Eva Perón - La razón de mi vida

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"Leer o releer este libro es, sin duda, siempre, una buena idea.La razón de mi vida es una proclama del amor más sublime, unido a una clara concepción sobre el poder. El de Evita pueblo, Evita combatiente, Evita compañera, ¡Santa Evita!Un destello hacia el refulgente esplendor de la eternidad" (Mónica Litza).
La
Colección Cabecita Negra
se propone poner al alcance del público lector textos fundamentales del recorrido argentino político, social, cultural y económico cuyo propósito haya sido -y sea todavía hoy- contribuir para mejorar la vida de las mujeres y los hoombres que integran esa
secreta intimidad llamada pueblo.

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Perdónense estas explicaciones que, sin quererlo, casi han venido a dar con cierto tono de filosofía que no entiendo y no deseo hacer.

Sin embargo, pienso que debí decir todo cuanto he dicho, en primer lugar, porque así lo siento y, en segundo lugar, porque me parece una cosa de simple sentido común.

Mi vida es una prueba de todo lo que he dicho. Si no hubiese llegado a ser lo que soy, toda mi vida hubiese quedado sin explicación.

¿Por qué yo he sufrido siempre ante la injusticia?

¿Por qué no me resigné jamás a ver pobres y ricos como una cosa natural y lógica? ¿Por qué siempre sentí indignación ante los dueños del poder y del dinero que explotaban a los humildes y a los pobres?

¿Por qué no pude librarme nunca de aquella angustia íntima que me ahogaba?

¿Por qué hasta “mi día maravilloso” me sentí sola, desconcertada, como si mi vida no tuviese sentido, ni razón?

Demasiadas preguntas hubiesen quedado sin respuesta si no hubiese encontrado a Perón en mi camino, y en él, la causa de mi pueblo.

No, no es el azar lo que pone a los hombres y a las mujeres al frente de las grandes causas.

Por el contrario, parece como que las grandes causas preparasen el alma de sus hombres y de sus mujeres. Esto, en parte, puede ser vocación, pero además hay evidentemente otra cuya explicación no está en nosotros, ni está librada a la suerte del azar.

Por eso yo me permito insistir todavía en este tema con dos palabras más, que quisieran ser de humilde consejo.

Creo que alguien se ve, de pronto, llevado a un puesto de responsabilidad en la lucha por una gran causa, debe buscar, en su vida y en sus recuerdos, la explicación de su caso; y la hallará sin duda.

Así sentirá todo el peso de su responsabilidad y trabajará lealmente por la causa que sirve.

Y pienso también que los que sean espectadores de un hecho tal, no deben atribuirlo sin más trámite al azar.

¿No sería más sensato aceptar la presencia de algo más?

Y conste que yo no digo que sea directamente Dios quien determine todas estas cosas, pero sí que en su magnífico ordenamiento de todas las leyes y de todas las fuerzas habrá creado alguna ley o alguna fuerza que conduce a quienes libremente y generosamente quieran dejarse conducir.

Esta es la humilde explicación que yo doy de mi vida y de mi caso.

Guardo entre los manuscritos de Perón uno que escribió sobre un tema parecido, poco tiempo después de asumir la Presidencia.

En este borrador, él abordó, con su franqueza habitual, este raro asunto de la vocación y del destino.

Nada me ha parecido mejor que reproducirlo tal como él lo escribió; y como allí aparece toda su alma, en su sencillez y en su grandeza o sea en su genialidad, yo me ahorro el grave compromiso de presentarlo... cosa que lo confieso sería tarea imposible para mí.

Para saber cómo es el sol no basta ni su descripción ni su pintura, y nadie, si no es loco, intenta ni pintarlo ni describirlo. Para saber cómo es, hay que salir a mirarlo y aun mirándolo no se le puede ver sin deslumbrarse.

Aquí están sus palabras y su pensamiento, su alma y su corazón. ¡Yo me limito a invitar que salgamos a verlo!

XI

SOBRE MI ELECCIÓN (1)

En la vida de los pueblos, como en la vida de los hombres, no todo lo hace el destino. Es necesario que los pueblos, como los hombres, ayuden a su destino.

En mi vida, lo mismo que en la vida de mi pueblo, esto se cumple al pie de la letra.

