Elena G. de White - Conflicto cósmico

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¿Dónde está Dios cuando los inocentes sufren? ¿Acabará el mundo con una inevitable guerra mundial? ¿Hay vida más allá de la muerte? ¿Cómo se originó el mal en el universo? «Conflicto cósmico» responde a estas preguntas con autoridad, basándose en la historia y en la Palabra de Dios. Millones que han leído este libro fascinante han llegado a comprender mejor las fuerzas que actúan en el universo y que afectan el destino de cada ser humano. Este libro lo ayudará a descubrir el papel que usted puede desempeñar en la dramática lucha entre el bien y el mal.

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La Palabra de Dios se llevaba a lugares secretos y era leída, a veces, a una sola persona, y a veces a un pequeño grupo que anhelaba la luz. A menudo toda la noche transcurría de esta manera. Con frecuencia se pronunciaban palabras como éstas: “¿Aceptará Dios mi ofrenda? ¿Me mirará con favor a mí? ¿Me perdonará a mí?” Se leía la respuesta: “¡Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso!” (S. Mateo 11:28, VM).

Felices, las almas regresaban a sus hogares para difundir la luz, para repetir a otros, lo mejor que podían, su nueva experiencia. ¡Habían hallado el verdadero camino viviente! Las Escrituras hablaban al corazón de los que anhelaban la verdad.

El mensajero de la verdad proseguía su camino. En muchos casos sus oyentes no preguntaban de dónde había venido ni a dónde iba. Habían experimentado tanto gozo, que ni se les había ocurrido hacer la averiguación. “¿Podría aquél ser un ángel del cielo?”, se preguntaban ellos.

En muchos casos el mensajero de la verdad había partido a otro país, o estaba penando en algún calabozo, o tal vez sus huesos blanqueaban en el lugar donde había dado testimonio de la verdad. Pero las palabras que había dejado detrás estaban realizando su tarea.

Los dirigentes papales vieron el peligro que entrañaban los trabajos de estos humildes itinerantes. La luz de la verdad disipaba las nubes pesadas del error que envolvían a la gente; dirigía las mentes únicamente a Dios, y eventualmente destruía la supremacía de Roma.

Estas personas, al sostener la fe de la iglesia antigua, eran un testimonio constante de la apostasía de Roma, y por lo tanto excitaban el odio y la persecución. Su negativa a abandonar las Escrituras era una ofensa que Roma no podía tolerar.

Roma se propone destruir a los valdenses

Entonces comenzaron las más terribles cruzadas contra el pueblo de Dios refugiado en sus hogares montañosos. Se enviaron inquisidores para que les siguieran la pista. Una y otra vez se convirtieron en un desierto sus fértiles tierras, y sus moradas y capillas fueron destruidas. No podía formularse ninguna acusación contra el carácter moral de esta clase proscrita. Su gran ofensa era que no adoraban a Dios de acuerdo con el deseo del Papa. Por este “crimen” se usó contra ellos todo tipo de insultos y torturas que los hombres y los demonios podían inventar.

Cuando Roma se propuso exterminar a la odiada secta, el Papa proclamó una bula [un edicto] condenándolos como herejes y entregándolos a la matanza. No se los acusaba de ser holgazanes, deshonestos o personas desordenadas; se declaraba que tenían una apariencia de piedad y santidad que seducía a “las ovejas del verdadero rebaño”. Esta bula pedía que todos los miembros de iglesia se unieran a la cruzada contra los herejes. Como incentivo, “a todos los que se unían a la cruzada, [la bula] los liberaba de cualquier juramento que hubiesen hecho: declaraba que eran legítimos sus títulos de toda propiedad que hubieran adquirido ilegalmente, y prometía la remisión de todos sus pecados a todo el que matara a algún hereje. Anulaba todos los contratos hechos en favor de los valdenses, prohibía a todas las personas que les dieran cualquier clase de auxilio, y autorizaba a todos a tomar posesión de las propiedades de aquéllos”. [3]Este documento revela claramente el rugido del dragón y no la voz de Cristo. El mismo espíritu que crucificó a Cristo, que martirizó a los apóstoles y que movió al sanguinario Nerón a sacrificar a los fieles de su tiempo, estaba en acción para eliminar de la tierra a aquellos a quienes Dios amaba.

Pese a las cruzadas contra ellos y a la inhumana carnicería a la cual fueron sometidos, este pueblo temeroso de Dios continuó enviando misioneros para difundir la preciosa verdad. Se los perseguía para darles muerte, y sin embargo su sangre regaba la semilla sembrada y producía fruto.

