Eva Perón - La razón de mi vida

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"Leer o releer este libro es, sin duda, siempre, una buena idea.La razón de mi vida es una proclama del amor más sublime, unido a una clara concepción sobre el poder. El de Evita pueblo, Evita combatiente, Evita compañera, ¡Santa Evita!Un destello hacia el refulgente esplendor de la eternidad" (Mónica Litza).
La
Colección Cabecita Negra
se propone poner al alcance del público lector textos fundamentales del recorrido argentino político, social, cultural y económico cuyo propósito haya sido -y sea todavía hoy- contribuir para mejorar la vida de las mujeres y los hoombres que integran esa
secreta intimidad llamada pueblo.

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Me resigné a vivir en la íntima rebeldía de mi indignación.

A mi natural indignación por la injusticia social se añadió, desde entonces, la indignación que habían levantado en mi corazón, las soluciones que proponían y la deslealtad de los presuntos “conductores del pueblo” que acababa de conocer.

¡Me resigné a ser víctima!

VI

MI DÍA MARAVILLOSO

En todas las vidas hay un momento que parece definitivo.

Es el día en que una cree que ha empezado a recorrer un camino monótono, sin altibajos, sin recodos, sin paisajes nuevos. Una cree que, desde ese momento en adelante, toda la vida ha de hacer ya siempre las mismas cosas, ha de cumplir las mismas actividades cotidianas, y que el rumbo del camino está en cierto modo tomado definitivamente.

Eso, más o menos, me sucedió en aquel momento de mi vida.

Dije que me había resignado a ser víctima. Más aún: me había resignado a vivir una vida común, monótona, que me parecía estéril pero que consideraba inevitable. Y no veía ninguna esperanza de salir de ella. Por otra parte, aquella vida mía, agitada dentro de su monotonía, no me daba tiempo para nada.

Pero, en el fondo de mi alma, no podía resignarme a que aquello fuese definitivo.

Por fin llegó “mi día maravilloso”.

Todos, o casi todos, tenemos en la vida un “día maravilloso”.

Para mí, fue el día en que mi vida coincidió con la vida de Perón. El encuentro me ha dejado en mi corazón una estampa indeleble; y no puedo dejar de pintarla porque ella señala el comienzo de mi verdadera vida.

Ahora sé que los hombres se clasifican en dos grupos: uno, grande, infinitamente numeroso, es el de los que se afanan por las cosas vulgares y comunes; y que no se mueven sino por caminos conocidos que otros ya han recorrido. Se conforman con alcanzar un éxito. El otro grupo, pequeño, muy pequeño, es el de los hombres que conceden un valor extraordinario a todo aquello que es necesario hacer. Estos no se conforman sino con la gloria. Aspiran ya el aire del siglo siguiente, que ha de cantar sus glorias y viven casi en la eternidad.

Hombres para quienes un camino nuevo ejerce siempre una atracción irresistible. Para Alejandro, fue el camino de Persia; para Colón, el camino de las Indias; para Napoleón, el que conducía al imperio del mundo; para San Martín, el camino llevaba a la libertad de América.

A esta clase de hombres pertenecía el hombre que yo encontré.

En mi país lo que estaba por hacer era nada menos que una revolución.

Cuando la “cosa por hacer” es una revolución, entonces el grupo de hombres capaces de recorrer ese camino hasta el fin se reduce a veces al extremo de desaparecer.

Muchas revoluciones han sido iniciadas aquí y en todos los países del mundo. Pero una revolución es siempre un camino nuevo cuyo recorrido es difícil y no está hecho sino para quienes sienten la atracción irresistible de las empresas arriesgadas.

Por eso fracasaron y fracasan todos los días revoluciones deseadas por el pueblo y aún realizadas con su apoyo total.

Cuando la Segunda Guerra Mundial aflojó un poco la influencia de los imperialismos que protegían a la oligarquía entronizada en el gobierno de nuestro país, un grupo de hombres decidió hacer la revolución que el pueblo deseaba.

Aquel grupo de hombres intentaba, pues, el camino nuevo; pero después de los primeros encuentros con la dura realidad de las dificultades... “la Revolución” fue quedando, poco a poco, en medio de la calle, en el aire del país, en la esperanza del pueblo como algo que todavía era necesario realizar.

Sin embargo, entre los gestores de aquel movimiento, un hombre insistía en avanzar por el camino difícil.

