Armando Plebe - Proceso a la estética

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La estética ha sido siempre –y aun hoy parece que sigue siendo– una rama algo peculiar, incluso en relación a las demás especialidades filosóficas mejor establecidas. El rasgo que con mayor nitidez la distingue de ellas es, posiblemente, esa rara ambigüedad que deriva de su incierta posición entre la filosofía de la práctica y las disciplinas teoréticas clásicas, como la epistemología o la ontología. Sucede así que, aun cuando su objeto pueda parecer a primera vista relativamente bien determinable, es decir, teóricamente abarcable, la realidad es que las solicitaciones y los compromisos a que se ve sometida acaban por resultar tantos y tan dispares, que ha tendido a discurrir históricamente diluida en un irregular conjunto de consideraciones bastante heterogéneas.

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II

Con la quiebra del gran paradigma idealista, la filosofía del arte entró en una fase bastante difícil y un tanto esquizoide: mientras los mejores pensadores, como Schopenhauer o Nietzsche, o incluso los socialistas, apuraban las últimas oportunidades de integrar la experiencia estética en uno u otro modelo filosófico de cierto rango, nihilista o revolucionario, los teóricos más o menos impresionados por la ideología positivista trataron de convertir la estética en una disciplina particular dentro del ámbito de las llamadas ciencias humanas, cuando no se esforzaban en diluirla en el variopinto, y en general poco brillante, conjunto de las distintas teorías de las artes particulares. El resultado fue un lamentable alejamiento mutuo de arte y filosofía, lo cual, como es obvio, no podía conducir sino a un radical empobrecimiento de la filosofía del arte.

Por eso sucedió que, con el advenimiento de las vanguardias a principios de nuestro siglo, la estética se vio sumida en un estado de perplejidad que podría parecer cercano a la catatonía. En efecto, y a pesar de ciertos puntos de convergencia meramente ocasionales, ni las corrientes intuicionistas o neoidealistas a la manera de Dilthey o Croce, o de los teóricos de la Einfühlung, ni las adustas orientaciones fenomenológicas, ni, por supuesto, las neopositivistas, se propusieron seriamente dar cuenta del extraordinario vuelco histórico que estaba teniendo lugar en esos mismos momentos en los dominios del arte.

En realidad, aparte de los precedentes singulares de Bloch y Benjamin, y frente a los desarrollos clásicos de Lukács, habrá que esperar casi hasta Adorno para encontrar una teoría estética plenamente elaborada en función de las concretas exigencias y los problemas suscitados por el arte más avanzado de nuestro siglo. Entretanto, las corrientes anglosajonas –las de la llamada filosofía analítica – han discurrido hasta hace poco, por lo general, elegantemente distantes de la procelosa y complejísima realidad empírica del arte, y en particular del arte contemporáneo, fingiendo ignorar las noticias de la historia y pretendiendo que una determinada categoría estética podía ser elucidada con independencia de la plural e inabarcable realidad de las artes. En cuanto a la semiología, como su propio nombre indica, no es filosofía.

Un panorama tan confuso no podía desembocar sino en la consagración del desorden. Ésa es precisamente una buena manera de caracterizar la situación actual. Ante la aparente deserción de los filósofos, ausentes de la escena por razón, según parece, de permiso por asuntos propios, han tenido que ser los historiadores, los sociólogos, los críticos y hasta los artistas mismos quienes han asumido la tarea de construir ese discurso que la estética contemporánea no ha sabido articularles. Ahora bien, el problema estriba en que la pérdida de autoridad de la filosofía en los dominios de la experiencia estética, e incluso en otros dominios aparentemente más centrales, ha tenido como consecuencia inevitable una insuficiente fundamentación de la historiografía y de todas las demás ciencias del arte, así como de la crítica y, por supuesto, de la reflexión autónoma de los artistas sobre su propio trabajo.

Así pues a nadie puede extrañar que, ante la carencia de un paradigma filosófico provisto de un mínimo de credibilidad, la experiencia estética haya tenido que ser teorizada, cuando no es contemplada desde los distan-tes territorios de la academia, en un estado de dispersión demasiado próximo al de la dispersión misma del arte. Por eso tiende a ser habitual que la reflexión estética se nutra hoy de los discursos más heterogéneos, muchas veces interesantes, pero siempre abiertamente fragmentarios, relativamente arbitrarios y, por tanto, generalmente inconsistentes.

