Cristian Orellana - El Robo del Niño

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El Niño del cerro El Plomo -el pequeño niño inca ofrendado en honor a Inti, el dios Sol- ha sido robado desde el Museo de Historia Natural. La detective Julia Delgado debe encontrarlo antes que sea dañado por sus captores.

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Estaba ya terminando el informe cuando recibió el llamado de la detective Vanessa Rojas, la asesora de informática. Julia acudió a su puesto de trabajo.

–Cuéntame –dijo Julia.

–Encontré el lugar de donde se escribió la proclama de Wila Mallku .

–¿Los tenemos?

–No, es un cibercafé. Puede haber sido cualquiera. Pero me di el trabajo de revisar todas las entradas de su blog hacia atrás.

–¿Y descubriste algo?

–Tranquila, detective. Todas han sido hechas de distintos cibercafés del centro de Santiago.

–Eso nos deja donde mismo.

–Casi. Pero se me ocurrió revisar la IP de la creación del blog. Y ahí aparece una dirección particular. Fue desde un computador de escritorio.

Julia miró el nombre y la dirección en la pantalla. Sucre 1801, departamento 25, Ñuñoa. Le pareció recordarla. El propietario era Esteban Castillo.

–Necesito saber todo el tráfico de esa dirección –dijo Julia.

Quizá era una pista falsa pero era el único hilo del que podían tirar. Vanessa quedó de enviarle la información cuanto antes, pero además debía atender otros casos. Antes de despedirse, Julia le entregó la otra declaración, del colectivo T’aki , para que la rastreara.

Julia volvió a su escritorio y se quedó mirando una foto del Niño. Estaba ataviado con su traje ceremonial, sus joyas, el ajuar funerario y el tocado de plumas de cóndor. Quinientos años y seguía siendo una criatura víctima de los avatares de los adultos. «¿Dónde andas?», le preguntó. «¿Te despertaron?». Hubo un silencio. «Un Niño noble y viajero que nos trae un mensaje que no sé si entendemos. Igual que El Principito de De Saint-Exupéry», pensó.

Luego volvió a concentrarse y se acordó de la dirección asociada a la creación del blog. Era de un departamento en la comuna de Ñuñoa. No recordaba a nadie del ambiente cultural que viviera en ese edificio. El domicilio estaba a nombre de Esteban Castillo. Buscó en la base de datos; era un señor de más de setenta años y solo registraba una detención por desórdenes en 1987. Para Julia eso no era tener antecedentes, pues miles de personas fueron detenidas por esa causa en aquellos años. El hombre figuraba casado con María del Carmen Briones. En ese momento recordó algo, revisó las declaraciones del personal y buscó el nombre del antropólogo:

Castillo Briones Rodrigo Martín

Y la dirección:

Sucre 1801, departamento 25, Ñuñoa

Julia revolvió entre sus papeles y revisó el listado de las personas que habían solicitado literatura sobre el Niño de El Plomo en la biblioteca del museo. Rodrigo Castillo figuraba varias veces. «Ajá», se dijo. Llamó al fiscal para solicitar autorización y éste se la dio, algo despreocupado.

Una hora después, Esteban Castillo escuchó que llamaban a su citófono. Se dirigió a él con dificultad y su corazón se aceleró cuando escuchó su nombre y «Policía». Miró a su esposa que se había acercado. Dejó entreabierta la puerta y ambos esperaron allí.

Delgado y Rojas llegaron a la entrada del departamento, pero no ingresaron. Julia golpeó la puerta.

–Adelante –dijo el anciano.

Las detectives se mantuvieron en su sitio; podía estar esperando a otra persona y asustarse.

–¡Adelante! –insistió Esteban.

–Policía... –dijo Julia, con cierta cautela y suavemente, asomando apenas la cabeza por la puerta entreabierta.

–Sí sé, pasen.

Las detectives ingresaron. Vieron a una pareja de ancianos muy juntos, tomados de la mano. El caballero estaba muy pálido. Era normal que la gente adquiriera un aire de temor y desconfianza cuando se presentaban como policías, pero el hombre se veía asustado.