Yo lo vi aparecer, desde el mirador de mi vieja inquietud interior. Era, evidentemente, distinto de todos los demás. Otros gritaban “fuego” y mandaban avanzar.

Él gritaba “fuego” y avanzaba él mismo, decidido y tenaz en una sola dirección, sin titubear ante ningún obstáculo.

En aquel momento sentí que un grito y su camino eran mi propio grito y mi propio camino.

Me puse a su lado. Quizás ello le llamó la atención y cuando pudo escucharme, atiné a decirle con mi mejor palabra: “Si es, como usted dice, la causa del pueblo su propia causa, por muy lejos que haya que ir en el sacrificio, no dejaré de estar a su lado, hasta desfallecer”.

Él aceptó mi ofrecimiento.

Aquel fue “mi día maravilloso”.

VII

¡SÍ, ESTE ES EL HOMBRE DE MI PUEBLO!

Pronto, desde los bordes del camino, los “hombres comunes” empezaron a apedrearnos con amenazas, insultos y calumnias.

Los “hombres comunes” son los eternos enemigos de toda cosa nueva, de todo progreso, de toda idea extraordinaria y, por lo tanto, de toda revolución.

Por eso, dijo alguien “el hombre mediocre es el más feroz y más frío enemigo del hombre de genio”.

Todo lo extraordinario es para ellos locura imperdonable, fanatismo exagerado y peligroso.

Yo los he visto y los veo todavía mirándome “compasivos” y “misericordiosos” con ese aire de superioridad que los define...

Nunca entenderán cómo y por qué alguien puede hacer una cosa distinta de la que ellos piensan ¡y nunca hacen nada que no sea para ellos!

Lo vieron avanzar a Perón y primero se reían de él creyéndole y aun diciéndole loco.

Pero cuando descubrieron que el loco incendiaba y que el incendio se propagaba por todas partes y ya les tocaba en sus intereses y en sus ambiciones, entonces se alarmaron y organizándose en la sombra se juramentaron para hacerlo desaparecer.

No contaron con el pueblo. Nunca se les había ocurrido pensar en el pueblo ni imaginaron que el pueblo podría alguna vez, por sí mismo, hacer su voluntad y decidir su destino.

¿Por qué los hombres humildes, los obreros de mi país no reaccionaron como los “hombres comunes” y, en cambio, comprendieron a Perón y creyeron en él?

La explicación es una sola: basta verlo a Perón para creer en él, en su sinceridad, en su lealtad y en su franqueza.

Ellos lo vieron y creyeron.

Se repitió aquí el caso de Belén, hace dos mil años; los primeros en creer fueron los humildes, no los ricos, ni los sabios, ni los poderosos.

Es que ricos y sabios y poderosos deben tener el alma casi siempre cerrada por el egoísmo y la avaricia.

En cambio, los pobres, lo mismo que en Belén, viven y duermen al aire libre y las ventanas de sus almas sencillas están casi siempre abiertas a las cosas extraordinarias.

Por eso vieron y creyeron. Vieron también cómo un hombre se lo jugaba todo por ellos. Yo sé bien cuantas veces él apostó todo a una sola carta por el pueblo.

Felizmente ganó. De lo contrario hubiese perdido todo, incluso la vida.

Yo, mientras tanto, cumplía mi promesa de estar a su lado.

Sostenía la lámpara que iluminaba sus noches; enardeciéndole como pude y como supe, cubriéndole la espalda con mi amor y con mi fe.

Muchas veces lo vi, desde un rincón en su despacho en la querida Secretaría de Trabajo y Previsión, él escuchando a los humildes obreros de mi Patria. Hablando con ellos de sus problemas, dándoles las soluciones que venían reclamando desde hacía muchos años. Nunca se borrarán de mi memoria aquellos cuadros iniciales de nuestra vida común.

Allí le conocí franco y cordial, sincero y humilde, generoso e incansable, allí vislumbré la grandeza de su alma y la intrepidez de su corazón.

Viéndolo se me ensanchaba el espíritu como si todo aquello fuese cielo y aire puro. La vieja angustia de mi corazón empezaba a deshacerse en mí como la escarcha y la nieve bajo el sol. Y me sentía infinitamente feliz. Y me decía a mí misma, cada vez con más fuerza: Sí, este es el hombre. Es el hombre de mi pueblo. Nadie puede compararse a él.

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