Yo estoy al frente de mi pueblo no solo por decreto del destino. Estoy porque, sin saberlo tal vez, me preparé para esto como si hubiese sabido que algún día iba a tocarme esta responsabilidad y este privilegio.

Y puedo afirmar, y demostrar también, que mi pueblo se preparó paciente, aunque inconscientemente, también para esta hora de su destino.

Lo que hace la providencia es poner las circunstancias necesarias para que las cosas sucedan, luego, de una manera y no de otra. Pero las cosas suceden casi siempre por “culpa” nuestra.

Muchas veces pienso que si hubiese nacido en cualquier otra parte de mi país tal vez no sería hoy presidente de la República.

Porque naciendo en otra parte, el medio me hubiese dado otras inclinaciones... no hubiese elegido ser militar, no hubiese aprendido allí las cosas que aprendí, nunca me hubiese visto obligado a hacer una revolución... ¡Esas son las cosas que están en manos de la providencia!

Ella combina las infinitas circunstancias y no creo que pueda averiguarse por qué ni explicarse nada de su mecanismo.

¡Todo lo demás lo hacemos nosotros!

Así fue como un día me vi en una circunstancia que decidió mi destino.

El país estaba solo. Marchaba a la deriva sin conducción y sin rumbo. Todo había sido entregado al extranjero. El pueblo sin justicia, oprimido y negado. Países extraños y fuerzas internacionales lo sometían a un dominio que no era muy distinto a la opresión colonial.

Me di cuenta de que todo eso podía remediarse.

Poco a poco advertí que yo era quien podía remediarlo.

En ese momento, el problema de mi país pasó a ser un problema de mi conciencia.

Lo resolví decidiéndome por la revolución.

Esta decisión fue “mi ayuda al destino”.

Dos años y medio después todo parecía perdido.

Había luchado intensamente en la Secretaría de Trabajo y Previsión.

El pueblo me había comprendido. Los trabajadores de mi país conocían ya lo que era la justicia social y me seguían casi como si yo fuese una bandera.

Lo único que yo había hecho era decirles la verdad y darles lo que todos hasta entonces les habían negado.

Pero las fuerzas conjuradas de la oligarquía y de los poderes internacionales pudieron en un momento más que el pueblo y que mi voluntad.

Fue en octubre de 1945.

Esa es historia conocida.

Durante ocho días conocí todos los matices de la soledad, el abandono y la amargura.

Así como yo había pensado un día que era necesario hacer una revolución, el pueblo sintió —¡el pueblo siente!— que había legado un momento crucial de su historia.

Se dio cuenta de que todo estaba perdido, pero que todo podía salvarse.

Por suerte advirtió que eso dependería de su decisión.

Y se decidió.

Todo lo demás lo hizo la providencia... pero la decisión la puso el pueblo... su decisión fue “la ayuda que el pueblo le prestó al destino”.

Allí están las razones de mi elección.

Dos decisiones en dos momentos providenciales.

Pero para que haya una decisión en un momento providencial es necesario estar ya preparado para eso.

A mí me preparó la vida misma: mi hogar paterno, mi niñez en la Patagonia bravía, mi carrera militar, mi vida en la montaña, mis viajes por Europa... Todo eso me acostumbró a vencer. Vencer a la naturaleza es más difícil que conducir y dominar a los hombres, y a mí me tocó muchas veces luchar con las fuerzas naturales y vencerlas.

Todo eso me preparó para que empezara a sentir profundamente la suerte de mi pueblo.

Esto me preparó para el momento de la decisión.

Para que el pueblo, a su vez, tomara en octubre de 1945 la decisión de salvarme y darme luego la conducción de sus destinos también fue necesario realizar una tarea de preparación.

Esta tarea consistió en algo así como un despertar.

Desde 1943 a 1945 el pueblo fue despertado de un viejo letargo que ya duraba más de un siglo. Pero durante ese siglo había vivido de sus viejas glorias. No pudo olvidar la hazaña de sus granaderos por medio continente. No pudo olvidar su vocación por la libertad y la justicia. Por eso me resultó fácil desertarlo. Me bastó insistir en los viejos temas de la hora inicial de su vida: la justicia, la libertad, la independencia y la soberanía.

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