Elena G. de White - Conflicto cósmico

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¿Dónde está Dios cuando los inocentes sufren? ¿Acabará el mundo con una inevitable guerra mundial? ¿Hay vida más allá de la muerte? ¿Cómo se originó el mal en el universo? «Conflicto cósmico» responde a estas preguntas con autoridad, basándose en la historia y en la Palabra de Dios. Millones que han leído este libro fascinante han llegado a comprender mejor las fuerzas que actúan en el universo y que afectan el destino de cada ser humano. Este libro lo ayudará a descubrir el papel que usted puede desempeñar en la dramática lucha entre el bien y el mal.

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Después de la destrucción del templo, la ciudad entera cayó en poder de los romanos. Los dirigentes judíos abandonaron sus torres impenetrables. Tito declaró que Dios los había entregado en sus manos pues ninguna maquinaria, por poderosa que fuera, podría haber prevalecido contra esas estupendas fortalezas. Tanto la ciudad como el templo fueron arrasados hasta sus fundamentos, y el terreno en el cual estaba edificada la casa santa fue “arado como un campo de cultivo” (ver Jeremías 26:18). Más de un millón de personas perecieron; los que sobrevivieron fueron conducidos como cautivos, vendidos como esclavos, arrastrados a Roma, arrojados a las bestias salvajes en los anfiteatros o esparcidos como errantes peregrinos por la tierra.

Los judíos habían colmado la copa de la venganza. En todas las desgracias que siguieron a su dispersión estaban recogiendo la cosecha que sus propias manos habían sembrado. “¡Es tu destrucción, oh Israel, el que estés contra mí... porque has caído por tu iniquidad!” (Oseas 13:9; 14:1, VM). A menudo los sufrimientos son considerados como un castigo ordenado directamente por Dios. De este modo el gran engañador trata de disfrazar su propia obra. Debido a un rechazo caprichoso del amor y la misericordia divinos, los judíos habían hecho que la protección de Dios les fuera retirada.

No podemos saber cuánto debemos a Cristo por la paz y la protección que disfrutamos. El poder restrictivo de Dios impide que el género humano caiga enteramente bajo el dominio de Satanás. Aun el desobediente y desagradecido tiene mucha razón para agradecer a Dios por su misericordia. Pero cuando los hombres traspasan los límites de la tolerancia divina, la protección desaparece. Dios no actúa nunca como el verdugo de la sentencia contra la transgresión. Él deja que los que rechazan su misericordia cosechen aquello que han sembrado. Cada rayo de luz rechazado es una semilla sembrada que produce su infalible cosecha. El Espíritu de Dios, persistentemente resistido, al fin se retira. Entonces no queda ningún poder para controlar las malas pasiones del alma, ninguna protección contra la malicia y la enemistad de Satanás.

La destrucción de Jerusalén es una solemne advertencia dirigida a todos los que resisten los clamores de la misericordia divina. La profecía del Salvador con relación a los juicios sobre Jerusalén ha de tener otro cumplimiento todavía. En la suerte corrida por la ciudad escogida podemos ver la condenación de un mundo que ha rechazado la misericordia de Dios y pisoteado su ley. Negros son los registros de la miseria humana que el mundo ha presenciado. Terribles han sido los resultados de rechazar la autoridad del cielo. Pero una escena aún más tenebrosa es lo que se presenta en las revelaciones del futuro. Cuando el Espíritu restrictivo de Dios se haya retirado totalmente, para no frenar más la exposición de la pasión humana y de la ira satánica, el mundo contemplará, como nunca antes, los resultados del gobierno de Satanás.

En ese día, como en la destrucción de Jerusalén, el pueblo de Dios será librado (ver Isaías 4:3). Cristo vendrá la segunda vez para reunir a sus fieles consigo. “Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Y enviará a sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (S. Mateo 24:30, 31).