–En mi época no se veían mujeres policía –les dijo, a modo de saludo.

–Detectives Julia Delgado y Vanessa Rojas. Brigada de Delitos contra el Patrimonio –se presentó la primera, y ambas exhibieron sus respectivas placas.

La pareja ahora pasó del susto a la curiosidad.

–Esta mañana se descubrió un robo en el Museo de Historia Natural… –comenzó a explicar Julia.

–El Rodri –interrumpió la señora.

–¿No está? –preguntó Delgado.

–No vive aquí. Somos sus padres –respondió el anciano.

–No venimos por nada malo, solo queremos chequear información –dijo Julia.

–¿Tienen internet aquí? –preguntó Rojas.

Los ancianos se miraron extrañados.

–¿Qué es eso? –preguntó la señora.

–¿Es lo del computador? Internet no tenemos, pero sí tenemos correo electrónico y Facebook –agregó Esteban.

–¿Tenemos Facebook? –volvió a preguntar María del Carmen.

–Sí pues –respondió el padre volviéndose hacia su esposa–. Donde vemos las fotos del Antonio y el Martín.

–¿Pero ese no era el correo electrónico?

–Por ahí también la Catita y el Jean-Claude nos mandan fotos de ellos.

–¿Y entonces cuál es el e-mail ?

–Ese no lo conozco –finalmente el marido se volvió a las detectives, que miraban algo extrañadas la escena–. ¿Tendrá que ver eso con internet?

Rojas intentó formular una explicación, pero Julia se le adelantó:

–¿Tienen un computador donde ven todo eso? –preguntó ella.

–Por supuesto. ¿Hay algún problema con el computador? –dijo Esteban.

Rojas usó la respuesta de manual:

–Necesitamos ir descartando sospechosos.

Al ver que las detectives no los buscaban a ellos ni a su hijo, los ancianos se fueron relajando. Ellas sólo querían revisar un aparato.

–¿Podemos ver el computador? –insistió sutilmente Rojas.

Los padres intercambiaron una mirada.

–Por supuesto, pasen –respondió Esteban.

Los guió por un pasillo hasta una pequeña leonera donde se amontonaban revistas, libros, diarios, fotografìas y otros papeles. Las paredes estaban cubiertas de fotos de distinta antigüedad donde se veían niños. Julia creyó reconocer en algunas al antropólogo Rodrigo Castillo. De no ser por la presencia del computador, arrinconado entre las pilas de cachivaches, se diría que el lugar pertenecía a la década de 1980. De todos modos, el artefacto parecía ser un modelo bastante antiguo. Rojas se adelantó, y tras una breve revisión presionó el botón de encendido. Julia se le acercó y le susurró al oído:

–La fecha que buscamos es mayo de 2013.

Pasaron un par de minutos en los que se escuchó funcionar al computador, pero aún no se veía nada en la pantalla. Los cuatro miraban el aparato en silencio.

–Siempre se demora un poquito –comentó María del Carmen.

Como aún el artefacto no terminaba de arrancar, Julia se dedicó a otra de sus preocupaciones.

–¿Conoce la dirección de Rodrigo? –le preguntó a María del Carmen.

–Si quiere lo llamo para que venga.

–No creo que sea necesario, no nos vamos a quedar tanto rato…

La señora ignoró las palabras de Julia y se devolvió al living, donde había un teléfono. Marcó y esperó.

–Hijo –habló la señora–, acá hay gente que quiere hablar con usted. No, son de la policía –luego colgó y se dirigió a Julia–. Ya viene. Vive en el piso de arriba.

La detective asintió. Volvió al cuarto donde estaba Rojas. La especialista la miró con cara de fastidio; el computador seguía en proceso de encendido. Ahora señalaba que descargaba actualizaciones y que llevaba un uno por ciento de progreso.

–Siempre hace eso cada vez que lo prendo –comentó Esteban.

–¿Se sirven un tecito? –les preguntó María del Carmen. Rojas se negó; el padre y Julia aceptaron. La detective la acompañó a la cocina: mirar a su colega encender un computador perezoso no era un espectáculo muy apasionante.

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