Así los valdenses dieron testimonio en favor de Dios siglos antes que apareciera Lutero. Ellos implantaron la semilla de la Reforma que empezó en los días de Wiclef, se desarrolló y se afirmó en los días de Lutero, y ha de avanzar hasta el fin del tiempo.

[ 1] J. H. Merle D’Aubigné, History of the Reformation of the Sixteenth Century [Historia de la Reforma del siglo XVI], lib. 17, cap. 2.

[ 2]Wylie, lib. 1, cap. 7.

[ 3]Ibíd., lib. 16, cap. 1.

Capítulo 5

Mensajeros de una era mejor

Dios no había permitido que su Palabra fuera totalmente destruida. En diferentes países de Europa hubo hombres que fueron movidos por el Espíritu de Dios a buscar la verdad como si trataran de encontrar tesoros escondidos. Guiados providencialmente a las Sagradas Escrituras, estaban dispuestos a aceptar la luz a cualquier costo. Aunque no veían todas las cosas claramente, pudieron percibir muchas de las verdades por largo tiempo sepultadas.

Había llegado el tiempo en que las Escrituras le fueran dadas al pueblo en su idioma nativo. El mundo había pasado por su medianoche. En muchos países aparecían señales del amanecer que se aproximaba.

En el siglo XIV se levantó en Inglaterra “el lucero de la Reforma”. Juan Wiclef se destacó en el colegio por su ferviente piedad así como por su sana erudición. Educado en la filosofía especulativa, en los cánones de la iglesia y en la ley civil, estaba preparado para empeñarse en la gran lucha en favor de la libertad civil y religiosa. Había adquirido la disciplina intelectual de las escuelas, y entendía las tácticas de los hombres letrados. El carácter extenso y completo de su conocimiento exigía el respeto tanto de amigos como de enemigos. Sus adversarios se veían en la imposibilidad de burlarse de la causa de la reforma porque no podían encontrar ignorancia o debilidad en quien la sostenía.

Mientras Wiclef todavía estaba en el colegio, inició el estudio de las Escrituras. Hasta aquí había sentido una gran necesidad, que ni sus estudios formales ni la enseñanza de la iglesia podían satisfacer. En la Palabra de Dios encontró aquello que en vano había buscado en otros conocimientos. Aquí vio a Cristo presentado como el único Abogado en favor del hombre, y se propuso proclamar las verdades que había descubierto.

Al principio Wiclef no se declaró opuesto a Roma. Pero cuanto más claramente comprendía los errores del papado, más fervorosamente presentaba las enseñanzas de la Biblia. Vio que Roma había abandonado la Palabra de Dios para reemplazarla por la tradición humana. Valientemente acusó a los sacerdotes de haber ocultado las Escrituras, y exigió que la Biblia le fuera restaurada al pueblo y que su autoridad fuera restablecida en la iglesia. Era un predicador capaz y elocuente, y su vida diaria era una demostración de las verdades que predicaba. Su conocimiento de las Escrituras, la pureza de su vida, y su valor e integridad ganaron la estima general. Muchos vieron la iniquidad de la Iglesia Romana, y saludaron con alegría no disimulada las verdades presentadas por Wiclef. Pero los dirigentes papales se llenaron de ira; el reformador estaba logrando una influencia mayor que la de ellos.

Un hábil detector del error

Wiclef se daba cuenta fácilmente del error, y con valor atacó los abusos sancionados por Roma. Mientras era capellán del rey, asumió una posición valiente en contra del pago del tributo reclamado por el Papa al monarca inglés. La pretensión del Papa de que tenía autoridad sobre los gobernantes seculares era contraria tanto a la razón como a la revelación. La demanda del Papa había levantado indignación, y las enseñanzas de Wiclef ejercían su influencia sobre las mentes más destacadas de la nación. El rey y los nobles se unieron para rehusar el pago de este tributo.

Los monjes mendicantes pululaban en Inglaterra, y atentaban contra la grandeza y la prosperidad de la nación. La vida de los monjes, ociosa y de vagancia, era no solamente una pérdida para los recursos del pueblo, sino que hacía que el trabajo útil se mirara con desprecio. Por el ejemplo de los tales, los jóvenes eran desmoralizados y se corrompían. Muchos eran inducidos a dedicarse a la vida monástica no sólo sin el consentimiento de sus padres, sino aun sin su conocimiento y hasta en contra de sus órdenes. Debido a esta “monstruosa inhumanidad”, como Lutero la denominó más tarde, y “participando más del espíritu del lobo y del tirano que del espíritu de un cristiano y de un hombre”, el corazón de los niños se endurecía contra sus padres. [1]

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