Guárdense los hombres de descuidar las palabras de Cristo. Como él amonestó a sus discípulos acerca de la destrucción de Jerusalén para que huyeran de la misma, así ha amonestado al mundo acerca del día de la destrucción final. Todos los que quieran podrán huir de la ira que vendrá. “Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes” (S. Lucas 21:25; ver también S. Mateo 24:29; S. Marcos 13:24-26; Apocalipsis 6:12-17). “Velad, pues” (S. Marcos 13:35), es la amonestación del Señor. Los que escuchen la advertencia no serán dejados en tinieblas.

El mundo no está más dispuesto a creer el mensaje para este tiempo que lo que estaban los judíos para recibir la advertencia del Salvador con relación a Jerusalén. Venga cuando venga, el Día de Dios sobrevendrá en forma inadvertida para los impíos. Cuando la vida continúe su curso invariable; cuando los hombres estén absorbidos en el placer, en los negocios, en la caza del dinero; cuando los dirigentes religiosos estén magnificando el progreso del mundo, y el pueblo esté adormecido en una falsa seguridad, entonces, así como el ladrón a medianoche entra en una casa sin custodia, vendrá la destrucción sobre los descuidados impíos, “y no escaparán” (1 Tesalonicenses 5:2-5).

[ 1] Milman, History of the Jews [Historia de los judíos], lib. 13.

Capítulo 2

La lealtad y la fe de los mártires

Jesús les reveló a sus discípulos la historia de su pueblo desde el tiempo en que él sería arrebatado al cielo hasta su regreso con poder y gloria. Penetrando profundamente en el futuro, su ojo vio las violentas tempestades que habrían de asaltar a sus seguidores en los años futuros de persecución (ver S. Mateo 24:9, 21, 22). Los seguidores de Cristo deben recorrer la misma senda de humillación y sufrimiento que recorrió su Maestro. La enemistad que soportó el Redentor del mundo se manifestaría contra todos los que creyeran en su nombre.

El paganismo se dio cuenta de que si triunfaba el evangelio, sus templos y altares serían arrasados; por lo tanto se encendieron los fuegos de la persecución. A los cristianos se los despojaba de sus posesiones y se los arrastraba de sus hogares. Nobles y esclavos, ricos y pobres, cultos e ignorantes, fueron sin misericordia sacrificados en gran número.

Empezando bajo Nerón, las persecuciones continuaron durante siglos. Se declaró falsamente que los cristianos eran la causa del hambre, las plagas y los terremotos. Había acusadores listos, por soborno, a traicionar a los inocentes acusándolos como rebeldes y como peste de la sociedad. Muchísimos fueron arrojados a las bestias salvajes o quemados vivos en los anfiteatros. Algunos fueron crucificados; otros fueron cubiertos con pieles de animales salvajes y arrojados a la arena para ser despedazados por los perros. En las fiestas públicas, vastas multitudes se reunían para gozar del espectáculo y festejar con risas y aplausos la agonía mortal de los mártires.

Los seguidores de Cristo se veían obligados a ocultarse en lugares solitarios. Fuera de los muros de la ciudad de Roma, entre las colinas, se habían construido largas galerías subterráneas, a través de la tierra y la roca, de muchos kilómetros de longitud. En estos refugios ocultos, los seguidores de Cristo enterraban a sus muertos. Aquí también, cuando eran perseguidos, hallaban un hogar. Muchos recordaron las palabras de su Maestro: que cuando fueran perseguidos por causa de Cristo, debían alegrarse en gran manera. Grande sería su recompensa en los cielos, porque de la misma forma habían sido perseguidos los profetas antes que ellos (ver S. Mateo 5:11, 12).

Cánticos de triunfo ascendían de en medio de las llamas crepitantes. Por fe vieron a Cristo y a los ángeles observándolos con el más profundo interés y considerando su firmeza con aprobación. Resonaba la voz desde el trono de Dios: “Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida” (Apocalipsis 2:10).

Vanos fueron los esfuerzos de Satanás para destruir a la iglesia de Cristo por la violencia. Los obreros de Dios eran sacrificados, pero el evangelio continuaba esparciéndose y sus adherentes aumentaban. Dijo un cristiano: “Cuanto más a menudo seamos muertos por ustedes, más creceremos en cantidad; la sangre de los cristianos es semilla”. [1]

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