¿Acierta entonces Baudrillard, cuando sostiene que nos hallamos en la era de la transestética? No, podríamos responder, si por «transestética» se entiende la consagración del aperçu, la celebración de la sugerencia ingeniosa o el mero apunte aislado como germen de un discurso retóricamente hinchado y puramente ocasional. Por otro lado, sin embargo, puede que Baudrillard sí acierte en la medida en que su diagnóstico se refiera a la idea de que la estética no puede ya, no sólo seguir concibiéndose como una doctrina de la belleza, lo cual es obvio, sino tampoco presentarse como una teoría del gusto a la manera ilustrada, y ni siquiera como una rigurosa filosofía del arte al estilo posthegeliano. Puesto que, de hecho, la estética se ve hoy determinada por unas exigencias que ya no se limitan a las de sus objetos tradicionales (la belleza, el gusto, el arte), sino que ha de incluir, por ejemplo, la experiencia vehiculada por la cultura de masas, un universo en el que intervienen tantos factores, que la vieja esperanza moderna de delimitar estrictamente los dominios de lo estético debería ser revisada y, tal vez, incluso abandonada.

III

Este que he tratado de describir es el panorama desde cuyo marco se habría de leer el texto que aquí presentamos. Armando Plebe en realidad experto, sobre todo, en estética antigua, lo publicó en 1959 como un libro de batalla, y desde entonces lo ha reeditado en diversas ocasiones como ilustración, precisamente, de la existencia de un debate inconcluso. Su intención primera fue la de someter la estética de nuestro siglo a una especie de examen de conciencia, una revisión de sus debilidades e inconsistencias, un análisis de urgencia del que pudiera salir reforzada y en disposición de afrontar los nuevos desafíos que le viene presentando la cultura contemporánea.

Entre tales desafíos, por cierto, no es el menor el que deriva de la pérdida de funcionalidad del concepto mismo de arte, un término que, como el propio Plebe viene a reconocer, hace ya tiempo que ha dejado de ser útil para conferir unidad a ese conjunto de problemas que involucran cosas tan dispares como una catedral gótica, un cuadro de Mantegna, un cuarteto de Schubert, una canción popular, una construcción de Tatlin, un poema dadaísta, una novela de Kafka, una película de John Ford o incluso las bodas de un audaz escultor con una célebre actriz porno.

Plebe asume como punto de partida la crisis de la estética sistemática, fruto tardío de la crisis general de los sistemas filosóficos, cuyos últimos vestigios importantes fueron los representados por las corrientes neogehelianas de un Croce o un Collingwood. Con el idealismo, durante las primeras décadas de nuestro siglo, caerían también las estrategias subjetivistas al estilo de las aparecidas en el contexto de la teoría de la Einfühlung, cuyos fundamentos habían quedado ya por debajo del nivel de conciencia históricamente alcanzado por la filosofía contemporánea. Otro flanco crítico derivaría del renovado interés teorético por el problema del lenguaje y por los procesos de significación en general: desde la estilística de Vossler hasta la semiótica conductista de Morris, pasando por la semántica de Ogden y Richards, y por la teoría de las formas simbólicas de Cassirer. Un tercer flanco fue el que abrió el pragmatismo de Dewey, ese «hombre auténticamente libre» (como le calificase Adorno) cuyo esfuerzo por vincular el arte a la experiencia humana no podía sino conducir más allá de los límites de la tradición estética.

Y tras la crisis, el proceso: Plebe lo ubica sobre todo en el contexto anglosajón, en lo que atañe al lado empírico y semántico, y en el italiano, en cuanto a la tradición especulativa inaugurada por Croce y proseguida incluso por alguno de sus críticos. Con un examen escasamente piadoso (tal vez sea éste el punto en que el autor se muestra menos objetivo) de las corrientes dominantes de la estética hacia mediados de siglo –la fenomenología, las corrientes positivistas, el marxismo y el existencialismo, en cuyo marco ubica a Heidegger–, Plebe nos sitúa ante la que habrá de ser su propia propuesta: la de una estética filosófica crítica de la tradición, y orientada, sin embargo, hacia una suerte de metafísica débil entre el historicismo y el vitalismo (una determinación ciertamente espinosa, aunque no desdeñable), en convivencia con una pluralidad de estéticas particulares –poéticas– de las que extraer materiales para la reflexión.

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