha constante contra la persecución, el fraude y todos los demás obstáculos que Satanás podía inventar, algunos que habían sido fieles se descorazonaron; por causa de la paz y la seguridad de sus propiedades y de su vida, abandonaron el seguro fundamento. Pero otros no se dejaron intimidar por la oposición de sus enemigos.
El culto de las imágenes se hizo general. Se encendían velas ante ellas, se les ofrecían oraciones y se practicaban las más absurdas costumbres. La razón misma parecía haber perdido su poder. Mientras los prelados y obispos eran personas amantes del placer y corruptas, la gente que esperaba de ellos dirección estaba sumergida en la ignorancia y el vicio.
En el siglo XI el papa Gregorio VII proclamó que la iglesia nunca se había equivocado, y que jamás se equivocaría, pretendiendo que eso estaba de acuerdo con las Escrituras. Pero ninguna prueba bíblica acompañaba esa declaración. El orgulloso pontífice también reclamaba la autoridad para deponer emperadores. Una ilustración del carácter tiránico de este abogado de la infalibilidad fue la forma en que trató al emperador germano Enrique IV. Por considerar que éste había desestimado la autoridad del Papa, Enrique IV fue excomulgado y destronado. Sus propios príncipes fueron animados a rebelarse contra él por mandato papal.
Enrique sintió la necesidad de hacer las paces con Roma. Acompañado de su esposa y de un fiel sirviente cruzó los Alpes en pleno invierno para poder humillarse ante el Papa. Al llegar al castillo de Gregorio fue conducido a un atrio exterior. Allí, en medio del severo frío del invierno, con la cabeza descubierta y los pies desnudos, esperó el permiso del Papa para aparecer ante su presencia. Solamente después que había pasado tres días de ayuno y confesión, el pontífice le concedió el perdón. Y esto todavía con la condición de que debía esperar la autorización del Papa para volver a usar las insignias reales o ejercer su poder. Gregorio, envanecido con su triunfo, se jactó de que era su deber humillar el orgullo de los reyes.
Cuán notable es el contraste entre este despótico pontífice y Cristo, que se presenta a sí mismo pidiendo entrada a la puerta del corazón. Enseñó a sus discípulos: “El que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo” (S. Mateo 20:27).
Cómo se introdujeron las falsas doctrinas
Aun antes del establecimiento del papado, las enseñanzas de los filósofos paganos habían ejercido su influencia en la iglesia. Muchos aún se aferraban a los principios de la filosofía secular e instaban a otros a estudiarla como medio de extender su influencia entre los paganos. Así se introdujeron serios errores en la fe cristiana.
Entre las falsas doctrinas se destacan la creencia de la inmortalidad natural del hombre y su estado consciente después de la muerte. Esta doctrina forma el fundamento sobre el cual Roma estableció la invocación de los santos y la adoración a la Virgen María. De esto surgió también la herejía del tormento eterno para los que eran definidamente impenitentes, la cual se incorporó en la fe papal.
Estaba preparado el camino para otra invención del paganismo: el Purgatorio, empleado para aterrorizar a las multitudes supersticiosas. Esta herejía afirma la existencia de un lugar de tormento en el cual las almas de los que no habían merecido la eterna condenación sufren un castigo por sus pecados, y desde el cual, cuando son limpiados de la impureza, son admitidos en el cielo.
Aún se necesitaba otra impostura para permitirle a Roma sacar provecho de los temores y los vicios de sus adherentes: la doctrina de las indulgencias. Se prometía la completa remisión de los pecados pasados, presentes y futuros a todos los que se alistaran en las guerras del pontífice para castigar a sus enemigos o para exterminar a aquellos que osaran negar su supremacía espiritual. Mediante el pago de dinero a la iglesia, las personas podían liberarse de sus pecados y también liberar a las almas de los amigos muertos que sufrían en las llamas atormentadoras. De esta manera Roma llenó sus cofres y sostuvo la pompa, el lujo y el vicio de los pretendidos representantes de Aquel que no tenía dónde reclinar la cabeza.
La institución bíblica de la cena del Señor fue reemplazada por el sacrificio idólatra de la misa. Los sacerdotes papales pretendían convertir el sencillo pan y el vino en el verdadero “cuerpo y sangre de Cristo”. [1]Con blasfema pretensión, abiertamente reclamaban el poder de crear a Dios, el Creador de todas las cosas. Se exigía que los cristianos, bajo pena mortal, manifestaran su fe en esta herejía que afrentaba al cielo.
En el siglo XIII se estableció la más terrible maquinaria del papado: la Inquisición. En sus secretos concilios Satanás dominaba la mente de esos hombres malos. Invisible en medio de los mismos, un ángel de Dios tomaba nota de sus terribles e inicuos decretos y registraba la historia de hechos demasiado horribles para los ojos humanos. “Babilonia la grande” se vio “ebria de la sangre de los santos” (ver Apocalipsis 17:5, 6). Los cuerpos mutilados de millones de mártires clamaban a Dios por venganza contra ese poder apóstata.
El papado había llegado a ser el déspota del mundo. Reyes y emperadores se inclinaban ante los decretos del pontífice romano. Durante centenares de años la doctrina de Roma se recibía sumisamente. Sus clérigos eran honrados y sostenidos generosamente. Desde entonces nunca la Iglesia Romana alcanzó de nuevo tanto rango, brillo o poder.
Pero “el mediodía del papado era la medianoche del mundo”. [2]Las Escrituras eran casi desconocidas. Los dirigentes papales odiaban la luz que revelaba sus pecados. Habiéndose eliminado la ley de Dios, la norma de justicia, ellos practicaban el vicio sin restricción. Los palacios de los papas y prelados eran escenarios de viles francachelas. Algunos de los pontífices eran culpables de crímenes tan horrorosos que los gobernantes seculares intentaron destronarlos por ser monstruos demasiado viles para ser tolerados. Durante siglos Europa se estancó en materia de saber, arte y civilización. Una parálisis moral e intelectual había dominado a la cristiandad.
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